En esta columna quincenal, analizo un tema social vigente y ofrezco mi opinión en alrededor de 500 palabras (*)
* Se sabe que un(a) lector(a) promedio lee 250 palabras por minuto
En esta columna quincenal, analizo un tema social vigente y ofrezco mi opinión en alrededor de 500 palabras (*)
* Se sabe que un(a) lector(a) promedio lee 250 palabras por minuto
In this biweekly column, I analyze a current societal issue, and render my opinion in about 500 words (*)
* It is known that an average person reads 250 words per minute
Por Daniel Callo-Concha
Esta es una historia vieja. Se ha contado mil veces y se contará mil veces más. Infelizmente.
Hace dos semanas un grupo de partidarios del expresidente -y exdictador- de Siria, Bashar al-Assad, se reveló contra el gobierno encargado. Este, reaccionó enviando al ejército y haciendo un llamado público para unirse contra los rebeldes, arguyendo que querían desbaratar al nuevo gobierno en ciernes. De inmediato, miles de exguerrilleros y civiles armados se trasladaron al sitio de la insurrección y la sofocaron: eliminaron a los sublevados y de paso persiguieron y asesinaron a un millar de civiles. ¿Y por qué a los civiles? Por el solo hecho de pertenecer al grupo religioso alauita.
Los alauitas son una derivación de la rama chií del islam -la otra es la suni*-. Su teología combina elementos del islam, el cristianismo y otras tradiciones religiosas y místicas, que sus creyentes cultivan con cierto secretismo. Pero el problema no fue sólo ese, sino que el clan al-Assad era alauita también, y miembros de esa comunidad tuvieron roles prominentes en los 50 años de dictadura que precedieron a su derrocamiento. Como fuera, de momento ser alauita es estigma y quienes lo son acusan persecución.
Eliminar a los otros por ser tales es una vergonzosa tradición humana. En el siglo XVI, toda Europa se engarzó en una guerra que duró 30 años ¿La causa? Católicos y protestantes (cuyos abuelos no habrían sabido distinguirse unos de otros), no se ponían de acuerdo en sus posiciones teológicas ¿El saldo? 8 millones de muertos.
En 1994 como consecuencia del asesinato del presidente de Ruanda, J. Habyarimana, que pertenecía a la mayoría étnica hutu, el gobierno urdió y alentó al ejército y la población civil a exterminar a miembros de la minoría tutsi, presuntos culpables del magnicidio. Durante un mes, los tutsis fueron perseguidos de puerta a puerta, siendo torturados, quemados vivos y masacrados a un ritmo de 10 000 por día hasta alcanzar el millón.
Los rohinyás son un pueblo musulmán de población considerable en algunos países del sur de Asia incluyendo Myanmar, en este, que es mayoritariamente budista, a los rohinyás se les ha discriminado sistemáticamente y hasta denegado la nacionalidad. En 2017 los expulsaron en masa, y convertido a entre 700 000 y un millón de personas en el pueblo más numeroso del mundo sin estado, ahora esparcido por Bangladesh, Malasia, India y Tailandia.
En el 2020 el gobierno etíope, fue notificado de una revuelta independentista en la región norte de Tigray. Como respuesta, mandó al ejército a cercar la región, se alió con las fuerzas del país vecino de Eritrea y convocó a milicias de otros grupos étnicos. Lo que les unió a todos, fue la animadversión que tenían por la etnia Tigrayana. Además de sofocar la revuelta, la emprendieron con civiles quienes han sido objeto de masacres, violencia sexual, desplazamientos forzosos y bloqueos de alimentos y ayuda. Las víctimas se estiman en medio millón y los desplazados en 2 millones.
Esta breve, aunque apabullante colección demuestra algo: nuestra infinita capacidad para odiar a otros que apenas podemos distinguir de nosotros mismos. El pretexto puede ser cualquiera, una creencia, una herencia, o más tenue todavía, una versión de una creencia o la de una herencia. Esta lógica, la explica bien y por partida doble, el argumento que le escuché hace unos días a un judío para justificar su posición pro palestina: ellos son más cercanos a mí, en cultura, herencia y consanguinidad, haznos una prueba de ADN y verás…
Se atribuye al historiador E. Renan la frase, una nación existe desde que entierra a sus muertos. Si así es, esta retahíla de barbaridades sin fin no es más que un mecanismo para eternizar nuestras diferencias tribales. Es flaco el favor que los verdugos de los tutsis, rohinyás y tigrayanos se hacen, pues sus acciones perpetúan al otro, que ilusamente intentan eliminar.
Bien lo deberíamos recordar en estos tiempos de conflictos donde los otros se multiplican.
(*) La escisión entre el islam chií y suní ocurrió a la muerte de Mahoma en el año 632 AEC. Los chiíes creen que el liderazgo debería heredarse a los descendientes del profeta, mientras que los suníes, que este debería elegirse por consenso. Los chiíes suman 10-15% de los musulmanes y son mayoría en un puñado de países que incluye a Irán y mantienen relaciones fluctuantes el resto del mundo musulmán.
(**) En abril haré una pausa. La buena excusa de siempre: familia.
Por Daniel Callo-Concha
Esta será más una declaración que una columna de opinión. Es imposible mantenerse indiferente al atestiguar lo que viene ocurriendo en los Estados Unidos. Y no me refiero a los violentos giros en política exterior, comercial y geopolítica de la administración Trump, que ya son suficientemente alarmantes para tenernos a todos en ascuas. Sino a las medidas contra su propio sistema científico, las que como se verá, lo están convirtiendo en algo a lo que las palabras caos e incertidumbre le vienen justas.
Apenas tomó posesión de la presidencia el pasado enero, el Sr. Trump emitió una ráfaga de ordenes ejecutivas entre las que se incluía desmantelar las políticas de Género y Diversidad, Equidad e Inclusión promulgadas por la administración anterior, acusándolas de provenir de la izquierda radical y promover lo woke. Estas medidas se tradujeron en recortes de financiación, supresión de temas de investigación, amenazas y despidos de personal, y hasta eliminación de datos en agencias científicas federales, como NSF, CDC, NOAA, NASA*, y un larguísimo etcétera.
El ejemplo más infame de esta acometida ha sido una lista con palabras que los funcionarios de gobierno inspeccionan en las propuestas de investigación, artículos científicos y reportes que los científicos producen. Que estos contengan palabras como raza, género, covid, diversidad, no binario, latinx (que significa latino o latina), discriminación, discapacidad, transgénero, homosexual, igualdad, género, femenino, histórico, comunidad indígena, feto, LGBT, racismo, subrepresentado, etc., ha sido motivo para pedir la retractación de publicaciones, desechar investigación en marcha y hasta despedir a los que las hayan utilizado. La arbitrariedad rezuma en lo ridículo, cuando se incluye trabajos que usan el prefijo trans, como en transcontinental o transfronterizo, o peor todavía, a otros que incluyen palabras como clima o mujer.
Las razones que parecen motivar esta moderna inquisición, me parece, son tres. (i) Ahorrar el gasto público norteamericano. El Sr. Musk, operador número uno de tal cruzada, cree que la mayoría de las publicaciones científicas son inútiles. Lo que ignora la esencia acumulativa de la ciencia y menosprecia la siempre-sea-bendita serendipia, y de plano no es cierto, pues la ciencia tiene un retorno de entre 3.5 y 4 veces lo invertido; (ii) Contentar a su base política. Crítica de los excesos progresistas de la anterior administración en temas como género, raza y diversidad en general. Que seguramente necesitará para mantener el respaldo popular, una vez que se sientan los efectos de sus arriesgadas políticas económicas, y previendo el reflujo político en las próximas elecciones; y (iii) Enfrentar y socavar, esta vez directamente, la fuente de aquello que es el opuesto natural de aquello en lo que el señor Trump ha basado su carrera política: la verdad, la evidencia y el sentido común.
