En esta columna quincenal, analizo un tema social vigente y ofrezco mi opinión en alrededor de 500 palabras (*)
* Se sabe que un(a) lector(a) promedio lee 250 palabras por minuto
En esta columna quincenal, analizo un tema social vigente y ofrezco mi opinión en alrededor de 500 palabras (*)
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In this biweekly column, I analyze a current societal issue, and render my opinion in about 500 words (*)
* It is known that an average person reads 250 words per minute
Por Daniel Callo-Concha
La geopolítica explica cómo la geografía define las relaciones entre los pueblos y sus destinos. Revela, por ejemplo, porque el imperio Inca (Tawantinsuyo) se expandió hacia el norte y hacia el sur tanto como pudo, pero al este y oeste tanto como se lo permitió el océano pacífico y la selva amazónica. De modo más utilitario, la geopolítica aclara también porque Suiza ha sido tradicionalmente neutral: estando rodeada de potencias (Francia, Alemania, Austria e Italia) era susceptible a invasiones, y declarándose a sí misma en una zona desmilitarizada, hizo que esas mismas potencias se interesaran en preservarla como zona de amortiguamiento.
Históricamente, la geopolítica también explica algo que es importante de momento, y es de lo que va esta columna: el surgimiento y las razones de ser de las potencias. Hay diversas teorías de cómo ocurre esto. Una dice que, un estado se expande para proteger el territorio que ya ha ganado, y cuando este se hace vasto y el estado vira potencia, atesorará su heartland (corazón territorial) y asociará su existencia e identidad a él y, controlarlo y defenderlo le será fundamental. Otra teoría sugiere que, una vez establecido un núcleo económico y cultural, surge la necesidad imperativa de expandirse territorialmente para devenir en potencia, como hicieron los nazis con su Lebensraum (área vital). Y una última afirma que, no es necesario cubrir un gran territorio ni someterlo, sino ganar control sobre los medios de tráfico, comercio y preeminencia tecnológica para generar ganancia, ganar hegemonía y devenir en potencia. Como lo hicieron Holanda y Reino Unido en los siglos XVII y XVIII.
Las potencias del siglo XXI combinan estas estrategias de modos disímiles. Las hay que defienden fieramente su heartland, como Rusia; otras que restablecen ambiciones expansionistas, como los Estados Unidos; y varias que se aprovechan de sus ventajas comparativas para hacerse de importancia, como Brasil, Alemania y Japón con la venta bienes agrícolas, equipos industriales y tecnología de punta.
Aquí no hay mucho que desgranar: hay potencias y no-potencias, los que a la larga son estadios temporales y cíclicos. Mas hay algo curioso y común en cómo se constituyen las potencias: no basta con ser un país rico y poderoso, por ejemplo, tener altos PBI y grandes ejércitos, sino tener la actitud y el músculo para ejercer el poder y buscar influir y, si fuera posible, moldear el entorno en su propio beneficio. Una potencia no será tal hasta que sus vecinos no se conviertan en sus satélites, y perciban, para bien o para mal, algún tipo de dependencia de ella. Los conceptos de periferia inmediata, esfera de influencia y patio trasero, se derivan de estas expectativas.
En los tiempos que vivimos, de globalización de la información y el comercio, la doctrina dice que cuando una potencia tiene éxito no puede contentarse con ello, y debe procurar expandir su influencia más allá de sus fronteras regionales, y si es posible en el mundo entero. Es decir, convertirse en superpotencia.
De momento, hay una superpotencia hegemónica, los Estados Unidos, y otra emergente, China, y muchas potencias regionales aspirantes a superpotencia, como India, Rusia, Brasil, Turquía, Irán o Indonesia. Y claro, están las alianzas comerciales, militares, de inteligencia, etc., que groseramente han divido el mundo en tres bloques: el occidental liderado por los Estados Unidos y Europa, que favorecen el status quo que siguió a la guerra fría; el bloque sino-ruso, que se opone al primer bloque y proclama un nuevo orden mundial multipolar; y una gran mayoría de estados, alianzas y regiones fluctuantes, que previenen alinearse con uno u otro bloque, a la vez que maximizan sus beneficios al interactuar con ambos. Ahí está el llamado Sur Global que incluye a nuestra América Latina.
¿Para qué sirve saber todo esto? En los años que se avecinan, la polarización se incrementará y reemergerán argumentos como el Destino manifiesto estadounidense, el Mundo libre occidental, el Reino medio chino, o la tercera Roma rusa, para resaltar sus condiciones excepcionales y justificar sus ambiciones hegemónicas. Que como ya vimos, no son más que un llano interés por control y poder, y sobre todo, el miedo a perderlos.
Por Daniel Callo-Concha
Se dice que Aristóteles inventó la lógica para deducir lo que es verdadero a partir de otras premisas supuestamente ciertas. Por ejemplo, en los llamados silogismos, cuando se dice que todos los hombres son mortales, y si fulanito es hombre, entonces fulanito es mortal (*). Fácil, ¿no? Pues al inicio sí, aunque no hay que ser muy perspicaz para darse cuenta que el jueguito puede dar lugar a un montón de variantes que adulteren la veracidad del silogismo. Por ejemplo, ningún hombre es verde, pero fulanito es verde, entonces fulanito no es hombre. Aunque puede que fulanito se haya intoxicado y se haya puesto verde, y sí es así el silogismo debería admitir una inexactitud y tal vez su invalidez. Los especialistas llaman a estos fallos en el razonamiento deductivo, falacias.
Inferir a partir de obviedades es una artesanía a la que todos nos hemos aficionado. Y ya sea por exceso de entusiasmo, llana ignorancia o intencional malicia, aquella afición nos ha hecho pregonadores y víctimas de las falacias. Estas son omnipresentes en nuestra comunicación cotidiana , y han sido especialmente dañinas en la vida comunitaria, la política y la publicidad ¿Algunos ejemplos?: O están con nosotros o con los terroristas; Las vacunas no son seguras. Mi primo se vacunó y tuvo dolor de cabeza todo el día; Ronaldo apoya esta criptomoneda. ¡Es sin duda una gran inversión!; Todo el mundo toma Coca Cola. Tienes que tomarla también; El alcalde no puede decirnos que usemos transporte público porque tiene chofer.
Y ya que vamos de contradicciones lógicas, hay una que es bastante popular estos días: donde dos proposiciones contrapuestas son ciertas, pero al tomar partido por una, sesgadamente se nos obliga a invalidar la otra. Verán lo malévolo que puede ser:
La guerra entre Israel y Hamas es el ejemplo arquetípico. Es tan cierto que el Estado de Israel fue atacado cruel y sádicamente, que su seguridad se vio tan afectada que sintió su existencia amenazada y no tuvo más remedio sino defenderse. Como también es cierto, que el pueblo Palestino está siendo sistemáticamente desplazado, exterminado y ahora despojado de su territorio. Estas afirmaciones no se invalidan mutuamente, ambas son verdades objetivas y categóricas.
Otro es el del aborto. El argumento fundamental de sus opositores es que el embrión o feto ya es un ser humano vivo desde la concepción y, por tanto, tiene derecho vivir. Por su parte, quienes están a favor sostienen que la persona embarazada (generalmente la madre), mantiene el derecho a decidir sobre su propio cuerpo y vida. Ambas afirmaciones son ciertas: los embriones ya están vivos y solo una debe decidir por sí misma.
Y mi ejemplo final es doméstico para nosotros latinoamericanos. Es de Venezuela y es lo que me ha traído aquí. Es tan cierto que el gobierno venezolano es ilegítimo y dictatorial; como es cierto que es impropio e inadmisible que una potencia extranjera se estacione en las fronteras ajenas. Sostener una u otra posición no invalida la otra. Nuestros políticos, que han comenzado a debatir el tema lo deberían tener claro. Y aquí hay que recordar que aquella potencia extranjera tiene tradición injerencista y ánimos de reverdecerla.
