En esta columna quincenal, analizo un tema social vigente y ofrezco mi opinión en alrededor de 500 palabras (*)

* Se sabe que un(a) lector(a) promedio lee 250 palabras por minuto

In this biweekly column, I analyze a current societal issue, and render my opinion in about 500 words (*)

* It is known that an average person reads 250 words per minute

#69 Una nueva era (07.12.23)

Por Daniel Callo-Concha

Como la mayoría de quienes vivieron el final del siglo XX, solía tener la sensación que vivíamos tiempos en los que nada memorable pasaba, y tal vez para bien, pues guerras y tragedias humanitarias no son cosas que alguien quiera experimentar en carne propia. Después, me di cuenta que no se trataba de un déficit de acontecimientos, pues sí que ocurrían cosas, nomás que yo las ignoraba, emparedado entre muros de ignorancia y desinformación.

Sin embargo, creo que los últimos años han sido y están siendo transformadores. Y quién sabe, el 2023 que ya termina, puede que se vea en el futuro como el momento cuando aquellos cambios se hicieron evidentes a todos. Como afirmaciones extraordinarias requieren de evidencia extraordinaria, voy a compartir algunas: 

La vida del planeta se mide en eras geológicas, que los especialistas determinan reconociendo indicadores en los sedimentos y rocas. Hasta ahora, estas duraban miles y millones años, como la más reciente, el holoceno que se inició hace 12 000 años con el final de las ultimas glaciaciones y dio origen a la agricultura y las civilizaciones humanas. En julio de este año en el lecho de un lago canadiense, finalmente se halló la evidencia que confirma que vivimos una nueva era geológica: el Antropoceno. Picos en los vestigios de carbono, azufre, oxígeno y elementos radioactivos, testimonian de nuestro irreversible impacto sobre el planeta, iniciado apenas en 1950.

El septiembre pasado fue el mes más caliente del que se tiene registro (los récords comienzan a fines de los 1800s). Esta marca duró un mes, pues el octubre que le siguió fue más caliente todavía. Terminando el 2023, se considera a este año más caliente de la historia: 1,43°C superior al promedio de los niveles preindustriales. Sus causas son bien conocidas por todos, el calentamiento global y el circunstancial fenómeno del niño.

Desde hace más de una década el término punto de inflexión suena en los corrillos académicos. Este se entiende como aquel momento en el que un sistema hasta antes estable transita a una nueva fase de la que no es capaz de retornar a su estado original. Varios ecosistemas son regularmente monitoreados como casos potenciales, pero apenas la semana pasada en la COP 28, se anunció que cinco de ellos están a punto de ser traspasados: las masas de hielo de Groenlandia y la Antártida occidental, los arrecifes de coral de aguas cálidas, la circulación del giro subpolar del Atlántico norte y las regiones de permafrost. Un paso atrás está la Amazonia, que si no se revierte el curso estaría en camino de convertirse en una sabana.

Como estas, hay varias evidencias de cambios “naturales” debido a nuestro impacto sobre el planeta. Mas, hay otros tanto o más perturbadores: los geopolíticos.

La ascensión de China a condición de superpotencia económica y política ya ha ocurrido. Lo que ha gatillado el surgimiento de un mundo multipolar, donde cada vez hay más países que se posicionan y actúan tras sus propios intereses, sin prestar mucha atención a los remilgos y demandas de occidente. El desacato se ha generalizado, varía desde la confrontación rusa al desplante de Níger, pasando por la amable indiferencia aquí, allá y acullá. El siglo XXI devela no sólo un nuevo -o varios- centros de gravedad política, sino distintas visiones de lo que es aceptable y lo que no lo es: la mediación de China en el acercamiento entre Arabia Saudita e Irán en marzo pasado (a espaldas de los Estados Unidos) es un buen ejemplo de ello, y el empoderamiento del BRICS con su inminente ampliación y demostración de músculo económico, otro. Y más allá de los gestos, Xi ha puesto su visión de un mundo “de un futuro compartido para la Humanidad” en negro sobre blanco, lo que ha puesto los pelos de punta al oeste, que se come el coco pensando en qué puede ser alternativa al libre mercado, la democracia y los derechos universales.

Creo que ya nadie medianamente informado puede decir que vive un tiempo en el que nada ocurre. Los eventos arriba reseñados se equivalen a movimientos en las placas tectónicas de la historia. De ellos provienen las tensiones y conflictos que pueblan nuestros noticieros: éxodos, carestías y disputas, que la mayoría preferimos ignorar ingenua o tontamente, pero que indefectiblemente han de alcanzarnos más temprano que tarde.

Pd. Por fiestas de fin de año hibernaré por seis semanas, tras las que volveré con la columna regular.

#68 Atajos para entender el mundo: resiliencia (23.11.23)

Por Daniel Callo-Concha

Paradójicamente, uno de los dones más raros entre los científicos es la originalidad. De los miles de artículos científicos producidos anualmente, la grandísima mayoría replican una idea, un enfoque o una metodología que ajustan a una situación particular. Pero en ocasiones, aparece una idea original  que con el tiempo convencerá a tirios y troyanos y terminará convirtiéndose en canon. Una es esas ideas es la resiliencia.

Entre los 1950s y 70s el entonces joven Crawford Holling estudiaba el comportamiento de peces en estuarios y playas de su nativa Canadá. Llamaban especialmente su atención, los cambios en sus poblaciones. Holling notó que sus mediciones divergían de lo previsto: cuando una especia alcanzaba una población máxima esta no se mantenía indefinidamente, sino que se mantenía por un tiempo y luego decaía hasta casi desaparecer, para luego volver a aumentar, estabilizarse por un tiempo y caer nuevamente. Cuando dos especies estaban relacionadas entre sí, por ejemplo siendo una predadora y la otra presa, sus ciclos poblacionales se sucedían y alternaban. Y así, simultanea y redundantemente las especies interactuaban entre sí creando una estabilidad dinámica. Lo que divergía de la estabilidad clímax que por entonces sugería la teoría ecológica.

Holling se tomó un par de décadas para confirmar sus experimentos y apuntalar una hipótesis, que escribió en su artículo Resiliencia y estabilidad en sistemas ecológicos en 1973. Su definición de resiliencia como el fenómeno por el que el sistema absorbe los cambios en su entorno para sobreponerse a ellos y persistir, con el tiempo se saltaría los linderos de la ecología y devendría en un concepto, una teoría y hasta un modelo heurístico aplicable en innumerables disciplinas, y más allá de lo académico, en innumerables situaciones. Así, poco después los antropólogos observaron que el concepto se reconocía en las comunidades humanas y propusieron la resiliencia conductual, les siguieron los psicólogos que lo identificaron en el comportamiento de personas expuestas a traumas, igual ocurrió en la pedagogía, la medicina, la economía, ingeniería… y es que una vez que se observaba fenómenos sociales o ambientales sujetos a perturbaciones, la resiliencia no dejaba de aparecer. 

A inicios de los 2000s un consorcio sueco acuñó el término de resiliencia socio-ecológica, sumándole a la resiliencia una dimensión más universal aun, afirmando que los fenómenos no ocurren en silos disciplinarios, sino en realidades donde los sistemas naturales y humanos están ineludiblemente entrelazados. Es decir, en casi todas las situaciones en las que participamos. Luego vendrían el ciclo adaptativo que esquematiza las etapas en las que opera la resiliencia, y la panarquía que encadena ciclos adaptativos en el tiempo y a veces en el espacio también.

En los últimos 20 años, el término resiliencia ha sobrepasado los claustros académicos y se ha convertido en término popular, alcanzando su pico durante la pandemia de COVID 19, cuando las autoridades sanitarias y el sentido común lo masificaron. Igualmente explosiva, ha sido su adopción por políticos y planificadores, que lo emplean asiduamente para comprender y actuar en situaciones de inestabilidad causadas por inseguridad, terrorismo, desastres naturales, pandemias y cualquier evento disruptivo.

Pero a nivel de usuario -cualquiera de nosotros-, la resiliencia nos ofrece una magnifica herramienta para confrontar crisis y en general situaciones nuevas. Ya se trate de asuntos personales, de trabajo o lo que le afecte a uno: sabemos que a las bonanzas les seguirán crisis de las que nos recuperaremos. Y aquí la clave: lo que antes sirvió para sobreponernos es probablemente lo que nos servirá luego, y si somos listos, lo que deberemos aprender y recordar cuando aquello ocurra.

#67 Vías a la cuarta edad (09.11.23)

 Daniel Callo-Concha

 “Juventud, divino tesoro” reza el dicho. Suena bombástico y brumoso, pero con el tiempo el decaimiento de nuestros cuerpos y la fatiga de nuestros sentidos, aquello de divino tiene cada vez más sentido. Y sino, fíjense en el brillo en los ojos de un anciano al ver a un niño.

En una columna anterior exploré la paradoja del crecimiento demográfico y el paralelo envejecimiento de la población, como a inicios de 1900 la expectativa de vida era de 35 años y hoy supera los 70. Las razones son bien conocidas: más comida, mejor salud y menos guerras. Pero el que se hayan hecho comunes los octogenarios no significa que vivamos mejor, y la razón es simple y terminante, envejecemos.

Lo de envejecer y morir es tan antiguo como la vida misma y no debería ser tan especial. Pero ahora lo es debido a una coyuntura particular. La era de la información ha creado una cepa de personas tan extraordinariamente ricas como inconformes, quienes para bien o para mal, han convertido a la transgresión en su divisa. Los habitantes de Sillicon Valley -un lugar donde abundan-, creen fervientemente que los obstáculos están para ser superados, y vaya que los confrontan, algunos se ocupan del transporte y colonización espacial; otros, lo vienen haciendo con la inteligencia artificial; y unos más, están atareados con frenar el envejecimiento. Así, en el último par de décadas la ciencia del envejecimiento ha cambiado de una enfocada en las dolencias de los ancianos a otra que busca detenerlo o como algunos dicen, curarnos de él

En esencia, envejecemos porque nuestros cuerpos se desgastan y dejan de auto-repararse, lo que ocurre porque algunas de las células que los conforman (llamadas senescentes) no se reproducen más y aumentan en número. Lo que se evidencia en los cambios orgánicos y la predisposición al cáncer. De momento, los especialistas consideran algunas alternativas para prevenir la senescencia celular, que incluyen: drogas para eliminar las células senescentes; manipular la programación genética para que se produzcan menos o de plano ninguna; y más groseramente, la transfusión de plasma para inyectar células nuevas. Hasta ahora ninguna de estas opciones ha mostrado resultados conclusivos, y los científicos sobreponen la prudencia al vaticinio. 