¿Por qué es esto importante? Los Estados Unidos son una super potencia científica. El menoscabo de su sistema científico implica un retraso general: medicinas, energías renovables y tecnologías sostenibles tardarán más en desarrollarse, y poniéndose dramáticos, tal vez algunas soluciones ya no ocurrirán.
Y más inmediato todavía, es que, medidas como las emprendidas por el Sr. Trump y su enorme coro de incondicionales, ya se ha comprobado, inspiran y empoderan a vecinos aquí y allá. Como hemos visto en nuestra América Latina, donde copias al carbón del Sr. Trump sienten validadas sus interpretaciones eclécticas de la realidad, como creer que es posible vivir en democracia y tratar a algunas personas como tales y a otras no tanto.
La última vez que escribí sobre una situación así me refería a Afganistán y su recaída en manos de los talibanes, cuestionando si un país podía desarrollarse en el siglo XXI con valores del siglo XV. Entonces, creo que todos lo consideramos una anomalía, una rareza, un accidente histórico. Crucemos los dedos para que lo que está ocurriendo en los Estados Unidos no sea distinto, y de ninguna forma se convierta en una tendencia regresiva y autodestructiva.
(*) Fundación Nacional de la Ciencia (NSF); Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC); Administración Nacional Oceánica y Atmosférica (NOAA), Administración Nacional de la Aeronáutica y del Espacio (NASA).
Por Daniel Callo-Concha
Casandra es un personaje mitológico cuyo don es conocer el futuro, que desesperadamente se empeña en comunicar. Pero el don viene acompañado con la maldición de la incredulidad: nadie creerá los vaticinios de Casandra, ya sea porque resulten inconvenientes, hayan sido formuladas de modo enigmático, o simplemente, la desidia o desinterés del destinatario. Así que los vaticinios, buenos o malos, no llegarán a oírse, sino que desencadenarán confusión y consecuencias, a menudo, fatales.
No sé quién dijo que la información es el oro del siglo XXI. Pero quien haya sido tenía razón. Cada día se producen 400 millones de Terabytes en datos (1 Tb equivale a 1000 millones de Gb). Y ahí hay de todo. Bibliotecas, archivos y enciclopedias, lo mismo que tweets, correos electrónicos y memes… Lo que conlleva el desafío de separar la paja del grano. Más ahora, que el internet es el escenario preferido de las batallas culturales. Así lo han entendido proyectos como Wikipedia y otros más específicos como Our World in Data (Nuestro Mundo en datos), portal especializado en problemas globales como la pobreza, el hambre, el cambio climático, la guerra, la enfermedad o la desigualdad. Temas que explora y sistematiza cuidadosamente, pero no en forma ni fondo, sino en su versión más absoluta: en estadísticas. Los números que Our World in Data ofrece, tanto como su procesamiento, visualizaciones y animaciones, son de comprobada calidad y riguroso tratamiento. Y tan importante como eso, los ofrecen gratuitamente, pues se financia gracias a donaciones. Alrededor de 5 millones de usuarios visitan el portal cada mes, contándose entre sus asiduos a la comunidad científica, organizaciones multilaterales y gobiernos, que la han encumbrado como una fuente confiable y autoritativa.
La cabeza visible de esta iniciativa es Hanna Ritchie. Una escocesa de 31 años, quien, aunque se especializó en ciencias ambientales, orientó su trabajo al análisis y la visualización de datos, y más adelante, a su comunicación para audiencias no científicas. Lo que hace apasionadamente en Our World in Data, entrevistas, podcasts, columnas y presentaciones aquí y allá. Esto bastaría para hacer de la Sra. Ritchie un personaje notable. Pero lo es aún más, que en enero de este año publicara su primer libro: Not the end of the World (No es el fin del mundo), que ha atraído justamente la atención pública.
Y esta es la razón: critica el discurso catastrofista sobre los problemas ambientales y sociales, y a cambio propone una visión optimista del futuro. Para sostenerlo hace lo que mejor sabe: utiliza los datos y sus tendencias históricas para demostrar que varios de nuestros problemas, como la reducción de la pobreza, la adopción de energías renovables, la salud, la educación o la conservación del medio ambiente están inequívocamente mejorando. En 1990 el 36% de la población (1.9 bill.) era considerada pobre, hoy lo es menos del 10% (689 mill.); los costos de producción de energía renovable han caído al punto que iniciativas para explotar energías fósiles van a resultar económicamente irracionales, e.g., los costos de los paneles solares bajaron 89% del 2010 al 2022 y ahora mismo, el 29% de la electricidad mundial proviene de fuentes renovables; solamente desde el año 2000 la mortalidad infantil se ha reducido a la mitad (12.7 mill. en 1990 a 5.2 mill. en 2019); la alfabetización, educación de niños -y sobre todo niñas-, y la formación universitaria han crecido sustancialmente en casi todas las sociedades del mundo, en 1990 accedían solamente 47% de niñas a la escuela secundaria, en el 2020 lo hicieron 75%; y sólo en China entre el 2000 y 2020, 23 millones de ha fueron reforestadas, un área casi equivalente a la superficie de Reino Unido.
A todos quienes tenemos hijos nos aterra el rumbo que el mundo sigue. Cada noticia sobre la crisis ambiental es una vuelta del puñal que acera nuestros pechos. Pero, al fin de cuentas ¿de qué sirve esto? ¿cuánto contribuye la desesperación a resolver la crisis? El optimismo de la Sra. Ritchie no es tonto, ni ingenuo, ni nihilista. Cuando nos urge a alejarnos de las narrativas pesimistas y en lugar de ello alimentar nuestro humor enterándonos de realidades como que la tecnología, las políticas adecuadas y los cambios de conducta ofrecen, no hace de terapeuta sino de agitadora, pues con ello demanda que nos involucremos en procurar y promover la innovación y la colaboración: en breve, ser parte de la solución.
Como le gusta decir: podemos ser la primera generación que haga al mundo mejor, y lo dice basándose en números, que como sabemos, no mienten.
(*) Esta es la segunda parte de la columna #93 publicada hace dos semanas (abajo).
Por Daniel Callo-Concha
Casandra es un personaje mitológico cuyo don es conocer el futuro, que desesperadamente se empeña en comunicar. Pero el don viene acompañado con la maldición de la incredulidad: nadie creerá los vaticinios de Casandra, ya sea porque resulten inconvenientes, hayan sido formuladas de modo enigmático, o simplemente, la desidia o desinterés del destinatario. Así que los vaticinios, buenos o malos, no llegarán a oírse, sino que desencadenarán confusión y consecuencias, a menudo, fatales.
Nick Bostrom fue un joven de inquieta inteligencia y espíritu insumiso. En su nativa Suecia, tras dejar la escuela secundaria para aprender por su cuenta, estudió física, neurociencia computacional y matemática, para años después terminar como profesor de filosofía en Oxford. En el 2005 fundó un centro de investigación con el sugerente nombre de Instituto para el Futuro de la Humanidad, destinado a ocuparse en incidentes que podrían amenazar la sobrevivencia o causar la extinción de la humanidad. Bostrom llamó a estos riesgos existenciales, y cuenta al cambio climático, la guerra nuclear, la nanotecnología, las pandemias y la inteligencia artificial, entre los más aparentes. Bostrom y su instituto han sido instrumentales en la popularización del tema hasta entonces ignorado, y más que eso, han definido su tratamiento académico, pasando de la teorización a la búsqueda de medidas para prevenirlos, y si cabe, para mitigarlos.
