Fuente: The New Yorker, 2020. https://images.app.goo.gl/emxKpXDjefKUiY5m7

Crecer o no crecer

Para Amaru

Por Daniel Callo-Concha

Ya se ha hecho lugar común aquello de que vivir en el siglo XXI es una experiencia única, por lo que vale la pena recordar que pertenecemos a una especie que va dando vueltas por aquí por más de 300 mil años, y vivimos revoluciones tecnológicas y sociales que ninguna generación antes de la de nuestros padres había experimentado.

Un ejemplo. Cuando mi madre y mi padre eran niñ@s sus familias cultivaban o conseguían de primera mano la mayor parte de lo que comían, calculo que caminaban una media de 10Km por día, tenían tal vez tres mudas de ropa y escuchaban la radio de vez en cuando. Ahora, compran comida que ha pasado al menos por tres intermediarios, caminan menos de 3Km al día, han perdido la cuenta de la ropa que poseen, y pasan algunas horas cada día mirando y hablando con pantallas de cristal líquido.

Estos cambios, tanto como sugieren un aumento en el bienestar individual, también implican desmejoras en otros aspectos, pero de ello no me ocuparé hoy, sino de los efectos combinados que tales cambios han tenido y tienen en la sociedad y el ambiente en general.

Crecimiento

La respuesta a cómo es que nuestr@s padres y madres pasaron de una niñez austera a una vejez de abundancia está en el llamado ‘crecimiento económico’, que no es más que el aumento en la producción de bienes y servicios en el tiempo. Así, la producción de una persona, familia, comunidad, país o el mundo entero puede medirse, y es esta la medida de su crecimiento económico.

Hasta mediados del siglo XIX las actividades que podían generar crecimiento eran la agricultura y artesanía. Después, la revolución industrial desveló maneras más eficientes y rápidas para hacerlo. Estas descansaban sobre dos pilares fundamentales: la innovación tecnológica y el reajuste en los sistemas de producción. Las máquinas podían producir mucho más y más rápidamente, pero requerían de quienes las operaran, lo que cambio el perfil de los productores a obreros; y tan importante como ello fue la necesidad de que la producción fuera absorbida, lo que creó a los consumidores. Estos reajustes cambiaron las estructuras sociales del mundo en el siglo XX, el que a la larga dio lugar a visiones opuestas de cómo debían organizarse las sociedades y quienes debían dirigir la producción. Los capitalistas apostaron por le emprendedurismo y competencia, mientras que los socialistas lo hicieron por la planificación centralizada y el control. Pero en lo que ambas ideologías coincidieron fue la asociación entre el aumento en la producción con el del bienestar y la riqueza. Así pues, ambos, socialistas y capitalistas hicieron del crecimiento su prioridad máxima.

A nivel global, la medida estándar del crecimiento económico es el Producto Interno Bruto (PIB), un indicador que suma los valores monetarios asignados a los productos y servicios generados por cada país, y con fines de comparación los estandariza matemáticamente. La evolución del PIB global de los últimos 2000 años ilustra bien la historia que cuento: por casi 1900 años el PBI había crecido casi imperceptiblemente, pero en los últimos 100 se ha multiplicado alrededor de 100 veces.

Progresión del PBI global entre en año 1 y 2015

Fuente: https://images.app.goo.gl/cy6V3kKwxgo1WpbVA

En el pasado, los países de mayor crecimiento eran los más grandes y más poblados, como China e India, lo que se explica por la correlación entre producción y consumo individual. Este patrón cambió en la revolución industrial, cuando el crecimiento pasó a depender de la capacidad de añadir valor a los productos. Así, Inglaterra, Alemania, Francia, Rusia, y más tarde los Estados Unidos, y más tarde aun, Japón, llegaron a concentrar más de las tres cuartas partes del crecimiento económico planetario. Situación que casi no ha cambiado en los últimos 200 años.

¿Qué significa crecimiento?

De acuerdo a la ortodoxia en la ciencia económica, una economía en crecimiento significa más producción, más empleos, más inversión en bienes y servicios públicos, y más consumo de éstos. Lo que en suma debería significar más bienestar social. Lo opuesto: una disminución o paro en el crecimiento económico (técnicamente llamado recesión), supone la mengua de todo lo antes descrito, y si tal situación se prolonga o agrava, su pérdida. Por lo que debe prevenirse y evitarse a toda costa.