Pero donde la cautela termina toman la posta los emprendedores y sus conspicuas startups. Algunas como Altos Labs, New Limit o Retro Biosciences cuentan con presupuestos que van de cientos a miles de millones USD y no se va por las ramas al enunciar su visiones, como Retro Biosciences que busca “añadir 10 años al tiempo de vida saludable”. Este agitado paisaje ha originado también curiosos personajes, como el disforzado Bryan Johnson, ahora famoso por someterse a innumerables procedimientos para rejuvenecer y que bajo el lema “no morir” lleva invertidos varios millones, un voluntario aislamiento y una devotísima atención a sí mismo.

Muy a pesar de estas empresas, el status quo en la ciencia del envejecimiento no ha cambiado mucho. Las pocas medidas probadamente efectivas siguen siendo la restricción calórica, un par de drogas (más bien sus efectos colaterales) y la bien conocida trilogía: comer balanceado, dormir lo suficiente y hacer ejercicio. Eso en lo físico. En lo emocional está claro que envejecer no es para cobardes, pero me parece que no querer envejecer insinúa una cobardía ciertamente mayor.

#66 El pequeño elefante (26.10.23)

Por Daniel Callo-Concha

Como todo el mundo, estoy horrorizado por lo que ocurre en medio oriente. La violencia, escala y premeditación que cada bando se ha permitido para lastimar al otro, son espantosas. Los medios oficiales y oficiosos nos inundan con testimonios de seres queridos idos y familias deshechas. Conociéndolos, uno creería imposible no empatizar con ellos, pero es ciertamente el caso de algunos palestinos en cuanto a los israelíes, y de algunos israelíes en cuanto a los palestinos.

El conflicto palestino-israelí suma con la presente, media docena de guerras, que se habían dado incluso antes de la fundación del estado de Israel en 1948. Nadie sabe cuántas personas han perdido la vida, pero algunos dicen que más de 100 000. La razón de esta mortandad es oficialmente la ocupación de la tierra. Lo que parecería cierto pues establecerse en ella, demarcarla, cercarla, hacerla producir o impedir que el otro lo haga, son las actividades que han marcado el paso de este centenario conflicto.

Todo intento de búsqueda de paz ha fracasado. La mayoría porque las condiciones propuestas no satisfacían a alguna de las partes, y algunos desbarrancados adrede por fanáticos que veían sus posiciones debilitadas. Pero ciertamente, el desencuentro es producto de la mutua desconfianza, sazonada con innumerables reproches por palabras rotas y abusos subsecuentes. Es tan intrincado el conflicto israelí-palestino, que los continuos esfuerzos de potencias políticas y diplomáticas resultan vanos, los llamados de las autoridades espirituales fútiles, y las lágrimas de sus víctimas insignificantes.

Mas su trasfondo es amablemente ignorado, pues es tan inmanente, ubicuo y viejo, que ya no se le nombra. Y su formulación tan simple, que si no fuera trágica sería fársica: uno de los contendientes dice que la tierra en cuestión le fue prometida por dios, y para documentarlo, aluden a un libro apócrifo y una cita hipotética de hace 4000 años (Génesis 15); y el otro, afirma que sus ancestros siempre estuvieron ahí, y por cierto, el dios que les bendice es otro.

Está de más decir que ni una ni otra son ciertas y no hay evidencia a la que puedan apelar unos u otros para afirmar lo contrario. Pero lo que sí es cierto e histórico, es que las guerras calientes y frías del último siglo, han causado fracturas geopolíticas a lo largo y ancho del planeta que aún no terminan de sanar ¿Pero eso importa ahora? Posiblemente no para palestinos e israelíes, quienes estarán canalizando sus desavenencias en razones más conspicuas.

Es conocido que las religiones desempeñan papeles importantes en las vidas espiritual y social de las personas, comunidades y sociedades. Las creencias y sus instituciones, suelen confortarlas y ampararlas ante la incertidumbre, y fortalecer la cohesión y solidaridad entre los creyentes. Pero también está claro que hay situaciones en las que los roles de las religiones son irrelevantes. Todos sabemos que las plegarias no curan resfriados, ni ayudan a pasar exámenes, ni mucho menos garantizan un futuro venturoso. Y por extensión, tampoco deberían ganar elecciones, conformar consejos políticos o elaborar constituciones.

Pero infortunadamente, todavía existen sitios y situaciones, donde paciente y parsimonioso, el pequeño elefante de la religión deambula incansable por las habitaciones donde se toman las decisiones. 

#65 ¿Para qué el Nobel? (12.10.23)

El anuncio de los ganadores del Nobel* está inevitablemente acompañado de un poquito de chismografía. No se trata solamente del reconocimiento a la excelencia académica, la entrega de la medalla por el rey sueco, el apetitoso millón de dólares y la exuberante parafernalia; sino y sobre todo, porque se otorga bajo la creencia en el lema del premio: por el mayor beneficio para la Humanidad.

Aun así, solo ojeando las justificaciones por el galardón, no es fácil apreciar el mérito. Por ejemplo, el de física de este año para P. Agostini, F. Krausz y A. L’Huillier, dice: “por los métodos experimentales que generan pulsos de luz de attosegundos para el estudio de la dinámica electrónica en la materia”, texto que habrá dejado a varios rascándose la cabeza. Afortunadamente, otros son más asequibles. Como el de medicina de este año también, a K. Karikó y D. Weissman “por sus descubrimientos sobre modificaciones de bases de nucleósidos que permitieron el desarrollo de vacunas de ARNm eficaces contra la COVID-19”. Que seguramente habrá puesto recontentos a muchos, como a mí doblemente.

Para asegurar su legitimidad y merecimiento, los comités que eligen los Nobel de ciencia tratan de asegurarse que se concedan solamente cuando el mérito ya es evidente. Es decir, cuando se haya comprobado la existencia del descubrimiento o la utilidad del logro. Lo que causa que la entrega se demore cada vez más: la tendencia muestra que a inicios del siglo XX los recipientes del premio solían obtenerlo entre 10 y 15 años después del trabajo que lo hubiera merecido, en la actualidad la espera dura entre 25 y 30 años, y si la tendencia continúa, a fines siglo superará el tiempo de vida medio de los recipientes.

Por todo eso el premio es tan difícil de predecir, y por tanto no se aguarde. Una de mis partes favoritas de la concesión, es saber que hacían los ganadores al recibir la llamada de Estocolmo (el protocolo manda que el comité informe al premiado directamente por teléfono). Algunos apenas interrumpían la clase que daban, otros se encontraban en un bar con amigos, y muchos simplemente lo ignoraban y seguían trabajando, o durmiendo para ser sorprendidos al día siguiente. Como M. Chalfie (nobel de química 2008), quien se enteró de una manera memorable, al preguntar de madrugada: “(…) ¿y quién es el idiota que lo recibió este año?”

Y es que detrás de los descubrimientos y logros de tal calibre no hay certidumbre. Sus autores además de poseer cerebros generosamente amoblados, deben contar con una perseverancia de explorador e intuición de fanático. Pues en el sinuoso camino de la investigación, escasean los triunfos y abundan los reveses, y al caso, vale recordar la anécdota de K. Karikó: fue despedida 4 veces de los laboratorios donde trabajaba y forzada a cambiar de residencia, porque los resultados de sus investigaciones no satisficieron a sus financistas. Resultados que hace un par de años han salvado decenas de millones de vidas humanas.

Tal vez sea para eso sea el Nobel. No para obtener gloria, dinero o trascendencia. Sino algo más alcanzable, pero a la vez más sublime: para recordarnos que la curiosidad y la perseverancia a veces dan fruto, y que aun sin ser Fleming, Roentgen o Borlaug, es legítimo procurar el mayor beneficio para la Humanidad.

(*) Aquí me refiero esencialmente a los premios Nobel de física, química, fisiología/medicina y el honorario de economía. Pues como es sabido, los de literatura y la Paz suelen ser motivo de controversia.

#64 De OVNIs y FANIs (28.09.23)

Por Daniel Callo-Concha

El pasado 26 de julio una triada de exmilitares norteamericanos testificó ante una comisión de su congreso, detalladas descripciones de encuentros con Fenómenos Aéreos No-identificados (FANI)*. Estos recuentos incluyeron apariciones súbitas de aparatos voladores “de desempeño superior” y arranques a velocidades tan fenomenales que asemejaban desapariciones. Uno, afirmó que el Pentágono (ministerio de defensa de los Estados Unidos), acumulaba cientos de reportes sobre incidentes similares, tenía en su poder artefactos alienígenas en los que intentaba aplicar ingeniería inversa, y hasta almacenaban material biológico “no humano”. Los testigos sostuvieron que el tema es tabú en la armada so pena de persecución, y al cabo, se llamaron a sí mismos whistleblowers (denunciantes). 

Algunos meses después, a mediados de septiembre, la NASA presentó un reporte comisionado a 15 expertos. Este prometía el análisis científico y riguroso de FANIs ocurridos en los últimos 27 años, con la intención explícita de transparentar el conocimiento sobre tema y prevenir el sensacionalismo.

Las noticias de OVNIs son magnetos únicos de la atención pública. En la semana que siguió al evento reseñado, UAP (FANI, en inglés) se convirtió en el término más googleado en el planeta. Eventos de alguna manera relacionados, como encuentros con extraterrestres, aparición de OVNIs y hasta el aniversario de la supuesta caída de uno, en el Perú, México y Bolivia respectivamente, causaron el mismo efecto: el vuelco en masa la población para enterarse de que va la cosa.