Su modus operandi incluye una prolija interdisciplinariedad; un apego por el rigor y la evidencia científica; a la vez que una desarmante capacidad para abrazar la incertidumbre. Como filósofo, Bostrom utiliza los juegos mentales como método y pedagogía. Por ejemplo, cataloga los riesgos en función a su alcance y severidad, para hacernos notar como el envejecimiento, el genocidio, o la extinción cultural, siendo fatalidades y calamidades que todos rechazamos, resultan insignificantes a escala pan-generacional (tomando en cuenta a todos los seres humanos que nos continúen, más o menos 10E16). Otra, es la probabilidad de ocurrencia de los riesgos, bien ejemplificada por exagerado miedo a la colisión de asteroides con la tierra: cada año miles de toneladas alcanzan la atmósfera y aterrizan apenas docenas de fragmentos minúsculos, claro, mientras no se trate de uno de 10Km que probablemente podría extinguirnos… como ocurrió con los dinosaurios hace 66 millones de años. Así que, sugiere Bostrom, bien nos valdría tener una tecnología que nos advierta a tiempo y nos permita tomar medidas al caso. Pero ciertamente más urgente, es la Hipótesis del Mundo Vulnerable, que Bostrom ilustra como una tómbola (el ingenio humano) de la que vamos extrayendo al azar bolas de colores (tecnologías más riesgosas cuanto más oscuras). Hasta ahora hemos sacado sólo bolas claras y alguna gris, la energía nuclear, que, aunque peligrosa es difícil de implementar y escalar. Pero inevitablemente se cerca el momento en que sacaremos una bola negra, una tecnología tan poderosa, en la que un error o un actor malintencionado, pueda desencadenar un riesgo existencial. Y, lo que es peor, que una vez que llegamos a ese punto, no hay vuelta atrás. Sin ánimo de espantar, si los miedos por la inteligencia artificial fueran fundados, la aparición hace unas semanas de Deep Seek presagiaría tal bola negra, pues hasta entonces sólo un puñado de conglomerados billonarios eran capaces de implementar tal tecnología…
Estas sombrías cavilaciones no tienen nada de imprácticas. Al contrario, tienen rentabilidades siderales. En palabras de Bostrom: el valor esperado de reducir el riesgo existencial en tan solo una milmillonésima de una milmillonésima de un punto porcentual es cien mil millones de veces mayor que el valor de mil millones de vidas humanas. Nada menos.
Prever cataclismos ambientales, conflagraciones sociales y accidentes cósmicos, no se ve como la tarea más agradable, menos todavía cuando su ocurrencia se presienta próxima. Para suerte de todos nosotros, hay quien tiene la visión y el talento para hacerlo, aunque eso endilgue una sombra de mal agüero.
PD. Debe decirse que N. Bostrom es un pensador prolífico y heterogéneo. Ha hecho numerosas contribuciones en campos como la super inteligencia, el transhumanismo, el futuro de la tecnología, el sesgo antrópico, la ética, etc. Mas, claro está, la intención de esta columna se limita al tema antedicho.
(*) Esta es una columna en dos partes. La segunda entrega, en dos semanas.
Por Daniel Callo-Concha
Isaac Asimov es justamente famoso por muchas razones. Entre ellas, haber escrito más de 500 libros, ser un autor de culto de la ciencia ficción, establecido las tres leyes de la robótica -que ahora más que nunca necesitaremos-, formulado numerosas especulaciones sobre viajes interestelares, viajes en el tiempo, alienígenas, relaciones sociales, política, etc. Pero una que de momento resuena, es la trama y un personaje de su famosa trilogía Fundación.
En ella, una civilización interestelar formada por infinitos planetas y galaxias se ha establecido, basada en la producción, el comercio y el avance tecnológico en grados siderales. Su escala es tal, que su administración se convierte en un dolor de cabeza y trae conflictos burocráticos y de poder, pero que a trompicones sigue funcionando aceptablemente. Hasta que un científico pionero, usando técnicas de su invención, predice el inevitable colapso de la civilización en 500 años, y ante la negligencia general se empeña en tomar medidas para que la humanidad sobreviva al cataclismo. Medidas como educar guardianes del humanismo y crear bancos de conocimiento y desperdigarlos por el universo, para que dado el caso refunden la civilización humana. Por un par de siglos todo va de acuerdo a lo previsto, escasez, conflictos y un decaimiento progresivo. Pero en cierto momento ocurre algo impredecible, un actor extraño, ajeno y hasta entonces marginal y marginado aparece en escena. El mulo, su nombre, es un mutante con superpoderes telepáticos que rinden ante él a individuos y sociedades, se hace de un sequito incondicional y poco a poco desmantela ambos modelos de sociedad, el productivista y el humanista, y con ello amenaza la continuidad de la humanidad misma…
Si la ciencia ficción ha demostrado algo es que ninguna elucubración es descabellada. Mil veces se ha confirmado que tecnologías, distopias y especulaciones se han hecho realidad ¿alguien dijo Orwell?, como esta, la de un individuo cualquiera, que emergiendo de su humana insignificancia se impone como líder y dictador. Decisor de lo que es justo y bueno y de lo que no lo es.
El reflujo político que hemos presenciado en los últimos años es ya de por sí preocupante. La decepción por la lentitud y eficacia de la democracia para procurar bienestar para la mayoría, se ha convertido en viento de cola para opciones autoritarias y populistas. Nuestra región ofrece ejemplos en todo el espectro político, que van desde la deforme izquierda autoritaria hasta la miope derecha libertaria. Este es un asunto mayor y debería no sólo preocuparnos sino ocuparnos a todos.
Pero sobre todo eso, que surjan actores externos que no solo den fuelle y sirvan de caja de resonancia a políticos y políticas disruptivas, sino que busquen implementar sus propias agendas globales, y aquí lo peor, que sean capaces de hacerlo, no tiene precedentes. El señor Musk es el primero de este tipo de villano, y aquí quiero aclarar que no me refiero a sus opiniones (aunque fuerce a leerlas a medio mundo, ajustando su red social a voluntad: durante el 2024 mensajes suyos conteniendo información falsa alcanzaron 2000 millones de personas), sino a sus acciones, que vaya que lo pintan de cuerpo entero: interfiere en políticas exteriores e interiores de países extranjeros, altera la autonomía electoral de países soberanos, desperdiga teorías de conspiración para debilitar gobiernos, y hasta se ha permitido amenazar con golpes de estado a líderes que le contraríen, en suma, un bully a escala planetaria.
La literatura, como decía aquel célebre escritor, nos deja ver la verdad en las mentiras, y la buena ciencia ficción estira aquello hasta lo inverosímil hasta que se hace verosímil. Como el mulo. Parecía imposible que un individuo egoísta y autocomplaciente fuera capaz de alterar las vidas de cientos de millones de personas, hasta que como acabamos de atestiguar es escalofriantemente posible.
Pd. Hace un par de años, el señor Musk ya insinuaba lo que podía ser.
Por Daniel Callo-Concha
Seguramente que hay mejores fuentes para enterarse del feminicidio y sus sinrazones, pero apelando al mandato de esta columna, le dedicaré esta, y para más inri, un comentario al final.
La última columna del año suelo dedicarla a un tema que convoque a reflexión durante la pausa que se avecina. Con lo mucho que ocurre hay para escoger. Pero me he decidido por algo tan grave que literalmente afecta a medio mundo, y trágicamente, es ignorado también por medio mundo.