El crecimiento se ha asociado a la liberalización y desregulación del control estatal, animando y permitiendo las iniciativas de las compañías y emprendedor@s. Con el tiempo, estos principios han trascendido las fronteras nacionales y se han convertido en estándares para la interacción y comercio entre países. Sin embargo, hay aún diferencias de tono: entre el liberalismo económico que permite y anima a tod@s a tomar las riendas y l@s compensa por sus éxitos y responsabiliza por sus fracasos; y el proteccionismo, donde entidades centrales (generalmente de gobierno) mantienen el control y ajustan las reglas periódicamente de acuerdo a su visión de bien común. Un epítome de lo primero es Los Estados Unidos de América, donde el liberalismo el máximo valor y hasta símbolo de identidad nacional. En el otro extremo estaría China, que determina centralmente las acciones de los actores económicos y también sociales.

Así, esta asociación entre el crecimiento económico y el bienestar social ha convertido al primero en el camino y objetivo de prácticamente todos los gobiernos del mundo.

¿A dónde vamos?

Es difícil cuestionar los beneficios que ha traído el crecimiento económico, o al menos lo es para una buena parte de las sociedades del mundo. Hay abundante evidencia de mejora en las condiciones de salud, educación, expectativa de vida y varios otros índices, debidos al crecimiento económico y avances tecnológicos del último siglo. Un compendio de ellos es ofrecido por Rutger Bregman en su ‘Utopía para realistas’.

Pero en los últimos tiempos el crecimiento económico ha vislumbrado dos factores que lo amenazan existencialmente: la crisis ambiental global y la inequidad en la distribución de la riqueza.

El primero estalló en los 70s, primero como un hipo en la consciencia social a raíz de las pugnas políticas y militares entre bloques, que desembocaron en visiones de vida más empáticas social y ambientalmente. Tales tendencias, impulsadas por estudios científicos en contaminación, natalidad y consumo, escalaron rápidamente a instancias políticas nacionales y multilaterales. Son hitos clave: la investigación de Donella Meadows y colegas ’Los límites del crecimiento’, que modeló las capacidades del planeta para sostener las actividades humanas; y el reporte encargado por Naciones Unidas ’Nuestro Futuro Común’, que previó el calibre de los efectos ambientales, y propuso alternativamente el concepto de desarrollo sostenible, que sugiere un modelo crecimiento actual que no arriesgue al de las generaciones próximas.

El segundo factor crítico es más reciente y se sustenta en estudios sobre la acumulación de riqueza por estratos de ingreso durante el siglo XX, que argumentan, muestran una tendencia al enriquecimiento de los más ricos contra el empobrecimiento de los más pobres. Por ejemplo, T. Piketty, el más renombrado estudioso de este fenómeno, en su libro ‘El capitalismo en el siglo XXI’, sostiene que hace 50 años el 10% de la gente más rica era más o menos dueña del 30% de la riqueza y ahora en países como los Estados Unidos ha subido hasta el 50%; y para el mismo periodo, el 1% superior de las personas más ricas poseía el 7.5% de la riqueza y ahora lo es del 15%. La tendencia es similar en los países occidentales, pero también en el resto mundo. Arguye Piketty, que esto no se debe solamente a las habilidades comerciales de estos hombres y mujeres de negocios, sino a la aprobación y empuje otorgados por gobiernos y organizaciones de comercio, que consienten tal inequidad como cualidad intrínseca del desarrollo de económico.

a. Estado de uso de los recursos naturales a nivel planetario (Steffen et al 2015); b. Proporción de ingresos del 10% más rico en varios países (Piketty, 2017).

Más allá de la evidencia estadística que pueda sustentar la ocurrencia de estos dos fenómenos, están las medidas que intentan remediarlos. En relación a la crisis ecológica, la mayor instancia son los foros globales que periódicamente reportan y reclaman acción en cuestiones clave como el calentamiento global, la pérdida de la biodiversidad o la desertificación, pero que se han traducido muy poco en medidas concretas. La última, Los objetivos de desarrollo sostenible, que es un listado integral de acciones y metas para lograr condiciones que hagan la existencia de nuestras sociedades viables y prevengan su colapso. En tono menor, la atención a la inequidad económica y sugerencias para rehabilitarla han tenido menor resonancia, movimientos de base como el de Occupy: somos el 99% tras destellos breves donde recibieron gran atención, se han debilitado con el tiempo y perdido trascendencia; y medidas políticas como aumentar los impuestos a los super ricos, suelen ignorarse o cuestionar su viabilidad.

En ambos casos, ya sea en lo ambiental como lo social, las decisiones provienen de gobiernos, que como se afirma arriba, operan priorizando firmemente los criterios de crecimiento económico.