Los OVNIs también son folklore. En casi toda sociedad que se precie de moderna, se encontrarán ufólogos, organizaciones y publicaciones que lo celebran e investigan. Estos, informadísimos, discuten los últimos avistamientos, develan sus mensajes ocultos y vislumbran un porvenir siempre más allá del entendimiento terreno. El resto, solemos, en el mejor de los casos condescender e ignorar a estos acólitos del fenómeno OVNI, pero cuando la cosa va a más, tildarles de diletantes y hasta de charlatanes. Pero lo que nos une a todos es ese humano e innegable querer creer. Ya se trate de historias amarillistas o el descubrimiento de agua en Marte, una chispa de curiosidad y expectativa estalla en cada uno de nosotros: ¿y si sí? 

En la isla de los científicos la cosa es algo parecida, la vida extraterrestre es el punto débil de muchos. Hasta existe una disciplina que se dedica a ello: la astrobiología, cuyo representante más popular fue Carl Sagan, famoso tanto como divulgador que como teórico, que es la forma elegante de decir que, sobre todo, especulaba. Los astrobiólogos tuvieron su edad de oro durante la carrera espacial, cuando el “contacto” parecía inminente. Participaron entusiastamente de numerosas misiones y experimentos, establecieron foros científicos multilaterales y hasta crearon centros dedicados a la búsqueda y comunicación con extraterrestres. Aunque con el tiempo, los resultados adversos (no resultados, vaya), han aminorado su ímpetu y les han relegado a roles menos protagónicos. Los especialistas de ahora son mucho más cautelosos, hablan de escalas estelares y un universo en expansión, que hace que las coincidencias de civilizaciones en tiempo y espacio sean más improbables incluso que lo sugerido por la resabida ecuación de Drake. Pero a diferencia de los ufólogos, alimentan un sano recelo: no mueven un pelo sin evidencia y dejan las especulaciones a la ciencia ficción.

La tercera vía no la alientan ni ufólogos ni científicos. La situación que han configurado la globalización de la comunicación, la polarización política y las guerras culturales, han convertido en instrumento de persuasión o disuasión, a cualquier cosa que capture la atención de la gente. Sumados a las infames fake news, las historias de FANIs resultan muy convenientes para atraer o distraer la atención pública. Si no, hagamos un experimento: ¿qué ha seguido a los anuncios, reportes y denuncias de OVNIs en el pasado? La respuesta es un resonante: nada. ¿Y qué ha seguido a la última denuncia de Julio?: el reporte de los especialistas de la NASA, que se puede leer aquí. Pero ya se lo digo, otra vez, nada.

(*) Al parecer, la sigla FANI fue elegida para alejarse del estigma alrededor de la vieja OVNI (Objeto Volador No Identificado)

#63 Atajos para entender el mundo: West y la escala (14.09.23)

Por Daniel Callo-Concha

Los científicos atesoran los descubrimientos. Ya sea como consecuencia de un sistemático trabajo de décadas, un momento de singular lucidez o un accidente oportuno. Aquella coincidencia entre lo discernido y la realidad, convierten al científico en el primero en leer el libro de la realidad, y aunque sea por un tiempo, ser el mensajero de la verdad.

En un inicio, los científicos armonizaban sus creencias con su práctica e intuían saberes intrínsecos en los fenómenos. Por ejemplo, el modelo original del universo de Kepler (1571-1630), colocaba a los planetas en órbitas coincidentes con los cinco poliedros platónicos, anidados uno dentro de otro y teniendo al sol como centro ¿Cómo podría ser de otra manera? Si Dios lo había creado todo, en todo debía prevalecer la simetría y el orden, la armonía y la métrica. Dios debía ser pues, el mayor matemático y el más grande artista.

De ahí viene que los científicos clásicos se hayan empeñado en escudriñar la naturaleza indagando por leyes que todo lo expliquen. Lo que aun ahora, algunos con mayor o menor éxito, aún hacen. De esto va esta serie: de los disfuerzos de algunos para descubrir aquellas leyes y entender el mundo.


Geoffrey West es un físico norteamericano que un buen día se preguntó: ¿por qué los hombres viven hasta cien años y no más?, ¿y por qué los perros apenas 15?, ¿por qué las ballenas llegan a pesar 200 toneladas? ¿y un colibrí solo 20 gramos? Sea dicho que West no respondió a todas sus preguntas, pero en el camino se tropezó con un hallazgo fascinante. Si uno alinea en una hipotética fila a todos los mamíferos desde el más pequeño al más grande y mide en cada uno: su tiempo de vida, su peso , su tasa metabólica, el peso de su corazón, su presión sanguínea, la longitud de la arteria aorta, y una infinidad de parámetros anatómicos y fisiológicos, un patrón aparece: cada vez que el animal duplica su peso, las variables medidas no se duplican sino que aumentan aproximadamente en un 75%, aunque para ello todo se hace un poco más lento. Esto no es obvio cuando uno compara a un perro que es dos veces el tamaño de un gato, pero sí cuando se coteja a un ratón con un elefante. El último es 15000 veces más grande que el primero, pero "vive" mucho más lenta y eficientemente, es decir, los latidos de su corazón, la velocidad de su digestión y su mero movimiento son más parsimoniosos, pero a cambio, su tiempo de vida es considerablemente mayor.

Bueno y ¿para qué sirve esto además de ser una simpática anécdota de sobremesa? West descubrió que la razón de esta ganancia en eficiencia radica en cómo se transfieren los nutrientes, la sangre o los impulsos nerviosos: a través de extensas redes que conectan cada célula de un cuerpo. Al aumentar el tamaño del animal, estas redes crecen también, pero en menor medida, haciéndose más eficientes y efectivas. Y ahora lo interesante: tales redes se observan también en otras formaciones complejas, como las aglomeraciones humanas. Así, al calcular el número de supermercados y de burócratas, o la longitud de las redes eléctricas y carreteras de una ciudad del doble del tamaño de otra, aquel patrón reaparecerá: 15 a 25% menor a lo esperado.

West y sus colegas del Santa Fe Institute, vislumbran que estas “leyes” puedan explicar también el tiempo de vida de las sociedades y ciudades, pero se han enfocado en algo más trivial pero más redituable: el tiempo de vida de las compañías. Sucede que estas, con independencia de su tamaño, número de empleados o capital, disminuyen sistemáticamente siguiendo una curva asintótica que se allana alrededor de los 50 años.

Las predicciones de West no se equivalen a las de las leyes físicas, pero a su favor hay que decir que no lidian con absolutos naturales sino con constructos sociales, que son enormemente complejos e impredecibles. Pero su sola formulación se atreve a situaciones antes solo vistas en la ciencia ficción, como en Fundación, la epónima trilogía de Isaac Asimov que previó la predicción del futuro de las civilizaciones a través de la matemática. Nada menos.

#62 Más humanos, menos humanos (31.08.23)

Por Daniel Callo-Concha

Como a muchos, desde hace algunos años me sorprende más y más ver a más gente relacionarse más intensamente con sus animales de compañía. Acompañando a sus orgullosos amos, perros y gatos son ubicuos en calles y parques, luciendo cortes y trajecitos en malls y aeropuertos, y empujados en cochecitos de vacaciones en el campo y la playa.

Los extendidos gestos de amor que amos profesan a sus mascotas son justificados. Hay evidencia que los animales suscitan cariño naturalmente y lo retribuyen con creces, lo que causa gran provecho espiritual y físico a sus propietarios. Resumidos en el llamado “efecto mascota” estos abarcan beneficios en el sistema cardio-respiratorio, la prevención de alergias, la presión sanguínea, depresión, obesidad, etc. Este apego tiene también otros efectos subsecuentes: en 2019, una encuesta a casi 10 000 propietarios de mascotas Alemania, España, Francia, Reino Unido y Polonia, dio a conocer que 88% de ellos equiparan la muerte de sus animales a la de una persona cercana. 

El incremento en la estima por las mascotas no es solamente cualitativo, sino también cuantitativo. Se calcula que alrededor de la mitad de los hogares en el mundo cuenta con una mascota, y los números tienden a crecer. Las causas de este aumento son principalmente tres: el crecimiento de las clases medias, generalizado en casi todo el mundo; el apego por los animales por los millenials y la generación Z (los nacidos entre 1980 – 1995 - 2010); y la última, el empujón dado por la pandemia de COVID 19, que además desató una epidemia de soledad.

Si hay que buscar una razón para este aluvión de sensibilidad hacia los animales, la palabra clave es seres sintientes, y al caso, hay un hito que vale la pena recordar: en 2012 como colofón a una conferencia científica del tema, se emitió la Declaración de Cambridge de la Consciencia, que concluyó que: (…) el peso de la evidencia indica que los humanos no somos los únicos en poseer la base neurológica que da lugar a la consciencia. Los animales no humanos, incluyendo a todos los mamíferos y aves, y otras muchas criaturas (…), también poseen estos sustratos neurológicos. Aunque el sentido común y la globalización han diseminado abrumadoramente el trato digno de las mascotas, es esta argumentación científica la que apuntala los cambios legales e institucionales necesarios para satisfacer estos nuevos umbrales de lo socialmente aceptable, y al final lo que garantice su permanencia. 

Aunque no toma mucho darse cuenta que los perros y gatos, y el consenso alrededor de ellos forman apenas la punta del iceberg. El ganado, los animales de laboratorio usados en experimentación, los mantenidos en cautiverio para ser exhibidos o participar de espectáculos, o aquellos retenidos para ser cazados, y un largo etcétera, conforman la lista de seres sintientes cuyo dolor y sufrimiento transgredimos regularmente. Y en consecuencia son el foco de atención de movimientos por los derechos de los animales, contra el maltrato animal, abolicionistas, veganos y especistas.

Las mascotas, sin embargo, suelen estar en el ojo público, y a veces por razones poco halagüeñas: en mayo pasado una feligresa se aproximó al papa Francisco para pedirle que “bendijese a su bebé”, quien que al acercarse se dio cuenta que se trataba de un cachorro; hace poco dos familias indonesias casaron a sus perros siberianos en una boda tradicional que costó 13 500 dólares. Pero si estos son ejemplos de extravagancia, es también cierto que los gastos en mascotas son considerables. Los gastos regulares, se estima, suman más de 200 mil millones de dólares y tienden a crecer en 5% cada año, lo que algunos acusan de dispendio: ropa, coches, muebles, vacaciones, spas, joyas, etc. 