El reporte de Naciones Unidas para la Mujer del 2023, dice que en el mundo se cometieron 51 000 feminicidios. Esto es 140 cada día y uno cada 10 minutos. Hay diferencias regionales. En África los índices son los más altos: en promedio 2.9 por cada 100 000, le siguen América con 1.6, Asia con 0.8 y Europa con 0.6. Aunque estos promedios encubren los extremos, como los de El Salvador y Jamaica, que llegaron a 13.9 y 11, las tasas más altas del planeta. Signos de algo tal vez más penoso, aunque América no es la región donde se comenten más feminicidios (es Asia), es en nuestro continente donde los índices de feminicidio se mantienen mientras que en el resto del mundo descienden.
Bueno, dicen los cándidos, todos morimos, también matan hombres, se matan más hombres que mujeres, o ¿de qué va concentrarse en las muertes de las mujeres?
La clave está en la definición misma del feminicidio, cuya acepción más breve es el asesinato de mujeres por el hecho de serlo. Y aquí el quid: de cada diez personas asesinadas en el mundo, ocho son hombres y apenas dos son mujeres. De estas dos mujeres simbólicas, 60.2% son asesinadas por su pareja o familia, mientras que, en el caso de los hombres, de los ocho, solo el 11.2% es asesinado por parientes. A esto, hay que sumarle las llamadas muertes de honor (aproximadamente 10% del total de feminicidios), donde la comunidad se ensaña con las mujeres por haber transgredido alguna convención social machista, como tener sexo antes del matrimonio, haberse embarazado, haber cometido adulterio o inclusive haber sido violada.
Estos números son tan apabullantes que solo deberían dar lugar a medidas apremiantes para detenerlos. Y aquí viene la segunda parte de esta tragedia: gobiernos, sociedades, comunidades e individuos o pretendemos que no ocurren (como la consecuente inacción policial, típica en América Latina), o nos mantenemos indiferentes (como en México, donde son asesinadas 10 mujeres cada día), o hasta tomamos medidas para boicotear su prevención (como en la Argentina donde ha politizado la asistencia de emergencia para mujeres, o en Turquía que se ha salido de acuerdos internacionales que las protegían).
Esto último, politizar las medidas para proteger a las mujeres dentro de la guerra cultural es inaceptable. Ya no se trata de maldecirse mutuamente de macho tóxico y feminazi. Va mucho más allá ¿cuánto? En las recientes elecciones de los Estados Unidos, el género fue determinante: los hombres votaron mayoritariamente por el partido republicano dizque para afirmar sus entendidos roles de masculinidad que creían amenazados. ¿A quienes creen que tenían en frente? No quiero imaginarlo.
El asesinato, el homicidio y el feminicidio son asuntos definitivos. No hay espacio para discutir, relativizar o regatear. Lo único que cabe es eliminarlo y hasta entonces prevenirlo, todo lo demás es permisivo.
La información y estadísticas son tan duras, tan avasalladoras, tan inequívocas que no hay espacio para justificación ni contención. Lo que sin embargo ocurre, y como van las cosas se acrecentará en los años por venir…
Hace tres años, fue esa la razón principal que motivó esta columna, y la misma que la mantendrá por algún tiempo más, y ojalá, algunos de ustedes acompañen.
(*) Como ya es usual a fin de año, hare una pausa por fiestas. ¡Hasta enero!
(**) A quienes les interese: pueden unirse a un grupo de whatsapp para recibir la columna directamente en sus teléfonos. Click aquí.
Por Daniel Callo-Concha
A todos nos fascinan las historias de niños y niñas que aprenden a leer a los dos años, tocan el piano a los cuatro, resuelven ecuaciones diferenciales a los 6 y obtienen títulos universitarios a los 10. Pero no tanto las de aquellos que no dejan de llorar, se demoran en caminar o hablar, no consiguen concentrarse, ni muestran interés en aprender. En todo salón de clase suele haber alguno que no logra estarse quieto, habla sin permiso y molesta a los demás; los maestros los reprenden, los conminan a no dejar las carpetas, no dejan de repetir que están decepcionados, y casi sin excepción, les auguran futuros sombríos (*).
El Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH) es aún considerado una dolencia mental que se manifiesta por síntomas como dificultad para concentrarse, hiperactividad, impulsividad, falta de organización, humor fluctuante, etc. El canon médico afirma que el TDAH aparece en la infancia, puede persistir y hasta agravarse en adultos, impidiéndoles tener una vida plena y funcional. Su tratamiento incluye medicación, terapia psicológica y cuidados específicos a otras dolencias mentales que le acompañan, pues sucede que el TDAH casi nunca viene solo, sino que arrastra a un sinnúmero de condiciones colaterales.
Se creía que alrededor del 2.5% de las personas padecían de algún grado de TDAH, hoy se cree que la proporción varía entre 1 y 10%. Números imprecisos, porque su diagnóstico no es sistemático ni reproducible, y varía tanto por la tradición médica del lugar donde se haga, como por entorno social y cultural del mismo. Y esto merece un acápite aparte: el diagnóstico de TDHA es tan sujeto a sesgo, que los infantes diagnosticados duplican en proporción a los adultos (quienes evidentemente controlan mejor sus manifestaciones); los niños más pequeños de la misma cohorte de edad son diagnosticados con más frecuencia que sus pares (generalmente por no ajustarse las expectativas del sistema educativo); y los varones diagnosticados con TDHA superan a las mujeres en una proporción de hasta 3:1 (porque en el pasado, a ellas se les diagnosticaba preferiblemente con depresión y afines).
Y la imprecisión no acaba ahí. Cuando se indaga por las razones que causarían el TDHA, estas son tantas y tan diversas, que es imposible trazar una línea roja. Se mencionan, por ejemplo, el consumo de alcohol y tabaco durante el embarazo, enfermedades virales como el sarampión, bajo peso al nacer, consumo de alimentos con preservantes, exposición a sustancias toxicas, traumas psicológicos, y claro, la genética (aunque esto último parece contundente, pues su heredabilidad ronda entre 70 y 80%).
Son estas divergencias e inconsistencias las que han llevado a los especialistas a buscar un marcador que explique la ocurrencia del TDHA. Un parámetro observable: sustancia bioquímica, trayectoria neurológica, patrón cerebral…, algo en lo que los miles de estudios sobre TDHA converjan como su causa o expresión. Este, para bien o para mal no ha aparecido.
Y tal vez para bien. Porque el creciente escepticismo da brillo a la tesis del TDHA como construcción social, que va dando vueltas por décadas defendida por psiquiatras, psicólogos y pedagogos progresistas. Que dice que el TDHA no es una condición como tal, sino que ha evolucionado para penalizar a las personalidades que divergen de la norma social adjudicándoles una patología. Esta proposición se ha renovado ahora al hablar de la neurodivergencia, que dice que todas las personas somos sustancialmente distintas, y desarrollamos, nos comportamos y hacemos lo que tengamos que hacer en tiempos y formas dispares. Y está de más decir que para ello no hay hormas.
Tal vez saber que aquel niño no está así de enfermo no cambie mucho su vida. La inquietud, el ruido, la impaciencia y la incertidumbre son fantasmas que le acompañarán y deberá aprender a gobernar. Pero si en lugar de estigma, prejuicio y castigo, recibiera entendimiento, paciencia y cariño de sus pares, tutores, maestros, y sobre todo de sus progenitores, está claro que su vida será otra. Será mejor.
Al fin de cuentas todos los niños son especiales. Algunos, simplemente de manera distinta.
(*) Sobra decir que tales rasgos no son augurio del futuro adulto: A. Einstein solo habló hasta los 4 años, W. Churchill era considerado un niño “retrasado” y a C. Linneo no le interesaba asistir a la escuela.