Valgan estos ejemplos para alertarnos de la extensión e impacto estas verdades opuestas, y ojalá, nos alerten cuando se las escuchemos a alguien -muchísimos en estos días-, pues aquello no es sólo lógicamente engañoso, sino también moralmente deshonesto.
(*) Quizás el ejemplo más extremo de deducción aristotélica sea el de Baruch Spinoza, el famoso filósofo holandés del siglo XVII, quien aplicó la lógica geométrica en una larguísima cadena de inferencias para demostrar que Dios existe. Aunque en el camino tuvo que hacer algunas concesiones, como que la sustancia divina se parecía mucho a la naturaleza en su inmanencia e infinitud. Lo que no cayó nada bien a la curia vaticana, que presurosa intentó censurarlo.
Por Daniel Callo-Concha
En 1980 el 8% de la población planetaria superaba los 65 años, en el 2024 alcanzó el 12% y para el 2050 se espera que llegue al 22%. Aunque existen diferencias entre los llamados norte global y sur global (antes países desarrollados y países en desarrollo), esta tendencia es generalizada y se debe a dos factores clave: la gente vive más y hay menos nacimientos (esto ya lo había desmenuzado en una columna anterior).
Envejecer es inevitable. Nuestra programación biológica incluye la progresiva acumulación de daños en las células y tejidos, que indefectiblemente derivan en el decaimiento de nuestros sentidos, articulaciones, sistemas digestivo, respiratorio y circulatorio, causando fallos que comúnmente se asocian a las enfermedades y eventualmente causan la muerte. Aunque curiosamente, hay quienes se empeñan en prevenir y hasta revertir estas fatalidades (sobre esto escribí otra columna también).
Pero más obvio todavía, es que el envejecimiento se acompaña de mal funcionamientos que exceden a las enfermedades mismas. Estos se presentan en forma de síndromes geriátricos: un conjunto de síntomas que aun siendo generalizables difieren de persona a persona. Sus manifestaciones más comunes incluyen fragilidad, sarcopenia -pérdida muscular-, deterioro cognitivo y demencia, delirio y confusión, pérdida de movilidad y caídas, polifarmacia (uso de numerosos medicamentos y reacciones cruzadas), malnutrición y anorexia, escaras (úlceras por inmovilidad), incontinencia urinaria y, aislamiento social y depresión.
Los he listado a todos por dos razones, la primera, porque aun siendo todos reconocibles, por lo general son infradiagnosticados e ignorados, pues tendemos a considerarlos síntomas inherentes al envejecimiento, es decir normales y por tanto inevitables. Y la segunda, es la mitad de ellos no son fisiológicos sino psicológicos, que como se sabe, están profundamente entrelazados con disfunciones sociales. Disfunciones que evolucionan en direcciones que desfavorecen especialmente a los ancianos, como el individualismo y la soledad, éste último recientemente declarado problema de salud pública por la OMS. ¿Cómo así?, entre las personas mayores, la soledad se asocia a un aumento del 50% en el riesgo de desarrollar demencia y 30% en el riesgo de sufrir una enfermedad coronaria o un ataque al corazón.
Los especialistas afirman que todo esto puede en gran medida prevenirse y hasta cierto punto evitarse. Proveyendo atención temprana y multidisciplinar, chequeos periódicos, ejercicio regular y adecuación de la vida cotidiana, en lo clínico y logístico. Pero en lo psicológico la cosa va cuesta arriba, porque la mejora la salud mental de las personas mayores requiere atacar causas estructurales como la pobreza, desigualdad, estigmatización, aislamiento, etc.
Estos desafíos se enmarcan en dos paradojas extraordinarias. Durante 300 000 años (de cuando datan los primero vestigios de asentamientos humanos), alcanzar la ancianidad era infrecuente, llegar a viejo era raro. Sólo en los últimos cien años los adultos mayores se han convertido en un grupo demográfico. He ahí la urgencia. Y, desde el inicio del milenio numerosas investigaciones han confirmado la paradoja del envejecimiento, que afirma que evolutivamente tendemos a ser más felices en la edad adulta, pues nos relacionamos con el tiempo de modo más saludable y nuestras responsabilidades se hacen menos acuciantes. He ahí el drama.
A mi generación (gen. X), le toca dividir su atención entre cautelar a la próxima (gen. Z y alfa) y custodiar a la que se extingue (baby boomers). No sin olvidar que en par de décadas, devendremos nosotros mismos en la primera generación de ancianos que supere en proporción a los jóvenes. Es por eso que este tema debería ser algo personal para nosotros: porque cuando velamos por nuestros padres y madres debilitados, sordos, olvidadizos e incapacitados, y educamos a nuestros niños y jóvenes en la tolerancia, la solidaridad, el respeto y la bondad, nos hacemos un grandísimo favor a nosotros mismos. Además de revivir el heurístico más antiguo que existe: Karma, Lucas 6:31, Kifarah, imperativo categórico, o simplemente, la ley de la vida.
Por Daniel Callo-Concha
Hace unos días leí algo que me sorprendió bastante: en el norte global, las oportunidades profesionales para graduados universitarios están disminuyendo. Sus salarios se estancan, el mercado laboral es más precario, se extinguen las carreras estables, a la par que crecen amenazas como la automatización e inteligencia artificial y desafíos globales como el cambio climático. Pero en el fondo, dice el autor, esto se debería a que la educación universitaria es cada vez más común, y habiendo una población más grande de personas con diplomas académicos su relevancia individual tiende a disminuir.
Bueno, ¿y qué con eso?
Peter Turchin es un polifacético científico especializado en macrohistoria y cliometría(*), que propuso la hipótesis de sobreproducción de elites. En esta, afirma que cuando el volumen de las elites que una sociedad produce supera a su capacidad para absorberlas, en esta se desencadenará la inestabilidad, y puede que hasta su colapso. Turchin ejemplifica su teoría citando las caídas de varias dinastías chinas, el imperio romano y la revolución francesa. Más recientemente -en el 2010 para más señas- predijo que se avecinaba una etapa de crisis los Estados Unidos y en Europa. Y que esta ocurriría en los 2020s.
¿Cómo se conectan las crisis con la sobreproducción de élites? Es que de una u otra forma, dice Turchin, que las elites reciben sus privilegios de quienes no pertenecen a ellas, y una vez encumbradas harán lo que sea necesario para mantener sus privilegios y preservarse a sí mismas. Como ocurrió en la revolución francesa, cuando los cada vez más numerosos nobles esquilmaban a los campesinos con impuestos; y como ocurre hoy, con los cada vez más numerosos profesionales de cuello blanco que esquilman a los trabajadores de cuello azul con impuestos o aumentando la deuda pública. Y antes de etiquetar esto de ideológico y apedrear al autor, me apuro a decir que no hay nada de lo primero, sino un compendio de herramientas de modelaje matemático agrupadas bajo la llamada teoría demográfica estructural.
Turchin es celebrado como visionario por algunos y etiquetado de malagüero por otros. Y para ello seguro que ambos bandos tienen argumentos. Pero aquí, voy a dejarle el cómo a los especialistas, para discutir el por qué, más cercano a la gente común y corriente como nosotros.
Las elites de antes de nosotros se sustentaban en rasgos que hoy -al menos formalmente- rechazamos, como el origen, la clase social, la raza o el género. Las que las convulsiones sociales y políticas de los últimos tiempos han tratado de eliminar, en busca de modelos de sociedad que armonicen la vida en común y sin privilegios. Sin embargo, caprichosamente, las elites siguen emergiendo. Y ahora, según Turchin, es esta persistencia precisamente una de las claves de su colapso.