Como en varios otros asuntos, en este no hay una línea roja. Pero creo que en el hecho de que a unos les irrite la palabra perrhijo, a otros les indigne comer pulpo y a algunos les enerven los festivales taurinos, se husmea un viento de cambio, uno que nos hace más humanos; aunque cabe la paradoja que algunos excesos nos hagan también menos, menos humanos.

#61 NO ser cool y científico: Henry Kissinger (20.07.23)

Por Daniel Callo-Concha

Esta no es una hagiografía.

Hace diez años, la universidad donde trabajaba anunció la instalación de la Cátedra Henry Kissinger en Gobernanza y Seguridad Internacional. La noticia desató un aluvión de expresiones de repudio y manifestaciones estudiantiles. La crítica era esencialmente moral: que destinar dinero federal a ennoblecer un personaje responsable de abusos de estado, quiebres democráticos y hasta genocidio, era inaceptable. Pero como suele pasar, poco a poco el asunto perdió brío, alguien asumió el profesorado y se empeñó en no llamar la atención por un tiempo, y de a pocos la catedra se convirtió en una más. Entonces tenía una opinión que todavía mantengo, y aprovecharé esta ocasión para hacerla pública, aunque puede que me cueste algunas desavenencias. 

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Heinz Kissinger nació en Fürth, una ciudad al sur de Alemania, hace exactamente 100 años. Como miembro de la comunidad judía ortodoxa, el ascenso de los nazis al poder fue un evento trágico y su familia emigró obligada a los Estados Unidos en 1938. Con el estallido de la segunda guerra mundial, Kissinger se alistó en el ejército norteamericano, donde sus origen alemán y capacidades analíticas le elevaron a la unidad de contrainteligencia. De vuelta, ingresó a Harvard, donde se doctoró en 1954 en ciencia política, filosofía e historia. Entre tanto, descubrió un raro talento que le permitía desenvolverse tanto en la academia como en la política real: dirigiendo seminarios y escribiendo monografías científicas, a la vez que asesoraba grupos de interés y aconsejaba al gobierno. Hasta se dice que intentó ser espía.

En 1969, Kissinger alcanzó el cenit de su carrera al ser nombrado consejero de seguridad nacional del gobierno de Richard Nixon, posición que mantuvo en la administración de Gerald Ford, y solo dejó en 1977. Fue entonces cuando dejó su impronta en la historia contemporánea con el restablecimiento de relaciones entre los Estados Unidos y la China comunista, la conclusión de la guerra de Vietnam y la resolución de guerra de los seis días. Y en un tono más obscuro, por las intromisiones políticas que instigó en países y territorios, como Argentina, Bangladesh, Chile, Chipre, Sahara Occidental, Timor Oriental o Zaire, con el ubicuo pretexto de cautelar la seguridad de su país. Las cuales, especialistas, críticos y hasta no críticos, han etiquetado como crímenes contra las leyes nacionales e internacional, crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad.

En este sinuoso recorrido, Kissinger ha elaborado teoría y doctrina, y lo ha hecho al estilo del viejo académico que también es: apilando media docena de volúmenes de 500 páginas, donde con exquisita erudición desmenuza la historia del poder, las fuerzas que lo definen y los patrones a los que obedece. Trátese de la Europa pre Napoleónica, la China milenaria o las relaciones trasatlánticas, el análisis de Kissinger contribuyó a apuntalar conceptos como el orden mundial y el balance de poderes, determinantes para navegar los tiempos de la guerra fría, constantemente amenazados por la conflagración nuclear. Y aquí reitero lo extraordinario del caso, que a diferencia de otros científicos sociales que teorizaban desde escritorios y bibliotecas, Kissinger lo hacía también despachando con líderes mundiales y sentado en la mesa de negociaciones.

Tras la caída del bloque socialista, y el asentamiento de un mundo monopolar dominado por los Estados Unidos, las ideas de Kissinger se archivaron discretamente. Pero en febrero del año pasado, con la invasión rusa a Ucrania y el inevitable ascenso de China a condición de superpotencia, teóricos y políticos han vuelto los ojos al viejo diplomático: apenas la semana pasada Xi Jinping, le ha recibido y honrado, y expresado su añoranza por la diplomacia de viejo cuño…

Edgar Allan Poe termina uno de sus cuentos más celebrados, reflexionando: “monstrum horrendum, el hombre de genio carente de principios”. Es tan cierto que Henry Kissinger debería juzgársele en la Corte Internacional como tantos reclaman, como que su Realpolitik (académicamente y de hecho) han sido determinantes en la historia de la postguerra. Lo que es prueba fehaciente de que uno puede ser científico y definitivamente ser nada cool.

20.07.23

Ps. He decidido institucionalizar una pausa veraniega, justificada con la misma e inmejorable excusa: tiempo de familia. Durará seis semanas.

#60 La "maldición" de Malthus (06.07.23)

Por Daniel Callo-Concha

En noviembre del año pasado se estimó que la población mundial había alcanzado los 8 mil millones de personas. Una cifra altísima, especialmente cuando se la contextualiza: a inicios del siglo XX éramos 2 mil millones, para 1960, 3 mil millones y en 1974, 4 mil millones; y más, cuando se tiene en mente que, hasta mediados del siglo pasado, cada mujer criaba de 5 a 7 hijos, y ahora el promedio apenas llega a 2,3. 

¿Cómo se condicen estas dos historias? Ahora se los cuento. 

Hace poco más de 200 años, un clérigo inglés llamado Thomas Malthus notó la tendencia natural de las personas y las sociedades a multiplicarse y crecer. Observó, que esto traía prosperidad al inicio, pero a la larga desencadenaba escasez. Así, Malthus profetizó sombríamente que mientras la población crece geométricamente, la producción de alimentos lo hace aritméticamente, lo que indefectiblemente traería el desastre en forma de hambre, enfermedad y guerra. Malthus no podía prever que apenas medio siglo después emergería la revolución industrial, y un siglo más tarde las revoluciones tecnológicas y la globalización, que de varias e intrincadas formas le pusieron paños fríos a su “maldición”.

La población ha ido creciendo, sí. Pero lo ha hecho de manera desigual. Después de un hipo tras la segunda guerra mundial la natalidad en los países ricos bajó. Las razones son varias y coloridas, pero se resumen en dos: los progenitores optaron por calidad en lugar de cantidad, y la arrolladora autodeterminación de las mujeres. De tal modo, en las últimas décadas del siglo XX, el índice de fertilidad de norteamericanos, europeos, soviéticos, australianos y japoneses se desplomó por debajo de 2,1, valor que corresponde a la llamada tasa de reemplazo, su valor mínimo para mantener una población constante. En este siglo, más y más países y territorios, no solamente ricos sino de ingresos medios y hasta bajos, descienden bajo este umbral: en el 2010 eran 98, ahora suman 124 y en 2030 se estima que serán 136, entre los que ya se cuentan a los colosos demográficos China e India. ¿Y cómo vamos por casa? En América Latina, sólo Honduras, Guatemala, Panamá, Paraguay y Bolivia mantienen natalidades firmemente por encima de las tasas de reemplazo, los demás países están a punto de trasponerla.

Y es que la fertilidad ha resultado ser un indicador social extremadamente sensible y sesgado. Las personas encontramos un sinnúmero de razones para no tener o dejar de tener hijos, y una vez que este proceso se inicia es muy difícil revertirlo. 

A los economistas esto les preocupa un montón, porque todavía no han inventado la forma de mantener la economía sin crecer -y esta es una discusión aparte-. En suma, creen que menos personas significan una inevitable contracción en la economía: menos producción, menos consumo, menos GDP, menos creatividad, … ya entienden la idea; y en el mediano plazo, un déficit en las aportaciones de los trabajadores, necesarias para el pago de las pensiones de los jubilados.

¿Qué hacer? Como se dijo arriba, los europeos están lidiando con el asunto desde hace algún tiempo y han implementado medidas con más y menos éxito: subsidios, licencias de maternidad/paternidad, guarderías, y sobre todo, equilibrar la cancha en favor de las mujeres. Pero dado que todo esto es insuficiente, la inmigración continúa siendo el elefante en la habitación.

Mientras tanto una treintena de países africanos, aquejados por catástrofes climáticas, guerra y llanas crisis económicas, dependen de programas internacionales para alimentar a sus poblaciones. El índice de fertilidad promedio de la región es de 4,67.

Parece, aunque de un modo retorcido, que al final no nos hemos librado de la “maldición” de Malthus.

#59 Un solo mal (22.06.23)

Por Daniel Callo-Concha

Entre sus muchos destellos, la ilustración destruyó un anatema que había aquejado a prácticamente todas las civilizaciones: que los hombres no somos iguales. Y lo hizo también de un modo práctico, a través del enciclopedismo.

(Y aquí es pertinente una nota: hasta entonces, si bien los privilegios eran fundamentalmente heredados, -como en las emblemáticas monarquías-, en la práctica, la administración de las sociedades descansaba sobre grupos formados ex profeso: una clase gestora educada a propósito para ello. Y era precisamente esto lo que permitía la sumisión de la mayoría: la distribución piramidal del conocimiento).

El enciclopedismo pues, no sólo quería compendiar el conocimiento, sino hacerlo accesible y llevarlo a todos, y prácticamente, quebrar uno de los fundamentos del privilegio. Desde entonces, la educación ha servido a los pobres como argumento de movilidad social, a las minorías como factor igualatorio, y a los países como cimiento de desarrollo.

En tal camino, durante el siglo XX, la educación se convirtió en un derecho inalienable, y los gobiernos asumido como deber su promoción, y a la luz de lo visto con gran éxito. Pero en el siglo XXI, se da un fenómeno sorprendente: el fomento de la ignorancia adrede.

La paradoja es obvia. Cómo es posible, cuando casi todo el conocimiento humano está literalmente al alcance de nuestros dedos, ¿que la negación al conocimiento o su tergiversación encuentren adeptos? La respuesta es doble: el entusiasta activismo de algunos y su propagación a través del internet. Comenzando por excéntricos librepensadores, pasando por fundamentalistas religiosos, y terminando con políticos inescrupulosos, se proponen ideas descabelladas, que luego arraigan en la gente común y corriente.