Por Daniel Callo-Concha
Democracia, viene del griego y significa el gobierno de la mayoría. Históricamente, sucede a otras formas de gobierno, como la monarquía y dictadura, que otorgaban arbitrariamente el poder a elites minoritarias, ya sea por el privilegio de nacimiento o por la fuerza. En general, se entendía que la democracia es connaturalmente superior a todas las formas de gobierno que la precedieron por una cuestión axiológica: todas las personas somos inherentemente iguales y ninguna debería imponerse a las demás. Por ello es que la democracia se ha convertido en ideal y procurarla, cultivarla, defenderla, etc. es lo políticamente correcto.
Asi pues, se asumía que era indefectible que todos los estados evolucionaran a convertirse en democracias. Que era nada más cuestión de tiempo para que reyes, tiranos y patriarcas todopoderosos fueran cambiados por personas comunes elegidas por el resto. Y por un tiempo fue así. Pero desde hace poco los datos dicen lo contrario. En los últimos 10 años el número de estados plenamente democráticos se mantiene en alrededor de 20, mientras que el de estados autoritarios ha aumentado (de 33 a 41). Los cambios no son solo en número sino en calidad, han aumentado también las llamadas democracias fallidas, países que cuentan con instituciones electorales y llevan a cabo comicios regulares, pero que en el día a día son disfuncionales. Las fechas sugieren que tal tendencia se ha acelerado por la pandemia de COVID-19 y la guerra ruso-ucraniana, que desequilibraron los delicados esquemas económicos y sociales, con inevitables efectos políticos. Pero sus razones, dicen los especialistas, son de fondo: el surgimiento del populismo, el aumento de la polarización política, la pérdida de credibilidad de las instituciones y la manipulación de los medios de comunicación. En América Latina esta tendencia es especialmente acendrada. Más de la mitad de los latinoamericanos dicen que aceptarían regímenes no democráticos si estos son funcionales y entregan resultados. Lo que explica la colorida paleta de líderes en nuestra región, quienes indistintamente a su perfil ideológico se orientan hacia un autoritarismo creciente. La situación se alinea bien con lo que alguien me dijo hace algunas décadas en el Chile post-Pinochet: alguien tiene que cortar el queque.
Este utilitarismo no proviene de los ciudadanos solamente. Hay estados que lo proclaman abiertamente desde hace mucho tiempo, afirmando que la democracia no debe tener una definición y práctica únicas, sino más bien, establecer versiones coyunturales a las realidades donde se implemente. Porque la democracia para ser efectiva, debe generar beneficio, rentar, servir. Dicen.
Y ahí parece que está el problema en nuestros días. En la confluencia entre votantes y políticos para transar entre lo idealizado y lo funcional. Cuando los gobernantes y las elites, debilitan el equilibrio de poderes, gobiernan por decreto o cambian las reglas para perpetuarse, nos alejamos de a pasitos del ideal democrático. Puede que algunos (muchos a veces) lo celebren y validen en el corto plazo, pero se ha demostrado que este camino lleva indefectiblemente a la vulneración de los derechos de las personas y luego luego de la sociedad toda.
Al parecer el arco de la historia se repite una vez más y volvemos a tiempos de grandes timoneles y dictadores por un día. Y aun cuando hay algo de fatalidad en ello, hay una diferencia fundamental con el pasado: nuestro acceso a la información y el conocimiento es ahora infinitamente superior a todos los tiempos que nos antecedieron. Y esto debería significar algo.
W. Churchill dijo famosamente que La democracia es la peor forma de gobierno a excepción de todas las demás (…). Y aunque es esta misma democracia la que descalabra países via referéndums como el Brexit, enviste hombres fuertes como presidentes y convierte a grupos de interés en concejos omnímodos, la visión histórica de las sociedades y el sentido común nos insta a no renegar de ella, pues a la larga, simple y llanamente es la alternativa menos mala.
¿Qué hacer? Como casi siempre: educar, educar y educar.
Por Daniel Callo-Concha
El cannabis, marihuana, hachís, etc. es una planta alucinógena consumida masiva y milenariamente. No exagero. Los vestigios más antiguos datan de hace 12 000 años y son ubicuos. Los arqueólogos han encontrado trazas de cannabis por doquier, en la India, el norte de África, a lo largo y ancho de Europa, en medio oriente y también en la llamada tierra santa. Con frecuencia, los hallazgos coinciden con situaciones rituales, lo que lleva a creer que su uso era preponderantemente místico y religioso, lo que no ha desaparecido: todavía hay culturas y religiones donde el consumo de cannabis tiene un valor sacramental, como para las comunidades rastafari de Jamaica y Etiopia.
En comparación a otras drogas, el consumo de cannabis es sólo superado por el de alcohol y tabaco. En el 2016 el 3.8% de la población del planeta consumía cannabis, lo que es impresionante cuando se compara con el 0.2% de la población usa cocaína, pero no tanto si se le contrasta con el consumo de tabaco (23,3%). Es que el cannabis cae en un cierto limbo. La mayoría no lo toma por una droga fuertemente adictiva y destructiva, pero tampoco la consideran completamente lúdica e inocua. Esta tendencia ha llegado a la política, más y más países han descriminalizado su consumo recreacional, lo han regulado o lo toleran informalmente . Y muchos más aceptan su uso en tratamientos médicos.
Esta creciente bendición pública del cannabis ha causado un fenómeno singular. En los últimos años, innumerables productos derivados han aparecido en el mercado: aceites, pastillas, suplementos dietéticos, gotas, etc., prometiendo lidiar con igualmente innumerables dolencias: insomnio, depresión, ansiedad, inapetencia, nausea, artritis y hasta síndromes como Parkinson y Alzheimer. A través de anuncios en televisión, publicidad en redes sociales, por medio de correos electrónicos, vía influencers, y el infalible boca a boca, somos atiborrados con información de sus imperdibles beneficios.
Para aclarar esto hay que ir al detalle. El cannabis contiene muchas sustancias. La que es responsable principal de sus efectos psicoactivos se llama tetrahidrocannabinol (THC), pero hay varias otras que se creía contribuían también a tales efectos, entre las que destacaba el cannabidiol (CBD), y es precisamente el CBD que ha devenido en ingrediente principal de esta legión de productos que se insinúan como panacea.
Lo cierto es que, al aislar el THC y el CBD y probar sus efectos en condiciones controladas, el CBD no ha producido resultados conclusivos en ninguno de sus supuestos tratamientos benéficos. Los muchos estudios que han intentado replicar tales efectos en laboratorio, por lo general se quedan cortos ante la proclama. Más bien, en ocasiones sus efectos han sido interiores a otras sustancias no relacionadas al cannabis... Al parecer, la popularidad de CBD proviene de estudios preliminares en el tratamiento de epilepsia o sueño; y aquí uno se pregunta si la atención a estos resultados fue influenciada por tratarse de un derivado del cannabis, a que si se hubiera tratado de otra sustancia.
Contrariamente, diversos estudios con aplicaciones médicas del THC siguen confirmando su mérito terapéutico.
Las circunstancias son aquí clave: ocurre que la coincidencia entre la ola de liberalización del cannabis y el anuncio de los superpoderes del CBD han coincido groseramente. Lo que ha sido aprovechado comercialmente: emprendedores han producido, promocionado, vendido y hasta inventado, productos derivados del cannabis con poco o ningún valor probado. Un análisis de 84 productos basados en CBD contenían cantidades inferiores a las anunciadas y más bien contaban con otras sustancias que causaban efectos varios como la cafeína o la taurina.