Si las crisis sociales son consecuencia en buena medida del aumento desproporcional de privilegiados, la pregunta que es obvia: ¿por qué individuos y sociedades nos empecinamos en pertenecer a una? ¿que no es cierto? Veamos: ir a la universidad, buscar un empleo mejor pagado, poseer una casa más grande, conducir un coche más moderno, disfrutar de vacaciones más exóticas, son aspiraciones casi universales. Y si uno estira la idea, se verá como estas aspiraciones individuales se convierten en aspiraciones de grupo, de cohorte, de clan, y sutilmente los aspirantes que tengan exito habrán devenido en una incipiente elite.
Mas, ¿debe ser así? ¿Es un fatalismo evolutivo querer pertenecer a una elite? (que es la condición para pertenecer una). O tal vez basta una medianía confortable, o de plano permanecer indiferente a la escalera del privilegio.
Esta no es una cuestión trivial. Muchas sociedades sostiene su ethos en ello, pero con todo, la decisión final es en buena medida personal. Así, debo confesar que deslizándome en la madurez siento el anonimato más dulce y la aspiración a ser uno más curiosamente, genuina.
Me pregunto si esta es un cualidad deseable, sostenible y hasta feliz. Y visceralmente, tiendo a creer que lo es.
(*) La macrohistoria, investiga fenómenos históricos repetitivos procurndo identificar patrones reconocibles; y la clinometría, estima indicadores matemáticos para interpretar y validar fenómenos históricos.
(**) Como ya es usual hare una pausa veraniega de algunas semanas. ¡Hasta agosto!
Por Daniel Callo-Concha
Los que acompañan este proyecto (de ya cuatro años), saben que Atajos o Atajos para entender se refiere a una mini revisión de algún concepto o tema científico relevante aunque desatendido. En verdad, la mayoría conocemos esos atajos intuitivamente, pero el definirlos de alguna manera los hace visibles y cuando esto ocurre los entendemos, hacemos conciencia de su importancia, y con suerte, nos ayuda para lidiar mejor con la realidad.
Es esto lo que ha intentado esta columna durante estos cuatro años, desvelar atajos: popularizar lo que hay tras la cortina de las especialización académica.* Claro, también ha habido algunas columnas lúdicas, otras puramente divulgativas, varias agiografías, no pocas notas autorreferenciales y seguramente más de lo debido, empecinadas opiniones. No sé cuál sea la medida de su alcance, pero sí una que otra ha logrado que alguien al leer alguna de ellas se piense el asunto dos veces, me daré por requetebién servido.
Dicho así, 2 minutos parece un ejercicio de nobleza, un divertimento simpático y prosocial de un académico con tiempo de sobra. Y seguramente algo de ello hay. Pero su origen es bastante más obscuro. Comenzó en el 2021, durante la pandemia de Covid 19.
No es noticia recordarles que entonces aparecieron las noticias falsas y se viralizaron por las redes sociales. Todavía duele recordar los niveles de absurdo e insania que alcanzó la desinformación: que el fin último de las vacunas contra el Covid 19 era el control social, ya conteniendo microchips, alterando el ADN o causando infertilidad; o la cínica proclamación de medicinas y tratamientos milagrosos para curarlo, como tomar cloro, exponerse a radiaciones y altas temperaturas, o someterse a dietas estrafalarias. A la fecha el Centro de Control de la Organización Mundial -sí, sigue activo- reporta que más de 7 millones de personas han muerto por Covid 19. Y sólo en mayo pasado alrededor 1500. ¿Cuántas de estas personas murieron directa o indirectamente inoculadas por informaciones falsas?
Bien llamado está este fenómeno como infodemia.
Pero si la infodemia fue mala, lo que siguió fue peor: algunos se dieron cuenta de que la desinformación renta. Que creer y no creer pueden convertirse en resorte ideológico, y que se puede sacar provecho de las diferencias entre bandos. Así, de una forma retorcida, oponerse al aislamiento se convirtió en lucha por los derechos civiles, y ser antivacunas se tradujo como libertario. No demoró nada que políticos, periodistas, influencers o algún alegre anarquista abrazara tan nobles causas, a cambio, claro está, de un endose incondicional.
(Nótese que apenas me he enfocado en el Covid 19. Lo mismo y más se puede decir sobre el cambio climático, inmigración, elecciones, terrorismo, mercados de valores, criptomonedas, inteligencia artificial, etc., etc.)
Es este tobogán el que nos ha llevado a donde estamos ahora: escogiendo nuestras certezas para contentar a nuestros correligionarios; decidiendo en qué queremos creer por contexto o por conveniencia; consintiendo en que no hay hechos sino alternativas. Hemos hecho cotidiano que el discurso se imponga a la realidad, que la retórica aplaste a la evidencia. Es decir, hemos aprendido a relativizar la verdad.
Sin ánimo de ser absolutista, la ciencia es el constructo que los humanos hemos creado para acercarnos a la verdad. Su método de observación y experimentación, prueba y comprobación, crítica y falsación es, no hay discusión, lo mejor que hemos logrado para aproximarnos a lo que es cierto.
Esta es la motivación que ha alentado 2 minutos hasta éste número 100, y vuestra compañía, que ojalá lo impulsen por un tiempo más.
Abrazos, y gracias por leer.
Por Daniel Callo-Concha
Tal vez no lo sepan, y tal vez no saberlo sea bueno, pero dentro de un año exactamente (entre el 21 al 24 de mayo del 2026), se celebrará la primera edición de los llamados Juegos Mejorados (traducción libre de Enhanced Games), bautizados así como guiño a los Juegos Olímpicos. Con el pomposo subsubtítulo de El comienzo de una nueva era (…), un escenario intrépido para que los atletas desafíen los límites, reescriban los récords y reimaginen el futuro del deporte, los Juegos Mejorados se proponen como un evento deportivo internacional en el que se permitirá a los atletas utilizar drogas para mejorar su rendimiento. Estas van desde los vanos estimulantes hasta los esteroides, hormonas, terapia génica y más.
El marco y entorno dicen bastante. Los juegos se llevarán a cabo en Las Vegas y estarán financiados enteramente por inversionistas privados, entre los que resaltan varios potentados de Silicon Valley y nada menos que la familia Trump, a cuyo jerarca, el Sr. Aron D’Souza -creador y organizador del evento-, agradeció efusivamente las facilidades dadas por para realizarlos. De momento el programa es limitado: sólo se considerarán tres disciplinas y en ellas sólo algunas pruebas: en natación 50m y 100m estilo libre, y 50m y 100m mariposa; en atletismo 100m planos y 110m con vallas; y en levantamiento de pesas, arrancada y envión. Claro, todas bastante espectaculares. El cebo es inmejorable. Los atletas participantes serán pagados, los ganadores recibirán medio millón de dólares y quienes establezcan un record mundial, la friolera de 1 millón de dólares.
Sobra decir que los Juegos Mejorados vulneran las convenciones y normas de las entidades deportivas rectoras. El Comité Olímpico Internacional, la Agencia Mundial Antidopaje y federaciones de las disciplinas relacionadas los han condenado y proscrito a los atletas que participen en ellos. No sólo se trata, dicen, del desdén por la ética, honestidad y deportividad, sino por los riesgos a los que se expondría la salud física y mental de los participantes.
Desde hace mucho tiempo, hay quienes creen que los limites están para romperse. Y vaya si el papel de la ciencia y tecnología ha sido determinante. El deporte de élite está aupado por ejércitos de investigadores enfrascados en optimizar cada componente de la fisiología, biomecánica, física, o lo que haga falta, a cambio de arrancarle una centésima al cronómetro. Hay casos en que esto se hace con franqueza desembozada: como en el automovilismo, donde el desempeño de la máquina es tan y a veces más importante que el de la persona. Los deportistas aficionados se han sumado a la tendencia, adquiriendo materiales y equipos profesionales (los zapatos de correr son un ejemplo emblemático), consumiendo suplementos alimenticios, y cada vez más, tomando ellos mismos sustancias mejoradoras.