Veamos. En Omán, Argelia, Marruecos, Túnez, Jordán, Egipto, Arabia Saudita, Turquía, el sur de los Estados Unidos y Corea del Norte se discute, o de plano, se prohíbe enseñar evolución en las escuelas. Pero mientras en las primeras la razón es principalmente religiosa, en las últimas hay un componente muy pragmático: el voto se asocia a la creencia. Así que hacer campaña en contra de medidas de salud pública, sostenibilidad energética, o frenar de la deforestación, no se basa en cuestionar la evidencia, sino en la ventaja política que otorguen. Una voltereta semiótica ha transformado decir que “el hombre fue creado” en lema electoral. Peor todavía, hay quienes persiguen a maestros, científicos y divulgadores, etiquetándoles de promotores de la dominación por el conocimiento ¿Alguien dijo Galileo?

Pero este fenómeno no es exclusivo de ciertas sociedades y enclaves. Gallup, la reputada agencia encuestadora, reportó un estudio para el 2019 donde 8% de los entrevistados creían que la tierra era plana, 9% que el hombre no había llegado a la luna y 15% que las vacunas eran dañinas para la salud. Los datos corresponden a Bulgaria, un país bastante promedio en el concierto internacional. Lo que invita a fijarse en nuestra vecindad: en Brasil, hasta hace poco, se censuraba, amenazaba y hasta atacaba a quienes criticaban los enunciados y políticas anti-ciencia y anti-educación del gobierno. Hubo casos de acoso, marginación, agresión física y hasta amenazas de muerte.

Pero al margen del tradicional “echarle la culpa” al gobierno, la escuela, los maestros, etc., en esto, no podemos eludir responsabilidad. Como se dijo arriba, hoy, nuestro alcance al conocimiento no tiene precedentes, y descubrir, esclarecer y profundizar en el no puede ser más asequible y simple. Tan simple como la elegir los próximos 10 minutos entre Tiktok y Wikipedia.

#58 El factor guácala (08.06.23)

Por Daniel Callo-Concha

La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), es la entidad multinacional de mayor autoridad en el tema. Los ajustes en su portafolio científico para aumentar la producción de alimentos y prevenir el hambre y la malnutrición, suelen ser bienvenidos y considerados referentes en las regiones y países sin distinción. Pero su más reciente esfuerzo confronta un escollo especialmente difícil. 

Desde el 2003 FAO se ha embarcado en promover el consumo de insectos, y lo ha hecho apilando argumentos irrebatibles: los insectos tienen un alto contenido de proteína y aminoácidos esenciales; en su producción, el índice de conversión alimenticia (diferencia entre los volúmenes de alimento invertidos y el generado) es superior a cualquier otro producto animal, y la generación de gases de efecto de invernadero es la mínima, además que el conocimiento e infraestructura requeridas para su crianza es relativamente simple. Universidades, compañías privadas e iniciativas de todo tipo se han embarcado en desarrollar conocimiento, producir tecnologías y avizorar productos. Pero su difusión y aceptación suelen toparse con un férreo limitante: el factor asco, el factor guácala (yuck factor en inglés).

Su nombre formal es “sabiduría de la repugnancia”, y alude a una reacción negativa no basada en argumentos identificables, sino más bien intuitivos. Quienes propugnan el concepto, bioeticistas como Leon Kass afirman que “la repugnancia es la expresión emocional de una sabiduría profunda”, y listan los casi universales rechazos a la coprofagia, el canibalismo o el incesto, para ejemplificarlo. Puesto así, es difícil no consentir con el aparente sentido común del factor asco, pues la mayoría observamos en nosotros mismos algunos rechazos viscerales que no sabemos explicar. 

Pero su coherencia se desmorona al examinar más ejemplos. Ahí aparecen la clonación, el aborto, el uso de drogas y, más recientemente, las sexualidades alternativas. Está claro que estos provocan revulsión en algunas personas, pero tanto como esto ocurre, a algunas no les inspira nada y a otras les evoca simpatía. 

Al caso, hagamos un experimento mental: la mayoría haría una mueca de disgusto sí se le preguntase por su disposición a usar el agua de la alcantarilla ¿no es cierto? Pero sucede que el 11 por ciento de la gente lo hace regularmente. La tecnología está extendida en sitios donde el agua es escasa y está de más enumerar sus beneficios ambientales.  Y volviendo al caso de los insectos, los científicos de FAO han estimado que dos mil millones de personas los consumen regularmente, lo que es alrededor de una cuarta parte de la población planetaria. Probablemente mucho más de quienes comen pulpo y beben whiskey…

Así pues, el factor guácala como argumento filosófico y ético es falaz, y si ocurre, se debe contextualizar cultural y socialmente, y considerársele como nada más que eso: un factor entre muchos. 

En tal situación, ¿por qué dedicar una columna a un concepto marginal y pseudo científico?

Nuestra historia reciente está plagada de tabúes y ascos superados, tales como el divorcio, las relaciones interraciales o la fertilización in vitro, cuyos condicionamientos no han hecho más que posponer nuestro bienestar y felicidad. El futuro (si no ya el presente) nos ha de confrontar con decisiones similares. Como mis favoritas: la carne de laboratorio y el trasplante de heces, cuyos beneficios son tan abrumadores, que sería necio resistirse por un ilusorio sentido común estomacal.

PD. Gracias a mis colegas M. Shumo y J. Dürr, por la inspiración.

#57 En busca de finales felices (25.05.23)

de finales felices (25.05.23)

Por Daniel Callo-Concha

En octubre del 2022 el 12% de la superficie de Pakistán se había inundado, lo que equivale a toda Guatemala. En Australia, entre 2019 y 2020, un área boscosa equivalente a la superficie de Uruguay se había quemado. Al ritmo que llevamos, para el 2100 más del 80% de los glaciares entre Ecuador, Perú, Bolivia y Chile se habrán derretido. Y con los ritmos de deforestación que la Amazonía afronta, se cree que su conversión en una sabana acaba de iniciarse.

En los tiempos que vivimos escuchar las noticias puede ser descorazonador. Regularmente nos enteramos de catástrofes ambientales, umbrales traspasados o algún nuevo efecto del cambio climático. La interpretación suele ser la misma: son consecuencia directa o indirecta de nuestras actividades en el entorno. Lo que sigue, es el reclamo de activistas por cambio en los modelos políticos y económicos, y al final, una demanda por comportamientos más ambientalmente amigables, dirigida a cada uno de nosotros. Esta claro que esto no tiene efecto. Tras unos instantes de aprensión, la mayoría de nosotros retoma conductas estándar y hasta las reafirma. Los psicólogos llaman sesgo de normalidad, o figurativamente, efecto avestruz, a aquel por el que, al confrontar una situación existencial, nuestra mente opta por distraerse en lo trivial para no ver su gravedad. El tiempo ha añadido un heurístico a este sesgo: la confirmación de que las amenazas a las que nos enfrentamos son tan arrolladoras, que las medidas que hemos tomado para prevenirlas o revertirlas no tienen efecto. O dicho de otro modo, no somos capaces de cambiarlas, o más simple aun, no hay finales felices.

Pero tal vez si los hay, y aquí me he propuesto citar un par:

En los 1970s varios científicos midieron que la concentración atmosférica de ozono, una variante alotrópica del oxígeno clave para filtrar los rayos solares, estaba disminuyendo. Poco después, se correlacionó tal mengua con el aumento de la concentración en el aire de los gases clorofluorocarbonados (CFCs), ampliamente utilizados en la industria. Para mediados de los 1980s un agujero de ozono había aparecido en el polo sur e iba creciendo. Se predecía que con la reducción del ozono atmosférico la exposición a los rayos ultravioleta detonaría una crisis sanitaria y ecológica, y se aguardaba una explosión en el cáncer de piel como su efecto más mediato. Entre 1987 y 1989 se acordó y sancionó el Protocolo de Montreal, por el que los países firmantes (prácticamente todos), se comprometieron a disminuir la producción comercial de CFCs. Cosa que hicieron. A mediados de 1990 la disminución en el ozono del aire se detuvo y aumentó para el 2000, y se calcula que para 2050 se habrá recobrado del todo.

¿Otro? Es bien conocido que los bosques son fuentes primarias de bienes y riqueza, y que la masiva deforestación en Sudamérica, África Central y el Sureste de Asia, obedece a ello. Sus efectos son devastadores. Entre los más visibles, la pérdida de la biodiversidad y la alteración de los ciclos biogeoquímicos ¿Cómo detener la deforestación? A diferencia del caso de ozono, en este no hay “bala de plata”. Lo que funciona es simple: no cortar y plantar árboles. Lo que se dice fácil, pero no lo es, pues los esfuerzos, especialmente en el sur global, han sido poco fructíferos. Sin embargo, hay algunos países que han logrado parar y hasta revertir la deforestación. El caso más notable China, que entre 1990 y 2015 ha cubierto de bosque 800 000 ha, un área equiparable a la de Chile, y lo ha hecho a través de políticas “voluntarias”. A tal ritmo, el gobierno chino espera que para el 2035 más de una cuarta parte de su país sea bosque, ahora lo es el 22%. China es el tercer país más grande, y su área equivale a la de toda Europa.

Los anteriores son ejemplos abrumadores de vuelta en U. Aunque tienen sus notas al pie: la substitución de CFCs fue posible porque existían alternativas a ella y el cambio no supuso una pérdida financiera; y en forestación, el modelo de gobernanza chino se basa en edictos del tipo: que toda persona mayor a 11 años plante un árbol por año… Bueno, yo ofrecí finales felices, y aunque las constelaciones para alcanzarlos no son ni fáciles ni universales. Pero el saber que los hay debería servirnos de acicate. 

#56 Tal versión de la historia (11.05.23)

Por Daniel Callo-Concha

Estaba escribiendo otra cosa para esta semana, pero lo ocurrido por el aniversario del fin de la segunda guerra mundial, además de haberme  confundido primero y después provocado una sonrisa, me ha dado la ocasión de comentar un viejo silogismo: lo iluso de equiparar la historia con la verdad.

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Hay un par de citas que le van bien a esta columna. La primera reza: "La historia la escriben los vencedores"; y la segunda que "La historia antes no cambiaba tanto". Es lo hiperbólico lo que hace simpáticas a estas sentencias, pues exagerando subrayan las verdades que encierran.