¿Qué hacer? Alternativas

A estas alturas, la causalidad entre el crecimiento económico y sus consecuencias negativas ambientales y sociales no es nueva para la mayoría de personas medianamente informadas, y lo es menos aún para la comunidad científica. Sin embargo, una abrumadora mayoría de economistas y políticos aconsejados por los primeros, arguyen explícita o implícitamente, que cuestionar este status quo es riesgoso y que las medidas que contravengan el crecimiento económico traerían más consecuencias negativas que positivas. Es decir, alteraría el círculo virtuoso: empleo, producción, consumo y bienestar, y que no hay sociedad que no aspire a esto. Más aun, que no existe otra manera en de organizar una sociedad viable que orientarla a aspirar al crecimiento económico. En suma, que la economía que nos gobierna a tod@s es un perro que se sabe un solo truco y no hay modo de que aprenda otro.

Sin embargo, hay visiones y modelos alternativos, que se han basado en un par de conceptos clave: la termoeconomía y el metabolismo social.

La termoeconomía fue propuesta en los 80s por Nicholas Georgescu-Rogen quien reveló la incongruencia de perseguir un crecimiento infinito en un ambiente finito apelando a la bella simplicidad de las leyes de la termodinámica: (i) la materia no se crea ni destruye, sólo se transforma, y (ii) que con el uso la energía tiende a degradarse cualitativamente. Leyes a las que la actividad económica, como cualquier otra actividad en el planeta, debe someterse: el proceso de producir concentra materia y energía en productos de alta entropía, que a luego se dispersan y degradan en residuos de materia y energía de baja entropía que no pueden volver a aprovecharse. Sorprendentemente, las críticas a las ideas de Georgescu-Rogen no fueron académicas, sino principistas y por lo mismo dejadas de lado por su pesimismo e inconveniencia.

El metabolismo social dice que producir es más que generar o transformar un bien e involucra flujos de materia, energía y tiempo invertidos en el proceso, que comienzan desde la concepción de la producción hasta su restitución a la naturaleza o su regeneración. Es decir, empieza antes del inicio del proceso de producción per-se y continúa hasta después del consumo del producto. La clave aquí es tener considerar todos los factores sociales y ambientales hasta ahora ignorados. La aparente artificialidad de incluir todos estos factores en el proceso productivo es falaz. En realidad, como afirma el economista ecológico Joan Martínez-Alier, todos los procesos que ocurren en la naturaleza o en las sociedades, indistintamente de su escala, se guían por esta premisa de intercambio metabólico. Así, cortar un árbol en el patio de uno tiene consecuencias como perder sombra y ganar espacio para estacionar, que se hacen aceptables por su escala. Pero no tanto cuando se cortan los árboles de toda una ciudad entera.

Tanto la termoeconomía como el metabolismo social proponen que los efectos consecuencia de las decisiones de producción se incluyan y contabilicen. Ya sea en fábricas, granjas, refinerías y aerolíneas, como en zapatillas, hamburguesas, teléfonos celulares y botellas de agua desechables. Hay algunas herramientas que se ocupan de aterrizar este enfoque como el análisis del ciclo de vida y la internalización de externalidades, o los cálculos de la huella ecológica y la mochila ecológica.

Ya establecida la base teórica, volvamos a los modelos económicos alternativos al crecimiento.

Un modelo alternativo es el de la economía del estado estacionario, propuesto en los 80s por Herman Daly, quien propone que se institucionalicen medidas para estabilizar el nivel de uso de los factores del crecimiento económico, es decir el capital natural, el nivel de producción y el nivel de consumo (lo que implicaría una población constante), que desembocarían en un nivel de bienestar estable. O sea, cálculos más y cálculos menos, que si de la naturaleza se puede extraer materia prima para producir 100 teléfonos para 100 personas, no se debe extraer más ni producir más, y aquí el quid, que la población debe mantenerse en 100. Claro está, que para que esto funcione, un estado robusto y oficioso es indispensable, no sólo para el ajuste político de las premisas del modelo, sino para su implementación operativa.

Más recientemente, al evidenciarse los crecientes ritmos de explotación, producción y consumo, que imposibilitarían un estado estacionario, ha crecido en popularidad el concepto de decrecimiento o llamado por algunos, acrecimiento, que afirma que sólo puede revertirse los efectos colaterales del crecimiento implementando su opuesto: disminuir progresivamente el ritmo de crecimiento al invertir el ciclo virtuoso: menos producción-menos consumo-menos empleo-y menos bienestar. Los últimos cuestionados por muchos ¿Pero es realmente así? Los propulsores del decrecimiento, principalmente provenientes del norte, creen que en la actualidad los beneficios marginales de estos factores son mínimos o hasta negativos, y que nos iría mejor (y ciertamente al planeta) produciendo menos, trabajando menos y consumiendo menos.