Y ya que estamos en ello, y dejando a los deportistas de lado, nuestro día a día moderno no está exento del uso de ayudas tecnológicas para optimizar el desempeño físico o cognitivo de una persona cualquiera. Adultos tomando vitaminas o analgésicos preventivamente y ancianos ingiriendo rosarios de pastillas para avivar sus cansados cuerpos, son recordatorios cotidianos. Así que cuando el señor D’Souza aboga por un enfoque más abierto y científico en el deporte, dice algo de verdad. Pues la ciencia y tecnología (legal o ilegalmente) ya rompe el balance entre competidores desde hace mucho tiempo.
Pero donde los críticos de los Juegos Mejorados tienen razón es hacer de tal vulneración una carrera desbocada donde mucho puede salir mal, y de paso, convertir a las pruebas deportivas en un lamentable circo, y a los deportistas, en el mejor caso, en gladiadores, y en el peor, en bufones.
Pero lo más duradero y dañino, tal vez, será la creación de un precedente que haga aceptable algo intrínsecamente injusto. Que la trampa se visibilice y se normalice. Que los bribones se suban al podio y lo celebren, y que todos seamos invitados a celebrar su amaño. Y que nuestros hijos vean en primera fila la farsa tras la cortina. Que se enteren que Papá Noel no existe.
Nada malo ¿no? ¿o sí?
Por Daniel Callo-Concha
El concepto de puntos de inflexión -del inglés tipping points-, se popularizó inicialmente en el 2000 en el libro superventas de Malcolm Gladwell: The Tipping Point: How Little Things Can Make a Big Difference. Este, elaboraba anecdóticamente cómo pequeñas perturbaciones pueden provocar cambios sociales a gran escala, a semejanza de las epidemias. Poco después, se aludió a él en el XX reporte del Panel Intergubernamental de expertos sobre el Cambio Climático, en 2001, para subrayar el riesgo de sobrepasar límites de temperatura que modifiquen irreversiblemente los ecosistemas. Pero sólo fue hasta la década del 2010 cuando la noción de puntos de inflexión irrumpió masivamente en los círculos académicos y desde entonces no ha parado de popularizarse. Y por motivos poco felices como se verá.
Formalmente, un punto de inflexión es la situación en la que el comportamiento de un sistema, tras superar un umbral crítico, cambia abruptamente y de modo casi siempre irreversible. Sus propulsores lo han utilizado para catalogar los efectos que podría tener el cambio climático y los daños a los ecosistemas. Por ejemplo, el deshielo de Groenlandia, que podría elevar el nivel de los océanos; la deforestación de la selva amazónica, que podría convertirse en una sabana; o el colapso de la Circulación de Vuelco Meridional del Atlántico (AMOC, en inglés) -el sistema de corrientes oceánicas que equilibra la temperatura y salinidad de los mares entre los trópicos y los casquetes polares-, que intensificaría los eventos meteorológicos extremos.
Puestos así, cada punto de inflexión es en sí mismo preocupante. Porque sugiere que un sistema que considerábamos inmanente y al que nos habíamos acostumbrado podría, en un periodo de tiempo relativamente corto, convertirse en otro. Pero si esto ya es malo, la letra pequeña lo hace mucho peor. Sucede que estos sistemas están íntimamente interconectados y lo que le ocurra a uno afectará a otro, y sus consecuencias -aunque algunas caigan en la grisura de la incertidumbre- serían desastrosas. Revisitemos los ejemplos anteriores, el deshielo de Groenlandia añadiría agua dulce a los océanos, lo que disminuiría su salinidad y por tanto su densidad, lo que alteraría el AMOC, porque las corrientes marinas cálidas y frías se harían menos y más profundas; a su vez, estas corrientes transformadas geográfica y temporalmente alterarían los regímenes de lluvias, como los de la Amazonía, donde se cree que disminuirán y contribuirían a su desecación. En suma, una retahíla de efectos en cascada que inspiran la palabra cataclismo.
¿Qué hacer? La noción de punto de inflexión alude a uno terminal. A la gota que derrama el vaso. Al último palitroque que se añade a la torre antes que se derrumbe. Pero el concepto tiene también una interpretación opuesta, regresiva si se quiere: un punto de inflexión es la consecuencia de eventos sucesivos que en cierto punto comenzaron a retroalimentarse y aumentar sus efectos. Como el malhadado calentamiento global, donde cada una de nuestras decisiones en la búsqueda de "bienestar" y "crecimiento" aumentan cada vez más la concentración de gases de efecto de invernadero en la atmósfera, y todo lo que ello arrastra. El llamado círculo vicioso o más gráficamente en alemán, ciclo diabólico.
Pero, ¿no será posible también iniciar un ciclo inverso? Uno en el que decisiones y acciones positivas desencadenen otras, que a la larga se amplifiquen y acaben haciendo todo el sistema menos dispendioso, más eficiente o más generoso. Un circulo virtuoso o un ciclo angelical en toda regla. Y si esto continúa, tal vez alcanzar nuevos puntos de inflexión que esta vez transformen el sistema a uno más deseable. ¿Utopía? Los especialistas creen que algunos de estos procesos ya están en marcha: la creciente preferencia por los autos eléctricos o el aumento en el consumo de alternativas vegetales a la carne, por ejemplo.
Sigo siendo escéptico en cuanto a que las soluciones provengan del mercado y el consumo, que, como sabemos, son los que causaron el problema en primer lugar. Pero en lo que sí estoy de acuerdo es en que el cambio proviene de decisiones, que son primero, individuales. Las que volviendo los ejemplos anteriores podrían ser, preferir el transporte público y comer menos carne. Pues recordemos, todo cambio, inclusive el de un punto de inflexión global, comienza con un primer cambio, tal vez un punto de inflexión... personal.
Por Daniel Callo-Concha
Hace dos semanas en Papa Francisco murió. Y durante estos días se prevé que la curia vaticana se reúna para elegir un nuevo pontífice. La personalidad heterodoxa de Francisco y el carácter reformista de su papado han intensificado las contradicciones al interior de la iglesia católica. Estas pugnas van más allá de la jerarquía eclesiástica, y han alcanzado a los feligreses comunes y corrientes, e inclusive a los católicos no practicantes, los fieles de otras religiones y a hasta a los no creyentes.
Es que Francisco supo tocar las fibras más sensibles del debate social y lo hizo con determinación: ha condenado la pobreza e inequidad y ha responsabilizado al capitalismo como su razón fundamental en la exhortación apostólica Evangelii Gaudium (2013); ha rechazado el dogmatismo y la hipocresía de la ortodoxia, simpatizando con las minorías sociales (como la comunidad LGBT) y proyectos reformistas (como la apertura eclesial hacia las mujeres); ha tomado posición a favor de la ciencia y el activismo ambiental, como en la extraordinaria encíclica Laudato Si (2015) donde afirmó que el ecologismo es un deber moral y de todos; ha promovido el diálogo con otras religiones y se ha saltado la última valla afirmando que hasta los ateos pueden ir al cielo si hacen el bien.
Los optimistas vieron en Francisco una nueva oportunidad de inicio para la fe católica; los pesimistas el inicio del fin de la misma al resquebrajar los dogmas, esencia misma de la creencia; y los realistas, un nuevo round de la pugna entre las facciones progresista y conservadora que ya se prolonga por varias décadas, y si se quiere, siglos.