Un chequeo rápido de algunos eventos históricos las ratifica: quién nos contó que pasó durante ¿la “conquista” de América?, ¿el reparto de África? o ¿la guerra del Opio? Ciertamente fueron los cronistas hispanos e hispanistas, los académicos europeos, y los realistas británicos. Y tiempo después, a medida que los “perdedores” americanos, africanos y chinos se alzaban, aquellas narraciones se han ido contestando y de a pocos surgiendo otras, igual o menos parciales, pero ciertamente diferentes.

Es así como terminamos con versiones de la historia, las que aun coincidiendo en los hechos, en buena medida los interpretan por lo general favoreciendo a una parte. Lo que es bastante conveniente, pues al fin y al cabo, sino para qué serviría el pasado, ¿sino para construir las naciones presentes?

Al caso, el pasado 9 de mayo se recordó el 78 aniversario de la capitulación de Alemania en la segunda Guerra Mundial. Lo que ha dejado un ejemplo paradigmático de lo que acabo de exponer. 

La Sra. Karine Jean-Pierre, secretaria de prensa de la Casa Blanca dijo lo siguiente: “Esta semana se celebra (…) [el] final de la Segunda Guerra Mundial en Europa y la victoria de Estados Unidos y las fuerzas aliadas sobre el fascismo y la agresión en el continente”. Horas más o menos, el Sr. Vladimir Putin, dirigiéndose una multitud congregada en la Plaza Roja para celebrar el Día de la Victoria (rusa, claro está), afirmó: “Los saludo a todos hoy para conmemorar el día de nuestra gran victoria. [y recordar a los] que dieron su vida por nuestro país en la lucha contra el nazismo.” Un día antes, y algunos cientos de kilómetros al oeste, en Kiev, el Sr. Volodímir Zelenski, discursó: “Recordando el heroísmo de millones de ucranianos en esa guerra contra el nazismo, vemos el mismo heroísmo en las acciones de nuestros soldados ahora, los descendientes de aquellos que aseguraron la victoria, la rendición del nazismo (…)”. 

Decidí no hurgar más en los discursos de la fecha sospechando lo que me encontraría: que todos habían ganado la guerra. Así que ante la obvia hipótesis de que los perdedores fueron los alemanes, le pregunté a una si así lo creía. Para mi sorpresa, me dijo, con una sonrisa sarcástica, que los alemanes también celebran la victoria contra los nazis. Una suerte de liberación, de independencia.

Ya es gracioso que ante un evento tan documentado y ocurrido hace apenas 80 años, cada quien se atribuya un papel estelar, y paradójico también, que el anti nazismo se haya convertido en emblema para todas las contrapartes, aunque no paren de acusarse entre sí de fascistas.

Ya da curiosidad cómo se leerán en algunos decenios nuestros conflictos. Especialmente aquellos salpimentados con términos como fascista, comunista, animalista, ambientalista, feminista, fundamentalista y un largo, largo etcétera. 

#55 El límite de la cautela (27.04.23)

Por Daniel Callo-Concha

Especialmente desde la guerra fría, una buena parte de las decisiones políticas (nacionales y multilaterales) desembocan en posiciones encontradas. Por ejemplo, en la abolición de la pena de muerte, la limitación en las emisiones de gases de efecto de invernadero o la proliferación de armas nucleares, cada país elige en función de sus intereses coyunturales. Pero a veces las cuestiones requieren de acuerdos y son especialmente intrincadas y urgentes. Para estas situaciones, los juristas inventaron la moratoria, que es el acuerdo para mantener el status quo y posponer la decisión para más adelante.

La ciencia le ha añadido a la moratoria una adenda peculiar: aplicándola a disciplinas y tecnologías cuyo uso pudiera desencadenar efectos y riesgos aún no determinados. La geoingeniería (el ajuste del balance climático a gran escala), la minería en el fondo del mar (extracción de minerales del lecho marino) o el fracking (inyección de líquidos en el subsuelo para forzar salidas de gas), son ejemplos donde la complejidad del fenómeno y lo intrusivo de la tecnología, crean incertidumbres que parece preferible prevenir. Otras moratorias se basan en cuestiones morales, como las que han llevado a prohibir la producción de quimeras (combinación de especies distintas), la utilización de chimpancés en ensayos de laboratorio, la experimentación con embriones humanos o tejidos fetales, y la clonación humana. 

Por lo general las moratorias son demandadas por grupos variados que suelen incluir científicos, pero últimamente se ha dado una variante insólita: que los especialistas en aquellos temas mismos la soliciten. En el 2019, un consorcio de científicos de alto nivel especializados en la tecnología CRISPR, que posibilita la edición genética y en el 2020 le otorgó el premio Nobel a dos de sus creadoras; propusieron una moratoria en investigación en la misma. La causa fue el temor y la sospecha de su aplicación para manipular los ADN de embriones humanos a fin de prevenir enfermedades congénitas, como la distrofia muscular, o aumentar la resistencia a males como el HIV.

En las últimas semanas una situación similar ha remecido la opinión pública: el pedido de moratoria por seis meses a la investigación en inteligencia artificial a gran escala. El contexto ha sido obvio, el lanzamiento a fines del 2022 de Chat GPT y poco después de una generación de competidores como Bard o Bing Chat, que son interfaces de los llamados modelos de lenguaje generativo, que en simple, son programas capaces de ensamblar textos (al caso, cualquier tipo de datos) con sentido a partir de instrucciones básicas. Un renglón del pedido encapsula su espíritu, destacando que sin el control adecuado, la evolución de tales tecnologías podría automatizar y quitarnos trabajos (…) y eventualmente superarnos en número e inteligencia, hacernos obsoletos y reemplazarnos. Nada menos.

Lo que todos hemos visto es la adopción meteórica de estas tecnologías, lo que ha iluminado a algunos y espantado a otros. Pero detrás de ello está lo prospectivo: estos modelos “aprenden” recursivamente y se hacen mejores cada vez en función al número de interacciones en las que intervienen y a la información a la que acceden. En marzo, el gobierno italiano prohibió que se les alimentara con datos de usuarios reales, previendo posibilidades de suplantación; también se les ha acusado de facilitar y potenciar la desinformación y el hacking, los que devendrían en más eficientes y masivos; y claro, la llana eventualidad de substituir humanos para producir textos, guiones o canciones, y más allá, crear pinturas, música o programas informáticos; y todavía más allá, concebir decisiones personales, familiares, administrativas o estratégicas. 

Los chabots son la punta del iceberg de esta última oleada de inteligencia artificial y las divergencias al respecto sean tal vez relativas y circunscritas a los sesgos de los críticos. Mas, como en los casos anteriores de moratoria, el riesgo real no está en lo que se ve, sino en lo que no se ve. Con un par de añadidos clave: la inteligencia artificial está casi enteramente en manos del sector privado, que se guía por el beneficio de corto plazo y donde la competencia es feroz; y por sus características intrínsecas, lo que podrá hacer estará siempre por delante de la regulación. Los que creo, son ingredientes para un descalabro anunciado. 

#54 Nombres latinos (13.04.23)

1720 los padres del adolescente Carlos Linneo recibían reportes escolares del tipo: no esperen mucho del muchacho, pues los estudios no son lo suyo. Más bien, resaltaban una curiosa extravagancia. El joven no perdía ocasión de ir al campo a observar y colectar plantas, aun a costa de perder algunas lecciones.

Linneo no fracasó académicamente. Al contrario, estudió medicina, fue rector de la facultad en Upsala y llegó a ser el médico del rey. Pero su celebridad no proviene de ello, sino de lo que ocupaba sus ratos libres: la botánica sistemática. Linneo sigue siendo, tres siglos después, el científico sueco más querido y eminente. 

Llamado padre de la taxonomía, a él le debemos el sistema de clasificación y nominación de plantas y animales. Hasta entonces se había utilizado variantes del sistema polinomial, donde los científicos bautizaban a los seres vivos enumerando las cualidades que distinguían cada especie en hileras de varios adjetivos. Lo que resultaba poco práctico y era ciertamente, arbitrario. Linneo concibió un sistema jerárquico en el que cada especie se afiliaba a un grupo con el que compartía alguna similitud evidente (originalmente, la estructura de las flores), y este grupo a su vez a otro mayor, y así sucesivamente hasta alcanzar una categoría en la que todos tienen algo en común. De tal forma, la nominación de cada planta sólo requeriría de dos partículas para ser distinguida: el género y la especie, por lo que se le llamó nada creativamente, sistema binomial. Además, y de acuerdo a los cánones de entonces, los nombres debían ser latinos o latinizados, es decir en el idioma latín, y escribirse en cursiva.

Progresivamente el sistema binomial fue asumido por la comunidad botánica y poco después adoptado por los zoólogos, y con ello nuestra especie fue por primera vez bautizada científicamente. Linneo creó el género Homo, y no dudó en incluir junto al hombre a otros primates, lo que predeciblemente le trajo algunas desavenencias.

Acortando la historia, la taxonomía de Linneo se ha hecho universal y es más utilizada que nunca. Se calcula que cada año se descubren alrededor de 15 000 nuevas especies. Lo que ha dado lugar a un simpático problema: darles nombres únicos. Interesantemente, sus descubridores o identificadores tienen libertad absoluta para hacerlo, la que usan, por ejemplo, para homenajear un país o un continente, como Rupicola peruvianus (que es un ave) o Persea americana (la palta o aguacate); o celebrar a un personaje Potanthus confucius (una mariposa), Leonardo davincii (una polilla) o Anophthalmus hitleri (una cucaracha).  Otros son metafóricos, como Chaos chaos (un protozoario), algunos melódicos, como Mus musculus (el ratón) y unos poéticos, como Musa paradisiaca (el plátano). 