Otro modelo, menos economicista en el sentido estricto, es el de la economía budista y fue propuesto por Ernst Friedrich Schumacher en su bello libro de ensayos: Lo pequeño es hermoso. La economía budista predica expandir e integrar la idea de bienestar, desconcentrando el foco de lo productivo y económico, y ampliarlo para considerar el bienestar interior y exterior al individuo, y por ende de la sociedad y el ambiente. Para esto cuestiona las bases psicológicas del consumo y bienestar, que derivan en el egoísmo y lo mundano, y sugieren el emprendimiento de una vía de madurez ética, que lleve al individuo a un mayor discernimiento, auto-restricción y empatía. Paralelamente, los estados tendrían que promoverla y facilitarla reformulando instituciones que tengan que de un modo u otro afecten las relaciones humanas, como el mercado, educación, ciencia y arte.

¿Y son alternativas viables?

En el norte global, este debate toma muchas formas: ¿transitar a energías renovables?, ¿usar autos eléctricos?, ¿viajar menos en avión? o ¿comer menos carne? Pero ¿qué pasa en el sur global?, donde los niveles de consumo y bienestar son menores. Hasta no hace mucho se solía aceptar la tesis de la deuda ecológica, por la que permitiría a los países del sur crecer económicamente para equipararse a los del norte. Que ahora tambalea, al registrarse los altos niveles de contaminación de países como China e India.

Con todo, no es muy difícil encontrar qué criticar en estas alternativas. La más radical: cuestionar todo diciendo que el problema no es el crecimiento sino quienes lo determinan; o dudar de su viabilidad con la pregunta retórica: ¿y quién lo hace primero?; o predecir que estas visiones nos llevarían al estancamiento cultural y tecnológico; o más intrínsecamente, que nuestra presencia es básicamente disruptiva y ninguna alternativa puede revertir sus efectos, a excepción de nuestra propia desaparición.

Pero antes de seguir ejercitando tan saludable ejercicio intelectual, recordemos lo que tenemos ahorita entre manos: la mayor confluencia de problemas ambientales y sociales desde nuestra aparición sobre la faz de la tierra. Nuestra disrupción es tal, que se ha convenido en llamar a nuestra era geológica como Antropoceno y a sus efectos Rick Böstrom los ha etiquetado de ‘riesgo existencial’, eufemismo para decir que si seguimos así nosotros mismos nos borraremos de la tierra, lo que sería paradójico pues con eso se acabarían nuestros problemas. ¿Y cuál es nuestra respuesta? El ya cuarentón concepto de desarrollo sostenible, que implícitamente admite que se puede seguir creciendo a la par que se protege el medio ambiente, y bajo su amparo: científicos que no se cansan de reportar anuncios cada vez más sombríos, foros diplomáticos que ajustan sus ultimata periódicamente, acuerdos multilaterales sistemáticamente eludidos y hasta ignorados, y listados de objetivos que se convierten en decálogos de buenas intenciones.

Las utopías existen, grupos humanos ya sea por motivos políticos, sociales, ambientales, espirituales, etc. se adhieren a movimientos que operan bajo estos principios e intentan transitar el foco social del aumento de la ganancia hacia su minimización, y la socialización del consumo en lugar de su individualización, que ponen en práctica a través de conceptos como la economía ecológica, la ecología política, la economía de intercambio, los comunes o el cooperativismo, y hasta algún estado (Bután) propuso la sustitución de la medición del bienestar social proponiendo el índice global de felicidad en lugar del PBI, pero ya por separado o sumados son estos ejemplos aislados y relativamente pequeños.

Este artículo comienza con una pregunta y antitéticamente termina sin responderla. Puede que la respuesta sea obvia, pero por varias razones, no es fácil de elucidar. A estas alturas ya he aprendido que a ellas los científicos responden con cautelosos ‘interesante’ y los políticos con condescendientes ‘es complicado’… Pero también he aprendido, y tal vez esta sea mi respuesta, que al final lo que cuenta no es lo que se hará sino lo que cada quién finalmente haga. Entonces tal vez sí valga la pena preguntar, preguntarte a ti lector(a): ¿Crecer o no crecer?