Con todo, la iglesia católica sabe de ajustes y ha institucionalizado mecanismos para discutirlos e implementarlos. 21 concilios ecuménicos en 2000 años dan fe de ello (*). En el último, Vaticano II, llevado a cabo entre 1962 y 1965, se discutió la sobre necesidad de la iglesia para adaptarse a la sociedad moderna que se tornaba crecientemente secular y escéptica. Y si tal discusión ya llevaba retraso, a la luz de lo ocurrido en los últimos 60 años, queda claro que la iglesia insiste en ser la tortuga, mientras la historia es la liebre que con el tiempo alarga la distancia que las separa. Valga esta apostilla para hacer notar que el giro progresista de Francisco, no ha sido el resultado de un paulatino alineamiento de los liderazgos con los valores sociales, sino de un intento de cambio rápido y utilitario. Intento que con todo ha sido breve (el papado de Francisco ha durado apenas 12 años) y sus gestos no han sido consagrados a través de cambios doctrinarios.
La iglesia católica sufre un importante declive. Sus creyentes están disminuyendo en número rápidamente, ya sea por el creciente escepticismo, la caída en la natalidad y la conversión a otras religiones. Las proyecciones demográficas afirman que, a finales de este siglo la iglesia católica pasará de ser la más populosa a ser la segunda después del Islam. Sin mencionar la erosión misma de las religiones y la religiosidad.
Esto hace que la elección del sucesor de Francisco sea un momento clave. La vertiginosa aceleración histórica exige respuestas a demandas sociales como el aborto, la anticoncepción, el trato a la comunidad LGBTIQ+, los derechos de los migrantes, la justicia social, el celibato de los sacerdotes, la ordenación de las mujeres, etc. todo esto, lastrado por el terrible escándalo de los abusos sexuales y la pederastía, agravado ad infinitum por su encubrimiento a todos los niveles por parte de la jerarquía eclesiástica.
Todos estamos pendientes de lo que ocurre en Roma, y hay buenas razones para ello: el heredero de Francisco no sólo se enfrentará al reto de la continuidad de la iglesia, sino, como algunos creen, al de la continuidad de la fe misma. Esta vez -¡que paradoja! -, incluso de la de los no creyentes.
(*) Los concilios ecuménicos, son congregaciones mundiales de la jerarquía católica a invitación del Papa, para discutir y decidir con él sobre asuntos variados pero cardinales para la Iglesia.
Por Daniel Callo-Concha
Esta es una historia vieja. Se ha contado mil veces y se contará mil veces más. Infelizmente.
Hace dos semanas un grupo de partidarios del expresidente -y exdictador- de Siria, Bashar al-Assad, se reveló contra el gobierno encargado. Este, reaccionó enviando al ejército y haciendo un llamado público para unirse contra los rebeldes, arguyendo que querían desbaratar al nuevo gobierno en ciernes. De inmediato, miles de exguerrilleros y civiles armados se trasladaron al sitio de la insurrección y la sofocaron: eliminaron a los sublevados y de paso persiguieron y asesinaron a un millar de civiles. ¿Y por qué a los civiles? Por el solo hecho de pertenecer al grupo religioso alauita.
Los alauitas son una derivación de la rama chií del islam -la otra es la suni*-. Su teología combina elementos del islam, el cristianismo y otras tradiciones religiosas y místicas, que sus creyentes cultivan con cierto secretismo. Pero el problema no fue sólo ese, sino que el clan al-Assad era alauita también, y miembros de esa comunidad tuvieron roles prominentes en los 50 años de dictadura que precedieron a su derrocamiento. Como fuera, de momento ser alauita es estigma y quienes lo son acusan persecución.
Eliminar a los otros por ser tales es una vergonzosa tradición humana. En el siglo XVI, toda Europa se engarzó en una guerra que duró 30 años ¿La causa? Católicos y protestantes (cuyos abuelos no habrían sabido distinguirse unos de otros), no se ponían de acuerdo en sus posiciones teológicas ¿El saldo? 8 millones de muertos.
En 1994 como consecuencia del asesinato del presidente de Ruanda, J. Habyarimana, que pertenecía a la mayoría étnica hutu, el gobierno urdió y alentó al ejército y la población civil a exterminar a miembros de la minoría tutsi, presuntos culpables del magnicidio. Durante un mes, los tutsis fueron perseguidos de puerta a puerta, siendo torturados, quemados vivos y masacrados a un ritmo de 10 000 por día hasta alcanzar el millón.
Los rohinyás son un pueblo musulmán de población considerable en algunos países del sur de Asia incluyendo Myanmar, en este, que es mayoritariamente budista, a los rohinyás se les ha discriminado sistemáticamente y hasta denegado la nacionalidad. En 2017 los expulsaron en masa, y convertido a entre 700 000 y un millón de personas en el pueblo más numeroso del mundo sin estado, ahora esparcido por Bangladesh, Malasia, India y Tailandia.
En el 2020 el gobierno etíope, fue notificado de una revuelta independentista en la región norte de Tigray. Como respuesta, mandó al ejército a cercar la región, se alió con las fuerzas del país vecino de Eritrea y convocó a milicias de otros grupos étnicos. Lo que les unió a todos, fue la animadversión que tenían por la etnia Tigrayana. Además de sofocar la revuelta, la emprendieron con civiles quienes han sido objeto de masacres, violencia sexual, desplazamientos forzosos y bloqueos de alimentos y ayuda. Las víctimas se estiman en medio millón y los desplazados en 2 millones.
Esta breve, aunque apabullante colección demuestra algo: nuestra infinita capacidad para odiar a otros que apenas podemos distinguir de nosotros mismos. El pretexto puede ser cualquiera, una creencia, una herencia, o más tenue todavía, una versión de una creencia o la de una herencia. Esta lógica, la explica bien y por partida doble, el argumento que le escuché hace unos días a un judío para justificar su posición pro palestina: ellos son más cercanos a mí, en cultura, herencia y consanguinidad, haznos una prueba de ADN y verás…
Se atribuye al historiador E. Renan la frase, una nación existe desde que entierra a sus muertos. Si así es, esta retahíla de barbaridades sin fin no es más que un mecanismo para eternizar nuestras diferencias tribales. Es flaco el favor que los verdugos de los tutsis, rohinyás y tigrayanos se hacen, pues sus acciones perpetúan al otro, que ilusamente intentan eliminar.
Bien lo deberíamos recordar en estos tiempos de conflictos donde los otros se multiplican.
(*) La escisión entre el islam chií y suní ocurrió a la muerte de Mahoma en el año 632 AEC. Los chiíes creen que el liderazgo debería heredarse a los descendientes del profeta, mientras que los suníes, que este debería elegirse por consenso. Los chiíes suman 10-15% de los musulmanes y son mayoría en un puñado de países que incluye a Irán y mantienen relaciones fluctuantes el resto del mundo musulmán.
(**) En abril haré una pausa. La buena excusa de siempre: familia.
Por Daniel Callo-Concha
Esta será más una declaración que una columna de opinión. Es imposible mantenerse indiferente al atestiguar lo que viene ocurriendo en los Estados Unidos. Y no me refiero a los violentos giros en política exterior, comercial y geopolítica de la administración Trump, que ya son suficientemente alarmantes para tenernos a todos en ascuas. Sino a las medidas contra su propio sistema científico, las que como se verá, lo están convirtiendo en algo a lo que las palabras caos e incertidumbre le vienen justas.
Apenas tomó posesión de la presidencia el pasado enero, el Sr. Trump emitió una ráfaga de ordenes ejecutivas entre las que se incluía desmantelar las políticas de Género y Diversidad, Equidad e Inclusión promulgadas por la administración anterior, acusándolas de provenir de la izquierda radical y promover lo woke. Estas medidas se tradujeron en recortes de financiación, supresión de temas de investigación, amenazas y despidos de personal, y hasta eliminación de datos en agencias científicas federales, como NSF, CDC, NOAA, NASA*, y un larguísimo etcétera.