Mas, con el pasar del tiempo las elecciones se han hecho más, digamos, democráticas, como con Abba castanheira (una araña), Acrotaphus jackiechani (una avispa), Anaphes maradonae (una mosca),  Grouvellinus leonardodicaprioi (una cucaracha), Craspedotropis gretathunbergaeun (un caracol), o Magnolia lopezobradorii  (una magnolia). Y hay casos, donde sus autores, simplemente, se la pasaron bien haciéndolo, como los entomólogos Terry Erwin, quien descubrió el género Agra, y vaya que se divirtió designando a las especies: Agra cadabra, Agra phobia o Agra vation; o Arnold Menke, quien llamó nada menos que Aha ha a una avispa, y el -seguramente- simpático Stanisław Błeszyński, que no tuvo mejor idea que bautizar a otra avispa como La cucaracha.

Imagino que a estas alturas algunos ya se lo habrán pensado. Y la respuesta es sí. Es posible que uno le dé nombre a una especie. Nomás hay que tocar la puerta correcta, desembolsar algo de dinero, y eso sí, ser terriblemente creativo.

#53 El efecto mariposa (30.03.23)

Por Daniel Callo-Concha

El efecto mariposa se ha popularizado por aquel adagio que dice que “el aleteo de una mariposa puede causar un huracán al otro lado del mundo”. Pero en su origen, la metáfora apenas se reconoce. E. Lorenz, el creador de la teoría del caos, bautizó así al fenómeno por el que, al cambiar mínimamente las condiciones iniciales de un sistema, su comportamiento se vuelve caótico y diverge enormemente del esperado.

Pero como ocurre a menudo en la ciencia, tal efecto se reconoce en numerosas disciplinas, y a veces con gran dramatismo: la posición de un electrón en mecánica cuántica, una experiencia traumática en psicología, o eventos puntuales en la historia, desencadenan efectos impredecibles en tiempos y escalas descomunales. Como el que a grandes rasgos voy a recapitular ahora.

Hace exactamente 20 años (el 20 de marzo de 2003), una coalición liderada por los Estados Unidos inició una guerra contra Irak. El Sr. Bush, entonces presidente norteamericano, justificó la invasión arguyendo que el régimen del Sr. Sadam Hussein formaba parte del ‘eje del mal’, y contaba con armas de destrucción masiva con las que amenazaba la seguridad regional. Aunque era por todos conocido, que se trataba de una respuesta al atentado del 11 de septiembre del 2001, perpetrado por los fundamentalistas islámicos de al-Qaeda, quienes se creía eran apoyados por el régimen iraquí. La incursión involucró a 30 aliados, mayoritariamente europeos, y la oposición en bloque de los países de medio oriente. El gobierno iraquí cayó pocos meses después, pero numerosos grupos sectarios, milicianos y paramilitares le sucedieron, enfrascándose en atentados y guerrillas contra los invasores y entre sí, que con subidas y bajadas aún continúa. El saldo: entre medio y un millón de muertos, cinco millones de desplazados y tres billones de dólares en destrozos, entre lo más aparente.

Dar por concluida la guerra en el 2011 no significó una vuelta a la “normalidad” ni mucho menos. Para entonces la presencia militar en la región se había convertido tanto en una imposición imperial como una afrenta cultural y religiosa. La respuesta fue el surgimiento de grupos como Daesh o ISIS, una nueva facción yihadista llamada a establecer un Estado Islámico en el Levante. Esta radicalización que apela a contrafuertes religiosos y culturales para saldar inconformidades se ha extendido en la región. Los casos de Siria, Libia y Yemen, son tal vez los más funestos, donde se pasó de la protesta social a guerras civiles con tintes sectarios y religiosos, que no tardarían en internacionalizarse por intereses geopolíticos y transnacionales.

Pero los últimos capítulos de esta tragedia ya no ocurren en el Medio Oriente ni el Levante. Sino más al sur, en regiones tan lejanas y disímiles como África del oeste. Es ahora en países como Mali, Níger o Burkina Faso, célebres por la humildad y amabilidad de su gente, donde yihadistas, barones de la guerra y mercenarios, colisionan con los gobiernos nacionales y las ubicuas fuerzas de occidente; y claro, de paso emparedan a las poblaciones locales en el conflicto.

En la última semana, mi compañero de viaje y yo, nos hemos topado con policías armados con fusiles de asalto, vimos pasar rasantes helicópteros de guerra, y departimos tensamente con militares togoleses, franceses y rusos acampados en nuestro simpático hotel. Hasta bromeamos que la situación parece sacada de aquella escena de Casablanca. Pero el humor se acaba cuando recordamos que, a pocas decenas de kilómetros al norte, en La tierra de las personas justas (*), el conflicto se crecenta vía atentados, secuestros, y enconos entre gentes que por mil años habían vivido en paz.

Duele pensar que todo empezó hace 20 años con cierto aleteo de mariposa en la cabeza del Sr. Bush.

(*) Significado de Burkina Faso en las lenguas Mossi y Diula.

PS. Como casi siempre, agradezco a A.B. por sus aclaraciones historiográficas.

#52 Sobrepeso y medicación (16.03.23)

Por Daniel Callo-Concha

A fines del siglo XIX había 1500 millones de personas y sólo la mitad de quienes nacían llegaban a la adultez. Las causas principales de muerte eran enfermedades, violencia y el hambre. Gracias a las revoluciones tecnológicas en medicina y agricultura durante siglo XX la población alcanzó los 6 mil millones, pero aún entonces, el hambre persistía como el mayor problema alimentario. El siglo XXI trajo un cambio notable: ya no se trataba de un problema sino de tres, a la alimentación insuficiente, se sumaron la alimentación deficiente y la alimentación excesiva, siendo el último el más extendido. Impulsado por el agronegocio y la industria alimentaria, productos súper-procesados, apetecibles, pero no necesariamente nutritivos, han invadido mesas y cambiado hábitos alimentarios, y de paso, desatado una epidemia de sobrepeso.

En la actualidad, más de la mitad de las personas sufren de sobrepeso y obesidad (*). Estas condiciones están correlacionadas con la propensión a contraer enfermedades cardiovasculares, diabetes y algunos tipos de cáncer, que en buena parte del mundo son las principales causas de muerte; además de asociarse a enfermedades mentales y ser causa de estigmatización social. Debido a ello, los arquetipos de bienestar y salud se han reajustado, afianzando la idea de que una persona saludable debe ser delgada y esbelta, a lo que se abocan ingentes esfuerzos no sólo personales y comerciales, sino también científicos.

Así pues, la búsqueda del control bioquímico del sobrepeso es el santo grial de muchos laboratorios, pues además del ansiado bienestar, generaría cuantiosas ganancias. Al caso, acaban de lanzarse un par de drogas que parecen haberlo logrado: Semaglutide y Tirzepatide, son fármacos llamados del tipo GLP-1, capaces de emular, incentivar o bloquear ciertas funciones hormonales, que determinan, por ejemplo, la sensación de saciedad. Ensayos clínicos han reportado pérdidas de peso de hasta 15% en el primer caso, y de hasta 21% en el segundo. Resultados sólo comparables a los que se obtienen mediante cirugía. Como era de prever, la demanda de tales drogas está creciendo con rapidez especialmente en los países ricos, pero los altos precios del tratamiento, alrededor de 1000 US$ por mes y por periodos indeterminados, los hacen aun inalcanzables para la mayoría. Con todo y todo, el pronóstico de pingües ganancias se ve muy pero que muy prometedor.

Sin embargo, el fulgor de estos avances no debe ensombrecer otros, que nos ayudarán a entender mejor el asunto. Por ejemplo, se sabe que los patrones de acumulación de grasa están hasta en un 80% determinados por los genes y que una de cada tres personas diagnosticada con sobrepeso es metabólicamente saludable. Lo que significa que en estos casos perder peso no es fácil ni “natural”, y probablemente tampoco saludable. Además, es bien conocido que la ganancia de peso es otro caso de desadaptación evolutiva de nuestra especie a un ambiente que ha cambiado vertiginosamente. Nuestros cuerpos y psiques, con 200 000 años a cuestas, durante los cuales las calorías y nutrientes eran crónicamente escasos, no pueden sino reaccionar con avidez a su abundancia repentina, más aún cuando se les expone a alimentos diseñados para excitar el apetito y enmascarar la saciedad.

No creo que esta modesta columna cambie las decisiones alimentarias de quienes la lean, y menos que cambie la opinión de quienes estén pensando en la medicación como alternativa, claro, cuando no está justificada clínicamente. Pero me daré por satisfecho si la metáfora que sigue queda:será como ponerse un sombrero para protegerse en un día de lluvia. Puede que cubra un poco, puede que lo haga por un tiempo y puede que hasta se vea bien, pero indefectiblemente, uno terminará empapado.


(*) El sobrepeso y la obesidad, son ambos estimados a partir del índice de masa corporal (IMC), calculado a partir del peso del individuo con referencia a otros parámetros como la estatura, la edad o el sexo. Se estima que más del 39% de la población tiene sobrepeso y 13% obesidad.

#51 Ser cool y científico: Noam Chomsky (02.03.23)

Por Daniel Callo-Concha

La leyenda dice que Noam Chomsky es el intelectual vivo más citado del planeta, y que es imposible no tropezarse con él ya sea por las avenidas o los recovecos de las ciencias sociales: más de 160 libros con su firma dan cuenta de ello.

Acostumbrados a su sobriedad y autoridad decana, hay que recordar que Chomsky fue un joven inquieto e impaciente. Cuando adolescente se declaró anarquista y estuvo a punto de dejar la universidad nada menos que porque se aburría -estudiaba filosofía-. Por suerte, descubrió la lingüística teórica, que cautivado, aplicó para desentrañar la lengua de sus padres: el hebreo. Luego, trabajando independientemente y sin tomar curso alguno, se doctoró con una tesis en gramática transformacional, para poco después afiliarse al Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT en inglés) que ya no dejaría más. Hoy, con 94 años, el infatigable Chomsky continúa activo, fungiendo como profesor y científico, pero sobre todo como intelectual público.

Las contribuciones de Chomsky son tantas como diversas y reseñarlas demandaría un detalle imposible aquí. Así que mencionaré apenas tres, cada una considerada transformacional por derecho propio.