Tras todo esto, ¿cómo se explica el extasiado beneplácito de los consumidores de CBD? Al parecer la explicación evoca un efecto secundario de la propaganda, los testimonios, la liberalización del cannabis, etc.: finalmente, tener a mano a la ansiada panacea. En una palabra, placebo.
(*) En la formalización del consumo del cannabis, no puede ignorarse su tráfico ilegal. Oficializar su producción, distribución, comercialización, e indirectamente, consumo, se ha demostrado previene el surgimiento y aumento de la violencia y otras actividades criminales. Recientemente, el gobierno alemán ha instaurado un innovador modelo de clubes de consumidores, a los que endosa todas estas actividades. La justificación usada ha sido lapidaria: la protección de la juventud.
Por Daniel Callo-Concha
Cuando escribo esto se acaban de entregar los premios Nobel. De más está decir que el premio es mundialmente reconocido por ensalzar la excelencia académica y reconocer las contribuciones científicas a la sociedad. Pero a la vez, el Nobel es también inmensamente amplificador: al tocarlos con su varita mágica, profesores generalmente desconocidos, son arrancados de sus vidas recatadas e inyectados en vorágines equivalentes a las que malviven las super estrellas de la música.
Y tal vez ahí radique la cuestión a la que se dedica esta columna: todos sabemos que quienes ganan el Nobel son individuos de extraordinario talento, dedicación y compromiso, e implícitamente, asumimos que su conocimiento y talento son generosos, amplios y exceden los confines de sus especialidades.
Al caso, una resabida anécdota cuenta que, tras ganar el premio Nobel de física en 1921, A. Einstein hacía una gira ferroviaria por Europa. Como apasionado músico amateur, el físico solía llevar su violín consigo, el que solía tocar por las noches en solitario. Se había corrido la voz, y en cada estación le esperaba una multitud que nada más verle prorrumpía en aplausos. Algunos al notar el violín no pararon hasta persuadir al sabio para tocarlo. Así fue, que poco a poco Einstein acompañaba aquellos baños de popularidad con una que otra serenata que los asistentes aplaudían cual si escucharan a Paganini…
La de arriba es una anécdota inocua, ni Einstein se creía Paganini ni sus audiencias excedían la pantomima. Pero ha habido y hay muchos ganadores del Nobel que sí lo hicieron: pregonar afirmaciones pseudo científicas e irracionales amparados en sus laureles. Socarronamente se ha llamado a tal fenómeno Nobelitis, la dolencia de los premios Nobel.
El caso paradigmático fue L. Pauling que ganó dos Nobel, química en 1954 y la paz en 1963, tiempo después desarrolló una ensimismada afición por los suplementos vitamínicos, que argüía, servían para tratar la esquizofrenia y prevenir el cáncer; J. Watson, uno de los descubridores del ADN y Nobel de medicina en 1962, repetía que las personas de origen africano eran inherentemente menos inteligentes, que la gente obesa eran menos trabajadora, y que quienes nacen en los trópicos tienen la libido sexual más elevada; B. Josephson, física 1973, creía en la telekinesis; K. Mullis, medicina 1993, no aceptaba que el cabio climático hubiera sido causado por el hombre, y que adjudicar como causa del SIDA al virus HIV era una confabulación; L. Ignarro, medicina 1998, sazona sus presentaciones científicas con la promoción de suplementos dietéticos de una desacreditada corporación; y L. Montagnier, co-descubridor del virus de HIV y Nobel de medicina 2008, sostenía que algunas moléculas de ADN emiten ondas de radio y se teletransportan, y que las vacunas causan autismo. Sobra decir que ninguna de estas aseveraciones ha sido refrendada científicamente y varias lindan con la charlatanería.
Hay varios argumentos para explicar porque estos brillantes individuos abrazan ideas extraviadas: la más obvia es que el genio se les sube a la cabeza y la desmesurada atención que reciben distorsiona su objetividad. Otra explicación dice, que el estar fuera de foco no les es extraño. Al contrario, puede que ensimismarse e ignorar las opiniones ajenas, haya sido precisamente la clave para desarrollar ideas originales y les haya traído el éxito académico. Y tal vez la más interesante, que la inteligencia no necesariamente está correlacionada con la racionalidad, que ser listo no es garantía de tener sentido común. Nomás veamos, el día a día nos ofrece infinitos ejemplos de personas inteligentes tomando decisiones opuestas al sentido común: comprar boletos de la lotería, asignar valor emocional a objetos o el bajarse de un avión por miedo a que se caiga. ¿Por qué tendrían que ser los científicos distintos? ¿Y por qué los ganadores del Nobel serían distintos?
Puede que incluso sea un poco al contrario, y aquí hay una confesión de parte, si hay un colectivo donde la excentricidad abunde, ese es el de los científicos, y con esta crece también la probabilidad de decir y hacer una que otra majadería…
Por Daniel Callo-Concha
Periodistas y científicos sociales han notado que la palabra fascista(*) se ha popularizado en la escena política y cultural. De momento, medio mundo llama fascista a la otra mitad. Por ejemplo, lo hicieron entre sí a cuenta de sus políticas interiores y exteriores, D. Trump, J. Biden y V. Putin; y más recientemente lo han hecho también los lenguaraces E. Musk, J. Milei y N. Maduro. Pero el jaleo va más allá de los lideres políticos. También se imputan mutuamente de fascistas, judíos y musulmanes, liberales y conservadores y hasta carnívoros y veganos. En todos estos casos por la peregrina razón de ser quienes son. Lo que da a entender que el uso de la palabra fascismo es cada vez menos sustancial y más alegórico, que más que significar lo que busca es hostigar.
Esta evolución del fascismo hacia lo polivalente y contextual no es excepcional. Ahora hay muchas palabras, cuyo uso público ya no denota un concepto preexistente, sino una serie de opciones a juzgar por el interlocutor y el entorno. Los ultimos tiempos nos han dado una colorida paleta: liberal, conservador, socialista, anarquista, comunista, ecologista y feminista, solo por citar las más obvias.
Por un lado, está claro que las palabras evolucionan a la par que sus usos y a veces los últimos redefinen los primeros. Lo que es legítimo, aunque en este proceso a menudo la motivación sea artera. Contundentes ejemplos son las persecuciones Estalinistas y Macartistas ocurridas en ambos bandos de la guerra fría, donde endilgarle a alguien la etiqueta de burgués o comunista podía convertirse en sentencia de defenestración, deportación y hasta ejecución.
Pero lo que ahora hace especial a este relativismo semántico son los cambios sociales expresados en la ordenación del espectro político. Hasta mediados del siglo XX se daba por universal la existencia de los extremos de izquierda y derecha, y la adscripción a uno de los dos era lo estándar, al menos que se optara por el insípido centro. Aun así, no tardaron en aparecer posiciones centristas, libertarias, progresistas o colectivistas, que han transformado el espectro bilateral en uno multilateral. Ocurrió primero que los valores que se asociaban a la derecha e izquierda se hicieron más centristas; segundo, que los extremos abandonados se poblaron por posiciones más ultra; y tercero, que el espectro político todo parece deslizarse hacia la derecha. Y si esto no es bastante, y aquí vuelvo a la terminología, sea cual sea la posición política, los cambalaches semánticos ocurren más y más a menudo. Así pues, uno puede ser económicamente conservador y socialmente liberal, lo que antes equivalía a ser de derecha e izquierda, o mal-intencionadamente, burgués y comunista… Lo que puede que ayude a explicar nuestra confusión en el uso de los términos, y de paso, entender que pasa por la cabeza de alguno cuando llama a otro de fascista (y ojalá prevenga a quienes leen esto de hacerlo).