El ejemplo más infame de esta acometida ha sido una lista con palabras que los funcionarios de gobierno inspeccionan en las propuestas de investigación, artículos científicos y reportes que los científicos producen. Que estos contengan palabras como raza, género, covid, diversidad, no binario, latinx (que significa latino o latina), discriminación, discapacidad, transgénero, homosexual, igualdad, género, femenino, histórico, comunidad indígena, feto, LGBT, racismo, subrepresentado, etc., ha sido motivo para pedir la retractación de publicaciones, desechar investigación en marcha y hasta despedir a los que las hayan utilizado. La arbitrariedad rezuma en lo ridículo, cuando se incluye trabajos que usan el prefijo trans, como en transcontinental o transfronterizo, o peor todavía, a otros que incluyen palabras como clima o mujer.
Las razones que parecen motivar esta moderna inquisición, me parece, son tres. (i) Ahorrar el gasto público norteamericano. El Sr. Musk, operador número uno de tal cruzada, cree que la mayoría de las publicaciones científicas son inútiles. Lo que ignora la esencia acumulativa de la ciencia y menosprecia la siempre-sea-bendita serendipia, y de plano no es cierto, pues la ciencia tiene un retorno de entre 3.5 y 4 veces lo invertido; (ii) Contentar a su base política. Crítica de los excesos progresistas de la anterior administración en temas como género, raza y diversidad en general. Que seguramente necesitará para mantener el respaldo popular, una vez que se sientan los efectos de sus arriesgadas políticas económicas, y previendo el reflujo político en las próximas elecciones; y (iii) Enfrentar y socavar, esta vez directamente, la fuente de aquello que es el opuesto natural de aquello en lo que el señor Trump ha basado su carrera política: la verdad, la evidencia y el sentido común.
¿Por qué es esto importante? Los Estados Unidos son una super potencia científica. El menoscabo de su sistema científico implica un retraso general: medicinas, energías renovables y tecnologías sostenibles tardarán más en desarrollarse, y poniéndose dramáticos, tal vez algunas soluciones ya no ocurrirán.
Y más inmediato todavía, es que, medidas como las emprendidas por el Sr. Trump y su enorme coro de incondicionales, ya se ha comprobado, inspiran y empoderan a vecinos aquí y allá. Como hemos visto en nuestra América Latina, donde copias al carbón del Sr. Trump sienten validadas sus interpretaciones eclécticas de la realidad, como creer que es posible vivir en democracia y tratar a algunas personas como tales y a otras no tanto.
La última vez que escribí sobre una situación así me refería a Afganistán y su recaída en manos de los talibanes, cuestionando si un país podía desarrollarse en el siglo XXI con valores del siglo XV. Entonces, creo que todos lo consideramos una anomalía, una rareza, un accidente histórico. Crucemos los dedos para que lo que está ocurriendo en los Estados Unidos no sea distinto, y de ninguna forma se convierta en una tendencia regresiva y autodestructiva.
(*) Fundación Nacional de la Ciencia (NSF); Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC); Administración Nacional Oceánica y Atmosférica (NOAA), Administración Nacional de la Aeronáutica y del Espacio (NASA).
Por Daniel Callo-Concha
Casandra es un personaje mitológico cuyo don es conocer el futuro, que desesperadamente se empeña en comunicar. Pero el don viene acompañado con la maldición de la incredulidad: nadie creerá los vaticinios de Casandra, ya sea porque resulten inconvenientes, hayan sido formuladas de modo enigmático, o simplemente, la desidia o desinterés del destinatario. Así que los vaticinios, buenos o malos, no llegarán a oírse, sino que desencadenarán confusión y consecuencias, a menudo, fatales.
No sé quién dijo que la información es el oro del siglo XXI. Pero quien haya sido tenía razón. Cada día se producen 400 millones de Terabytes en datos (1 Tb equivale a 1000 millones de Gb). Y ahí hay de todo. Bibliotecas, archivos y enciclopedias, lo mismo que tweets, correos electrónicos y memes… Lo que conlleva el desafío de separar la paja del grano. Más ahora, que el internet es el escenario preferido de las batallas culturales. Así lo han entendido proyectos como Wikipedia y otros más específicos como Our World in Data (Nuestro Mundo en datos), portal especializado en problemas globales como la pobreza, el hambre, el cambio climático, la guerra, la enfermedad o la desigualdad. Temas que explora y sistematiza cuidadosamente, pero no en forma ni fondo, sino en su versión más absoluta: en estadísticas. Los números que Our World in Data ofrece, tanto como su procesamiento, visualizaciones y animaciones, son de comprobada calidad y riguroso tratamiento. Y tan importante como eso, los ofrecen gratuitamente, pues se financia gracias a donaciones. Alrededor de 5 millones de usuarios visitan el portal cada mes, contándose entre sus asiduos a la comunidad científica, organizaciones multilaterales y gobiernos, que la han encumbrado como una fuente confiable y autoritativa.
La cabeza visible de esta iniciativa es Hanna Ritchie. Una escocesa de 31 años, quien, aunque se especializó en ciencias ambientales, orientó su trabajo al análisis y la visualización de datos, y más adelante, a su comunicación para audiencias no científicas. Lo que hace apasionadamente en Our World in Data, entrevistas, podcasts, columnas y presentaciones aquí y allá. Esto bastaría para hacer de la Sra. Ritchie un personaje notable. Pero lo es aún más, que en enero de este año publicara su primer libro: Not the end of the World (No es el fin del mundo), que ha atraído justamente la atención pública.
Y esta es la razón: critica el discurso catastrofista sobre los problemas ambientales y sociales, y a cambio propone una visión optimista del futuro. Para sostenerlo hace lo que mejor sabe: utiliza los datos y sus tendencias históricas para demostrar que varios de nuestros problemas, como la reducción de la pobreza, la adopción de energías renovables, la salud, la educación o la conservación del medio ambiente están inequívocamente mejorando. En 1990 el 36% de la población (1.9 bill.) era considerada pobre, hoy lo es menos del 10% (689 mill.); los costos de producción de energía renovable han caído al punto que iniciativas para explotar energías fósiles van a resultar económicamente irracionales, e.g., los costos de los paneles solares bajaron 89% del 2010 al 2022 y ahora mismo, el 29% de la electricidad mundial proviene de fuentes renovables; solamente desde el año 2000 la mortalidad infantil se ha reducido a la mitad (12.7 mill. en 1990 a 5.2 mill. en 2019); la alfabetización, educación de niños -y sobre todo niñas-, y la formación universitaria han crecido sustancialmente en casi todas las sociedades del mundo, en 1990 accedían solamente 47% de niñas a la escuela secundaria, en el 2020 lo hicieron 75%; y sólo en China entre el 2000 y 2020, 23 millones de ha fueron reforestadas, un área casi equivalente a la superficie de Reino Unido.
A todos quienes tenemos hijos nos aterra el rumbo que el mundo sigue. Cada noticia sobre la crisis ambiental es una vuelta del puñal que acera nuestros pechos. Pero, al fin de cuentas ¿de qué sirve esto? ¿cuánto contribuye la desesperación a resolver la crisis? El optimismo de la Sra. Ritchie no es tonto, ni ingenuo, ni nihilista. Cuando nos urge a alejarnos de las narrativas pesimistas y en lugar de ello alimentar nuestro humor enterándonos de realidades como que la tecnología, las políticas adecuadas y los cambios de conducta ofrecen, no hace de terapeuta sino de agitadora, pues con ello demanda que nos involucremos en procurar y promover la innovación y la colaboración: en breve, ser parte de la solución.
Como le gusta decir: podemos ser la primera generación que haga al mundo mejor, y lo dice basándose en números, que como sabemos, no mienten.
(*) Esta es la segunda parte de la columna #93 publicada hace dos semanas (abajo).