Su tesis sobre estructuras sintácticas revolucionó la ciencia lingüística, al proponer que el significado (semántica) y la estructura (sintáctica) operan independientemente, y su transformación en sus palabras no se aprende solamente, sino que ya preexiste parcialmente en el cerebro humano, lo que explica porque los niños aprenden a hablar como si tuvieran el lenguaje preinstalado. En filosofía, Chomsky aplicó el enfoque de la revolución cognitiva a la filosofía de la ciencia, del conocimiento y del lenguaje, afirmando la necesidad de integración de varias disciplinas para entender la realidad, relevando de modo vanguardista al positivismo científico e incluso a la filosofía del comportamiento. Como intelectual público, ya en los 80s, Chomsky había teorizado sobre los riesgos de la manipulación de los medios de comunicación al servicio del poder, más aun, expuso su uso en la guerra de Irak, y predijo que éste solo se masificaría. La fabricación del consentimiento, explicó, hará innecesario persuadir a alguien, pues este ya lo estará si la realidad a la que se le expone lo predispone a ello. Lo que bien describe el actuar de los medios de comunicación masivos y las tecnologías de redes sociales hoy en día.

Aunque cada una de estas contribuciones es ya de por sí única en su valor intelectual y humanista, la disensión política de Chomsky es su sello personal. Tenaz crítico de la política interior y exterior de su país, es autor de numerosos documentos e historiografías sobre las intervenciones de los Estados Unidos en terceros países, donde desmenuza los mecanismos utilizados para llevarlas a cabo, pero sobre todo, evidencia las razones de dominación que las impelen. Esto le ha convertido en un personaje polarizador, amado y odiado por sus compatriotas dependiendo de su tienda política. Sin embargo, hasta sus censores más acérrimos se guardan de criticar sus raciocinios, pues el nonagenario Chomsky es dueño de una mente enciclopédica, pertrechada con argumentos sin fin, y que sabe exponer con una lógica avasalladora.

Pero si la excelencia y la universalidad de Chomsky son ya de por sí extraordinarios, el leitmotiv que guía sus acciones lo es aún más. Chomsky llama a sí mismo, y sustantivando, “trabajador”, afirmando con candidez no ser más que eso, y que, como cualquier otro, es su deber moral poner sus capacidades al servicio de la sociedad. Lo que no ha dejado de hacer desde 1938, cuando con 10 años y avalando a su padre sindicalista, escribió su primer artículo criticando la injusticia social de entonces.

Si un genio nonagenario ya es una rareza, uno además íntegro lo es más. Cierta y bellamente cool.

#50 Dunbar y los números de la felicidad (16.02.23)

Por Daniel Callo-Concha

Mi padre solía decir que a los amigos se les cuenta con los dedos de una mano. Se dice también que uno no puede mantener más de 150 amigos en Facebook, y que no hay más de seis personas de separación entre cualquier y el presidente de los Estados Unidos, el Papa o Rihanna. No sorprende que estos números capturen interés por su aparente valor esclarecedor, pero sobre todo, sospecho, por la facilidad con la que nos relacionamos con ellos.

Robin Dunbar es un antropólogo británico que se hizo famoso en los 90s, por afirmar que los seres humanos pueden relacionarse establemente con aproximadamente 150 personas. El “número de Dunbar”, como se le vino a llamar, originalmente se calculó en otros primates al correlacionar el tamaño del neocórtex cerebral con el número de miembros del clan. En el caso del Homo sapiens el valor que se obtuvo fue 148. Historiadores, etnólogos y sociólogos han legitimado este número, al encontrárselo en grupos tribales, unidades militares y firmas comerciales, que tienden a estabilizarse en tal tamaño, y al superarlo empiezan a mostrar disfunciones. Sin embargo, no han faltado estudios que cuestionan su precisión, la forma de su cálculo y hasta su mera utilidad.

Pero el inquieto Sr. Dunbar hace poco caso de los críticos, y sobreestimando el valor anecdótico de sus números ha producido varios otros, y hasta una pauta que los compagina: “la regla de los 150”. Afirma el Sr. Dunbar, que una persona cualquiera puede identificar acerca de 1500 personas, contar 500 conocidos, mantener (el arriba detallado) 150 amigos, conservar 50 buenos amigos, cuidar de 15 mejores amigos, disfrutar de cinco amigos cercanos, y atesorar hasta 2 amigos íntimos. Examinando la progresión se hace evidente que, aunque los valores son arbitrarios su clasificación piramidal es lógica. Pasamos la mayor parte de nuestro tiempo con un número reducido de personas, y luego integrándonos a grupos sociales pequeños primero y luego más grandes. Así pues, si el número de Dunbar alude a un límite cognitivo, la regla de los 150, establece barreras al número de oportunidades de socialización.

En el otro extremo, está la tesis de los seis grados de separación, arriba mencionada. Antitéticamente, su estimación no se basa en estadística, demografía o siquiera en un experimento social, sino que proviene del cuento “Cadenas”, escrito por el húngaro Frigyes Karinthy en 1929. Aunque la proposición fue originalmente especulativa, la premisa que lo sustenta es sólida: si una persona cualquiera conoce en promedio 100 personas (una considerable subestimación del número de Dunbar), teóricamente podría conectarse con las otras 100 personas que conocen a cada una de las 100 primeras, lo que sumaría 10 000 personas. Así, al cabo de cinco eslabones llegaría a tener acceso a 10 000 000 000 personas, que es un número superior al número de habitantes del planeta. Claro, esto asume que cada persona tiene acceso irrestricto a cualquier otra, lo que hasta hace poco era imposible, pero ya no más desde la aparición de las redes sociales. En 2011 Facebook realizó una prueba de concepto, evaluando más de 700 millones de cuentas y halló que el número promedio de intermediarios entre sus usuarios era de 4.75. Lo que en términos llanos significa que sí, cualquiera podría ser amigo o amiga del Sr. Vladimir Putin.

Pero al margen de los juegos mentales, a estos números les veo un par de usos prácticos: el primero, mostrarnos cómo y en qué medida nos relacionamos entre nosotros mismos; y el segundo, proveernos de un modesto parámetro de la felicidad. Lo que me hace repensar en el de mi padre, que al parecer no andaba lanzando los dados con el suyo.

#49 El poder de uno (02.02.23)

Por Daniel Callo-Concha

En su antología de cuentos La Tierra Errante, el celebrado escritor chino de ciencia ficción Liu Cixin, incluyó uno que narra la historia del “último capitalista”. En éste, describe un mundo donde el avance tecnológico ha causado el sistemático aumento de la inteligencia y capacidades de los más ricos, la sustitución gradual de los trabajadores por máquinas, y paralelo a todo esto, la inevitable acumulación de todo lo que hay por cada vez menos personas. Al final, sólo un hombre resulta ser dueño de la tierra, el agua, el aire, y los demás deben resignarse a vivir en cabinas que reciclan todo lo que excretan para evitar consumir lo que está fuera de ellas, que claro, es ya propiedad del último capitalista.

La anécdota no es nueva. La acumulación de riqueza y poder más allá de la necesidad es una cualidad inherente y funestamente humana, por lo que muchas sociedades han establecido mecanismos para prevenirla o al menos limitarla. Los triunviratos, el equilibrio de poderes y los impuestos a la riqueza, son algunos ejemplos de constructos para prevenir que líderes, países y potentados acumulen poder y fortuna, que a la larga devengan en nocivas para las sociedades. 

La economía de la desigualdad, hasta hace poco se concentraba en cómo y por qué había países ricos y países pobres, o gente rica y gente pobre, lo que en el mundo en que vivimos ya tenía a los especialistas bastante ocupados. Pero en el último par de décadas una variante ha ganado prominencia: la concentración de la riqueza. Thomas Piketty, probablemente su mayor autoridad, sostiene que, con el tiempo, la acumulación de riqueza y su capacidad para reinvertir ha ido reduciendo el número de personas ricas, a la vez que los hace más y más ricos, más y más rápidamente. Es así que ha surgido una nueva cepa de súper ricos, llamados por algunos oligarcas, o más objetivamente, billonarios. Lo son los señores Jeff Bezos, Elon Musk o Warren Buffet, quienes cuentan con fortunas vastísimas, enormemente diversificadas y eso sí muy volubles.

Pero mi punto aquí no es el dinero, sino el poder que éste engendra. Veamos el caso del ubicuo Sr. Musk, que distribuye su tiempo y perspicacia en empresas tan variadas como la producción de automóviles autónomos, colonizar Marte y convertir humanos en ciborgs. Recientemente, el Sr. Musk adquirió Twitter y con ello la responsabilidad de reglar una plataforma con más de 300 millones de usuarios y escenario regular de desacuerdos políticos, sociales y culturales. ¿Cómo lo ha hecho? Arbitraria y caprichosamente. Decidiendo y desdiciéndose tan a menudo, que sus críticos comenzaron a asociar sus tweets con subsecuentes pérdidas en usuarios, anunciantes y billones de dólares; pero más importante, resolviendo de modo errático sobre que es moral y políticamente permitido y proscribiendo conspiradores al mismo tiempo que legitimaba fanáticos. Otro ejemplo. Al inicio de la guerra ruso-ucraniana, Rusia cortó rápidamente las conexiones de internet de banda ancha que unían Ucrania al mundo. Una semana después, atendiendo el pedido del gobierno ucranio, el Sr. Musk twitteó jovialmente: "Starlink está ahora activo en Ucrania". Starlink es otra compañía del Sr. Musk, que provee internet de alta velocidad a través de satélites que orbitan alrededor de la tierra, y que son parte de SpaceX, sí, otra compañía del Sr. Musk. De momento, los ciudadanos, el gobierno y el ejército ucranios dependen exclusivamente de la voluntad del Sr. Musk para sus comunicaciones personales, oficiales y militares; es más, armamento de alta tecnología, como drones, dependen también del internet de Starlink para funcionar. No obstante, en octubre el Sr. Musk anunció que estaba pensando en suspender el servicio, pues le costaba 100 millones US$ al mes que se preguntaba a sí mismo, si ya era tiempo de que los pagara otro… finalmente decidió no hacerlo.

En el cuento de Liu Cixin, al final, el último capitalista se cansa de hospedar al resto de humanos, construye una nave con capsulas criogénicas, y sin más, les invita amablemente a subirse a ella y buscarse otro lugar donde vivir. 

¿Debo decir que al último capitalista nadie lo eligió? Pues al Sr. Musk tampoco.