Los científicos políticos llevan un buen rato teorizando sobre modelos que expliquen este cambiante espectro político. Son conocidos el diagrama de Eysenck, el gráfico de Nolan, o el curioso mapa cultural de Inglehart y Welzel, que a través de visualizaciones ayudan a entender como las posiciones políticas podrían estar organizadas. En esto, una herramienta interesante, que va a ser también una forma inusitada de terminar esta columna, es la brújula política: una guía interactiva para estimar nuestra propia posición política. Y ya que estamos, si no tiene nada que hacer en los próximos 30 minutos, tal vez sea una buena ocasión para conocer cuál es la suya.
(*) Etimológicamente, fascismo deriva de fascio, un artilugio usado por los romanos como símbolo de autoridad, luego retomado a inicios del siglo XX por el líder italiano B. Mussolini para denotar grandeza. Como movimiento político, el fascismo alude a un gobierno autoritario y centralizado que ensalza e impone una visión nacionalista, y suprime a quienes la cuestionan.
Por Daniel Callo-Concha
A estas alturas, he pasado más de la mitad de mi vida fuera del país donde nací. Lo que me convierte, junto a otras 300 millones de personas, en inmigrante. Así que lo que sigue, lleva el matiz de parte interesada.
Hoy en día la inmigración es un tema conflictivo políticamente. Ya sea en países de destino o emisores, su alusión desata encendidos debates a favor y en contra. Las elecciones en Norteamérica, Europa y Oceanía, destinos históricamente populares, las elecciones se convierten en referéndums sobre las políticas para limitar la inmigración. Lo que ha empoderado a posiciones políticas que suelen abrazar posiciones conservaduristas, nacionalistas y hasta nativistas. Ha sido el caso de Australia, Dinamarca, Finlandia, Holanda, Hungría e Italia, donde partidos de extrema derecha han logrado el poder, y situaciones parecidas se asoman por Austria, España, los Estados Unidos, Francia, Suecia y hasta la culposa Alemania. Abundan ejemplos infelices de emigrantes que han perdido la vida en la travesía (sólo en Europa las estadísticas cuentan alrededor de 4000 por año); y son muchos más los que al llegar a su destino son hostigados, perseguidos y hasta criminalizados. Así pues, en poquísimos años, se ha hecho común hablar de muros, ilegales, controles, internamiento, cierres de frontera, selección, reubicaciones y hasta de deportaciones.
Pero la emigración no sólo se da hacia Norteamérica, Europa y Oceanía, ni el rechazo a los emigrantes es exclusivo de esas regiones. Infaliblemente, entre los destinos preferidos de los emigrantes siempre están los países vecinos, lo que suele tornar las relaciones transfronterizas y regionales en connivencias de amor-odio. Y de esto no escapamos nadie. Así, son equivalentes el desdén en los norteamericanos por los latinoamericanos, a la inquietud de los europeos por quienes viene del Levante o África del norte, y la intolerancia y despecho de la que son objeto los venezolanos en el resto de Sudamérica.
Lo cierto es que el fenómeno de la migración no ha cambiado tanto. A pesar de su aparente vertiginoso aumento en los últimos años (100 millones en 1960 a 300 millones ahora), los especialistas están de acuerdo en que la proporción de migrantes hoy no es tan distinta a la de hace 20, 50 y hasta 100 años. Alrededor del 3% de la población. Lo que sí ha cambiado, y sea esto dicho desde el punto de vista de occidente, es el origen de los inmigrantes: antes estos eran abrumadoramente europeos, ahora lo son principalmente asiáticos y latinoamericanos, y se prevé que en el futuro serán mayoritariamente africanos.
Pero saber esto no cambia la cautela, el temor y la xenofobia que la migración inspira. La asociación de lo extranjero con diferencias culturales, raciales y religiosas es común. Pero por encima de todos estos prejuicios, está la pobreza: se cree que los inmigrantes ávidos por oportunidades económicas debilitan las estructuras sociales y financieras de los países que los reciben. Contradiciendo este popular argumento, los economistas en masa reconocen que la inmigración siempre tiene un balance positivo en la economía del país receptor. La ecuación es simple: un migrante económico apenas llegar multiplica su valor productivo y lo añade al del país receptor, en números, es el caso de un trabajador que gane 100 donde nació y 1000 donde arribe. Migrar es simplemente la manera más rápida de transferir riqueza. Cualitativamente, está demostrado que los extranjeros mejoran el desempeño que los grupos que los acogen, precisamente por su cultura, idiomas o simplemente su manera de pensar y ver las cosas. Sin mencionar el hecho de que buena parte de los trabajos que toman los extranjeros corresponden a sectores como agricultura, hospitalidad, cuidado, etc., que son desdeñados por los locales, aun cuando son cruciales para la sociedad.
No hay esquizofrenia sino cálculo cuando los políticos proclaman a sus votantes que velarán por regular la llegada de emigrantes a la vez admiten su necesidad para la economía. En oro, no hay futuro posible sin inmigración, sino veamos la bomba de tiempo de la natalidad. Los países del Golfo, los mayores recipientes del mundo, lo ha entendido así, e inclusive países como Hungría, que han hecho de su alergia a lo extranjero su divisa, han activado políticas de inmigración.
Al fin de cuentas, como I. Goldin dice, todos somos migrantes. Bien nos valdría recordárnoslo de vez en cuando.
Por Daniel Callo-Concha
En el último lustro varias palabras se han incorporado al léxico popular. Una de estas, y por razones que veremos luego es viral (*).
Viral fue la infodemia que ocurrió durante la pandemia de COVID-19 e inició una guerra cultural que aún nos azota; viral fue la primavera árabe que desencadenó el reclamo democrático en una decena de países del norte de África y el Levante. Virales han sido los movimientos sociales Me too y Black Lives Matter, pero también lo han sido el libro Sapiens de N. Harari, la película Barbie y las canciones de Taylor Swift. Asimismo, son virales anuncios comerciales, posts en internet, memes, hashtags, lemas, logotipos, etc. Pero y, sobre todo, han sido y son virales el uso cotidiano de las plataformas de redes sociales como Facebook, Whatsapp, Twitter o Instagram.
¿Cómo ocurre que algo aparezca en un rincón cualquiera de la sociedad y se disemine al punto de que poco tiempo después, medio mundo sepa de él? La respuesta es algo intrincada, pero como toda buena historia se inició en la cabeza de alguien, la del matemático Leonard Euler hace 300 años. Quien por entonces vivía en Königsberg (hoy Kaliningrado, Rusia), una ciudad surcada por el río Pregolia y entonces famosa por los 7 puentes que la atravesaban. Un bien día, Euler se preguntó si sería posible recorrer la ciudad atravesando cada puente una sola vez. La solución, que ya habrán adivinado, fue más complicada de lo esperado dio origen a la teoría de redes que tiene una multitud de aplicaciones, pero recientemente se ha convertido en la piedra angular del internet.
En teoría de redes lo que cuenta no son los nodos (digamos, cada uno de nosotros) sino los vínculos (nuestros amigos de Facebook o a quienes seguimos en Twitter). Gracias a estos uno puede conectarse a muchos otros y vía algunos de estos a muchos más, lo que hace que potencialmente podamos alcanzar a medio mundo en pocos enlaces. Fenómeno del que somos parte varias veces al día cuando nos conectamos a algunas de las ubicuas plataformas de redes sociales. Esto responde al cómo de los virales.