Por Daniel Callo-Concha
Casandra es un personaje mitológico cuyo don es conocer el futuro, que desesperadamente se empeña en comunicar. Pero el don viene acompañado con la maldición de la incredulidad: nadie creerá los vaticinios de Casandra, ya sea porque resulten inconvenientes, hayan sido formuladas de modo enigmático, o simplemente, la desidia o desinterés del destinatario. Así que los vaticinios, buenos o malos, no llegarán a oírse, sino que desencadenarán confusión y consecuencias, a menudo, fatales.
Nick Bostrom fue un joven de inquieta inteligencia y espíritu insumiso. En su nativa Suecia, tras dejar la escuela secundaria para aprender por su cuenta, estudió física, neurociencia computacional y matemática, para años después terminar como profesor de filosofía en Oxford. En el 2005 fundó un centro de investigación con el sugerente nombre de Instituto para el Futuro de la Humanidad, destinado a ocuparse en incidentes que podrían amenazar la sobrevivencia o causar la extinción de la humanidad. Bostrom llamó a estos riesgos existenciales, y cuenta al cambio climático, la guerra nuclear, la nanotecnología, las pandemias y la inteligencia artificial, entre los más aparentes. Bostrom y su instituto han sido instrumentales en la popularización del tema hasta entonces ignorado, y más que eso, han definido su tratamiento académico, pasando de la teorización a la búsqueda de medidas para prevenirlos, y si cabe, para mitigarlos.
Su modus operandi incluye una prolija interdisciplinariedad; un apego por el rigor y la evidencia científica; a la vez que una desarmante capacidad para abrazar la incertidumbre. Como filósofo, Bostrom utiliza los juegos mentales como método y pedagogía. Por ejemplo, cataloga los riesgos en función a su alcance y severidad, para hacernos notar como el envejecimiento, el genocidio, o la extinción cultural, siendo fatalidades y calamidades que todos rechazamos, resultan insignificantes a escala pan-generacional (tomando en cuenta a todos los seres humanos que nos continúen, más o menos 10E16). Otra, es la probabilidad de ocurrencia de los riesgos, bien ejemplificada por exagerado miedo a la colisión de asteroides con la tierra: cada año miles de toneladas alcanzan la atmósfera y aterrizan apenas docenas de fragmentos minúsculos, claro, mientras no se trate de uno de 10Km que probablemente podría extinguirnos… como ocurrió con los dinosaurios hace 66 millones de años. Así que, sugiere Bostrom, bien nos valdría tener una tecnología que nos advierta a tiempo y nos permita tomar medidas al caso. Pero ciertamente más urgente, es la Hipótesis del Mundo Vulnerable, que Bostrom ilustra como una tómbola (el ingenio humano) de la que vamos extrayendo al azar bolas de colores (tecnologías más riesgosas cuanto más oscuras). Hasta ahora hemos sacado sólo bolas claras y alguna gris, la energía nuclear, que, aunque peligrosa es difícil de implementar y escalar. Pero inevitablemente se cerca el momento en que sacaremos una bola negra, una tecnología tan poderosa, en la que un error o un actor malintencionado, pueda desencadenar un riesgo existencial. Y, lo que es peor, que una vez que llegamos a ese punto, no hay vuelta atrás. Sin ánimo de espantar, si los miedos por la inteligencia artificial fueran fundados, la aparición hace unas semanas de Deep Seek presagiaría tal bola negra, pues hasta entonces sólo un puñado de conglomerados billonarios eran capaces de implementar tal tecnología…
Estas sombrías cavilaciones no tienen nada de imprácticas. Al contrario, tienen rentabilidades siderales. En palabras de Bostrom: el valor esperado de reducir el riesgo existencial en tan solo una milmillonésima de una milmillonésima de un punto porcentual es cien mil millones de veces mayor que el valor de mil millones de vidas humanas. Nada menos.
Prever cataclismos ambientales, conflagraciones sociales y accidentes cósmicos, no se ve como la tarea más agradable, menos todavía cuando su ocurrencia se presienta próxima. Para suerte de todos nosotros, hay quien tiene la visión y el talento para hacerlo, aunque eso endilgue una sombra de mal agüero.
PD. Debe decirse que N. Bostrom es un pensador prolífico y heterogéneo. Ha hecho numerosas contribuciones en campos como la super inteligencia, el transhumanismo, el futuro de la tecnología, el sesgo antrópico, la ética, etc. Mas, claro está, la intención de esta columna se limita al tema antedicho.
(*) Esta es una columna en dos partes. La segunda entrega, en dos semanas.
Por Daniel Callo-Concha
Isaac Asimov es justamente famoso por muchas razones. Entre ellas, haber escrito más de 500 libros, ser un autor de culto de la ciencia ficción, establecido las tres leyes de la robótica -que ahora más que nunca necesitaremos-, formulado numerosas especulaciones sobre viajes interestelares, viajes en el tiempo, alienígenas, relaciones sociales, política, etc. Pero una que de momento resuena, es la trama y un personaje de su famosa trilogía Fundación.
En ella, una civilización interestelar formada por infinitos planetas y galaxias se ha establecido, basada en la producción, el comercio y el avance tecnológico en grados siderales. Su escala es tal, que su administración se convierte en un dolor de cabeza y trae conflictos burocráticos y de poder, pero que a trompicones sigue funcionando aceptablemente. Hasta que un científico pionero, usando técnicas de su invención, predice el inevitable colapso de la civilización en 500 años, y ante la negligencia general se empeña en tomar medidas para que la humanidad sobreviva al cataclismo. Medidas como educar guardianes del humanismo y crear bancos de conocimiento y desperdigarlos por el universo, para que dado el caso refunden la civilización humana. Por un par de siglos todo va de acuerdo a lo previsto, escasez, conflictos y un decaimiento progresivo. Pero en cierto momento ocurre algo impredecible, un actor extraño, ajeno y hasta entonces marginal y marginado aparece en escena. El mulo, su nombre, es un mutante con superpoderes telepáticos que rinden ante él a individuos y sociedades, se hace de un sequito incondicional y poco a poco desmantela ambos modelos de sociedad, el productivista y el humanista, y con ello amenaza la continuidad de la humanidad misma…
Si la ciencia ficción ha demostrado algo es que ninguna elucubración es descabellada. Mil veces se ha confirmado que tecnologías, distopias y especulaciones se han hecho realidad ¿alguien dijo Orwell?, como esta, la de un individuo cualquiera, que emergiendo de su humana insignificancia se impone como líder y dictador. Decisor de lo que es justo y bueno y de lo que no lo es.
El reflujo político que hemos presenciado en los últimos años es ya de por sí preocupante. La decepción por la lentitud y eficacia de la democracia para procurar bienestar para la mayoría, se ha convertido en viento de cola para opciones autoritarias y populistas. Nuestra región ofrece ejemplos en todo el espectro político, que van desde la deforme izquierda autoritaria hasta la miope derecha libertaria. Este es un asunto mayor y debería no sólo preocuparnos sino ocuparnos a todos.
Pero sobre todo eso, que surjan actores externos que no solo den fuelle y sirvan de caja de resonancia a políticos y políticas disruptivas, sino que busquen implementar sus propias agendas globales, y aquí lo peor, que sean capaces de hacerlo, no tiene precedentes. El señor Musk es el primero de este tipo de villano, y aquí quiero aclarar que no me refiero a sus opiniones (aunque fuerce a leerlas a medio mundo, ajustando su red social a voluntad: durante el 2024 mensajes suyos conteniendo información falsa alcanzaron 2000 millones de personas), sino a sus acciones, que vaya que lo pintan de cuerpo entero: interfiere en políticas exteriores e interiores de países extranjeros, altera la autonomía electoral de países soberanos, desperdiga teorías de conspiración para debilitar gobiernos, y hasta se ha permitido amenazar con golpes de estado a líderes que le contraríen, en suma, un bully a escala planetaria.
La literatura, como decía aquel célebre escritor, nos deja ver la verdad en las mentiras, y la buena ciencia ficción estira aquello hasta lo inverosímil hasta que se hace verosímil. Como el mulo. Parecía imposible que un individuo egoísta y autocomplaciente fuera capaz de alterar las vidas de cientos de millones de personas, hasta que como acabamos de atestiguar es escalofriantemente posible.
Pd. Hace un par de años, el señor Musk ya insinuaba lo que podía ser.
Historia, historieta
Durante el primer tercio del siglo pasado, cuando la distribución de poder se parecía más a una feria dominical que a un WalMart y las distancias eran esencialmente físicas, cierto gobernante europeo concibió la idea de democratizar un sueño hasta entonces restringido a los estratos ricos: dotar de independencia, autonomía y movilidad a todos sus ciudadanos. El plan consistió básicamente en: 1. Construir una ambiciosa red de autopistas y 2. Que cada familia tuviera coche. Tras una vigorosa campaña publicitaria el primer paso se fue concretizando gradualmente, con el soporte de un curioso sistema de adquisición de bonos-estampilla que en determinado número se cambiarían por carros, y para el segundo se encargó a un prestigiado ingeniero francés el diseño de un modelo -tarea imposible?!- barato, eficiente y cómodo.
Para no hacerla larga, sólo diré que el proyecto obtuvo resultados dispares, no muchas familias cambiaron las estampas por el coche, pero el modelito logró gran éxito, tanto que es el más vendido en la historia, todavía se fabrica sin grandes cambios en el diseño primigenio y conserva su nombre original "automóvil del pueblo" (Volkswagen); además, sus hijastros son los autos deportivos de mayor demanda en el mundo y se ocuparon de inmortalizar el nombre del ingeniero: Ferdinand Porsche. Por otro lado, el mentor del proyecto no fue menos célebre, aunque algo más tristemente, Adolf Hitler.
Al otro lado del charco una historia parecida, el talentoso empresario Henry Ford, alcanzó a ser el hombre más rico del globo aplicando y masificando los conceptos de producción en cadena y turnos, creando y copando el mercado de automóviles de modo vertiginoso; entre 1913 y 1923 el número de coches en los Estados Unidos se incrementó de uno a diez millones, para 1927 fueron 26 millones, eso era un carro por cada cinco personas. Aun cuando mereció la parodia de Chaplin y crítica de Huxley, Ford abrió las puertas del consumo industrial masivo al ciudadano corriente y añadió la idea de independencia al sueño americano.
El aparato formal no fue ajeno al proyecto, en 1956 el gobierno norteamericano batió todas las marcas de gasto federal en un proyecto público: el Interstate Highway System, una red de supercarreteras que vincularía todos los centros urbano-industriales del país, el argumento esgrimido sonaría jocoso, si no se hubiera empleado tanto y tan exitosamente: seguridad nacional. Entre 1945 y 1980, el 75% del gasto estadounidense correspondiente a transporte se enfocó a la construcción, ampliación y mantenimiento de autopistas y solo el 1% en autobuses, trenes y subterráneo.
En Europa las cifras son similares, la inversión en transporte público llega a la cuarta parte de la global, en México a la quinta, irónicamente sólo el diez por ciento de la población del Distrito Federal tiene coche, sin embargo el gobernador ha anunciado que por clamor popular construirá un segundo piso a la pista de alta velocidad que rodea la ciudad.
El hombre sobre ruedas
Las ciudades se diseñan para los carros, los lugares públicos se automovilizan, las funciones orgánicas, dónde descansar, dónde comer, dónde divertirse, donde lo que sea, se piensan en función ya no a las personas sino al coche, dónde estar es sinónimo de donde estacionar.
Cada año mueren más estadounidenses por accidentes de transito que los muertos en Vietnam; En México D.F. entre las cinco primeras causas de fallecimiento están los accidentes, buena parte de ellos automovilísticos; el 21% de las emisiones de gases contaminantes, a escala nacional, se deben al transporte; durante más de 300 días por año la concentración de monóxido y dióxido de carbono está al borde de lo humanamente permisible; un sistema de stickers de colores limita, vía suspensión rotativa, la circulación de vehículos; se obliga a los automovilistas a instalar convertidores catalíticos para aminorar las emanaciones de gases tóxicos; existen purificadores de aire en las esquinas más populosas, y quienes pueden los instalan dentro de sus casas, que deben cerrar herméticamente para mantenerlas ventiladas?!.
La lógica irrefutable en éste cielo de estrellas (y barras), es que mejor vida es vivir enlatado; que así somos más atractiv@s, distinguid@s, poderos@s, o lo que nos haga falta; que libertad es permanecer cuatro horas por día dentro de un artefacto detenido que se supone debe llevarnos más rápido de un sitio a otro. Más aún, el protocolo social evoluciona con tal idea, al considerar solamente a los automovilizados como ciudadanos, pues su documento de identidad -y a veces su identidad misma- se funda en la posesión de una licencia de conducir y estar al frente de un volante. Extraña paradoja que hace dependiente de una capacidad mecánica a la identidad humana.
Que coche lleva?
Tengo una amiga que odiaba vivir con su familia, pero soportaba estoicamente la fatalidad, porque destinaba la mayor parte de sus ingresos para pagar su nave del año; otra, armada de espíritu guerrillero se metía en peligrosísimos deshuesaderos (sitios donde desarman autos robados) a cambio de conseguirle una refacción cromadita para su Ford azul; he sabido de un modo rapidísimo de escanear la situación sicioeconómica de alguien, es formular con inocencia estudiada la pregunta: Qué coche lleva?
Las ventas de automóviles durante éste año se han incrementado en 8,7% para Latinoamérica y 11% para México, increíble tomando en cuenta que es un periodo de crisis financiera planetaria, ya crónica en América Latina y de inesperada recesión en México; la razones, dicen, es que las empresas de coches hacen bien su trabajo y la proporcional estupidez de quienes priman el coche nuevo sobre otras necesidades.
Hace poquito supe de la nueva corriente de venta de autos no-nuevos, es decir usados pero no tanto, o medio nuevos pero no nuevecitos. Algunos aprovechadores de la petulancia humana (que por cierto no escasea) creyeron buen negocio lucrar de ella, comprándole y vendiéndole el carro a aquellos que quieren siempre uno del año y pueden pagarlo y a quienes no. Hasta abrieron una página en la red.
Tras todo
Dicen que el 40% de los requerimientos planetarios de energía los satisface el petróleo, que los automóviles insumen más de la mitad de éste y que las reservas alcanzarán apenas para dos generaciones. Irónicas conclusiones tras un siglo de guerras energéticas, incluida la última en Afganistán y la próxima en Irak.
Personalmente, desde mi mezquino y nada democrático punto de vista, este enruedamiento de la gente sólo admite dos posibles explicaciones: 1. Que así el ciudadano se hace más ciudadano y consume más, ó 2. Que el ciudadano consume más y se hace más ciudadano. Lo que finalmente no importa, porque el desenlace es el mismo.
Colofón
En nuestras disquisiciones sobre el asunto, mi buen amigo Takuo comenta que en su país ya hacen pruebas con carros propulsados por hidrógeno que solo desechan agua; Indhu, que al conducir en el suyo debe esquivar además de a los demás coches, vacas, búfalos y elefantes; alguien a quien no citaré, que el periférico esta a vuelta de rueda, pero que aquel Pontiac está de poca madre!; y yo no termino de quejarme de las miradas misericordiosas y maltrato ubicuo a los ciclistas por parte de los automovilizad@s. Se nota que las perspectivas difieren en función a los intereses y afectaciones.
No obstante como la mayoría de los problemas globales, nos guste o no, éste también nos incumbe a tod@s y la disyuntiva está implícita en cada una de nuestras decisiones de consumo; por mi parte sigo sin saber conducir y leal a mi bicicleta.
Daniel Callo-Concha
Chapingo, México
Diciembre 20, del 2002