El qué lo constituye el contenido. En el caso de los virales que nos ocupan, se suele creer que el contenido es clave, pero la evidencia deja dudas al respecto: cada día se lanzan millones de piezas de contenido procurando audiencia, iniciativas de mayor o menor relevancia, inteligentes o bobas, trascendentes o triviales, útiles o no, que lo único que tienen en común es su ciega búsqueda de máxima acogida, y detrás de ello, el interés de sus creadores por atención, celebridad o dinero.
Minimizar la importancia de los virales es de una ingenuidad supina. Y daré un dato aclaratorio: en este momento, las cinco compañías más ricas del planeta lidian con tecnologías de la información e información misma… Entonces al final no hay sólo adolescentes ensayando pasitos de baile o gurús recomendando tomar dos litros de agua al día, sino bloques políticos, ideológicos y comerciales luchando por nuestra atención y confianza.
De ahí que desembrollar cómo funcionan los virales ocupa a especialistas se devanan los sesos averiguando: ¿Cuán pegadizo debe ser el contenido?, ¿qué hacer para incitar a compartirlo?, ¿a quienes debe llegar para desatar una reacción en cadena?, o ¿cómo y cuándo se alcanza el punto de inflexión? Así, han desvelado algunos de sus secretos. Por ejemplo, se creía que los eventos o individuos con un gran número de conexiones -malamente llamados influencers- causaban los virales, hoy se sabe que son apenas anunciantes tardíos; se pensaba que un viral debía iniciarse en sitios donde abundan los nodos densamente conectados, cuando en verdad un viral siempre comienza en la periferia; y que para que algo se convierta en viral, debe alcanzar al menos al 25% de la población.
Tal vez saber cómo operan los virales nos ahorre la decepción de ver agonizar nuestras más atesoradas recomendaciones, pero tal vez más importante, puede que nos prevengan de acoger otras maliciosamente concebidas y optar por las que en verdad nos favorezcan.
(*) Como es evidente, la acepción usada no se refiere a los virus como agente infeccioso en biología o computación.
Por Daniel Callo-Concha
El Homo sapiens (personas como nosotros) lleva sobre la tierra 200 000 años. Hay pruebas arqueológicas de que al menos desde hace 50 000 años mantiene algún tipo de creencia religiosa, que desde entonces se ha convertido en una práctica casi universal. Parece que los humanos necesitamos un credo colectivo para armonizar nuestra vida en comunidad.
En estos 50 000 años se han sucedido innumerables religiones, pero sólo en los últimos 2000 unas pocas han prosperado desproporcionadamente. Los especialistas llaman a estas religiones mayores, a partir de su prominencia geográfica, número de afiliados, antigüedad, etc. El budismo, cristianismo (en sus muchas vertientes), hinduismo y el Islam suelen listarse entre ellas, y en ocasiones el judaísmo también. Aunque es cierto que casi cuatro quintas partes de la población global profesa alguna de estas fes, lo es también que no pocos incurren el monismo al asumir la suya como la correcta, la única. Lo que configura una falacia lógica, pues evidentemente no todos pueden estar en lo cierto.
Este oligopolio religioso no ha impedido que otras creencias se desarrollen. Muchas derivadas de las religiones mayores, algunas inventadas por líderes carismáticos, otras demandadas por feligreses esperanzados, unas cuantas humanistas y nada místicas y no pocas concebidas con fines utilitarios. Y claro, siempre latentes, las creencias preexistentes y tradicionales. Con todo y todo, se estima que ahora mismo hay más de 4000 religiones activas.
En este cúmulo de credos y misticismo, hay una opción que ha pervivido desde el inicio mismo de las religiones: su opuesto natural, el descreimiento, que suele encarnarse en el agnóstico y últimamente en el ateo. Perseguidos, acusados, pero también amancebados y tolerados, los ateos han escoltado las sociedades por milenios, acurrucados en el rincón más obscuro del plató de la historia y sino levantando la voz, al menos gruñendo y alzando los hombros cual testigo de palo de lo ocurrido en escena. Porque es bien sabido que entre los ateos el escepticismo, la introspección y a veces la automarginación; les han sido cualidades cuasi atávicas.
En el presente los no creyentes han salido del closet y suelen ser tolerados amablemente. Todavía más, los recientes empujones de la globalización y la ciencia, han aupado el pensamiento crítico y el escepticismo, lo que ha derivado en un aumento sin precedentes en el número de ateos y agnósticos: en un siglo el número de personas no afiliadas (eufemismo para referirles) ha transitado de la inexistencia estadística al 15-20% de la población, claro, buena parte a expensas de las religiones mayores.
Oliendo la sangre, algunos ateos concibieron fantasías expansionistas: el último asalto lo dieron los llamados neo-ateos: un grupo de intelectuales y personajes públicos tan entendido como beligerante, que instrumentalizaron la razón y la ciencia a través de publicaciones, campañas y debates para cuestionar la viabilidad de las religiones y sus líderes. Algunos vieron en este movimiento una golondrina tempranera, un anuncio de un mundo sin creyentes en el que humanismo y el conocimiento han opacado a la doctrina y el dogma.
Para bien o para mal, este escenario no asoma en el horizonte. Las estadísticas muestran que para el 2050 el número de no afiliados comenzará a declinar a la vez que el número de cristianos y musulmanes aumentará. ¿Las razones? Los mecanismos colectivos que llevan a la gente a creer tienden a permanecer intactos en ciertos grupos y que los no creyentes son ajenos al proselitismo y la propaganda. Pero sobre todo está la demografía: los no creyentes tienden a tener bastante menos hijos que los creyentes.
Así que, silenciosamente, puede que estemos viviendo la época de oro del ateísmo.
23.08.2024
PD. El futuro de la religión es qué duda cabe, un tema apasionante. En Ciencia et al., otro proyecto paralelo a este, acabo de publicar Religión quo Vadis, un artículo sobre el pasado, el presente y el hipotético futuro de la religión. Espero que leerlo les sea tan entretenido como ha sido para mí escribirlo.
Por Daniel Callo-Concha
El fútbol pasión de multitudes, deporte rey, tema ubicuo e inevitable. No hay rincón donde no se le practique y celebre, deviniendo en idioma universal superando diferencia lingüísticas y culturales. Y si bien esto lo convierte en factor de hermanamiento, infeliz y malamente, también lo hace proclive a ser azuzador de identidades y orgullos nacionales.
Competir pacíficamente por los colores nacionales no es nuevo. Revanchas políticas y hasta bélicas se reviven cada tanto en el campo de juego. Algunos de los clásicos futbolísticos emanan de conflictos nacionales, como la rivalidad entre Alemania y Holanda, que continúa el encono nacido de la ocupación nazi durante la segunda guerra mundial; o la de México y los Estados Unidos, que exalta la relación de amor-odio entre esos dos gigantes fronterizos; o el clásico del pacífico entre Chile y el Perú, que evoca ad infinitum una guerra ocurrida hace 140 años ¿Es malo esto? No del todo. Al fin de cuentas son mejores las contiendas futbolísticas “amistosas” que las peleas de a de veras, que de paso, ayudan a aliviar las tensiones entre los antagonistas. Como famosamente ocurrió en el mundial de México 1986, cuando Argentina derrotó a Inglaterra cuatro años después de haber perdido ante ella la Guerra de las Malvinas.
Pero el lado negativo de esta misma moneda es el nacionalismo. Cuando el enfrentamiento se convierte en medio para demostrar la supuesta superioridad de una identidad y sobre otra. La que inevitablemente arrastra a las hinchadas, en este caso a las naciones mismas, en un odioso "nosotros contra ellos". Los líderes políticos no son ajenos a este fenómeno y lo han utilizado con fruición en el pasado. Como Benito Mussolini, quien organizó el mundial de fútbol de 1934, conformó una escuadra magnífica y alentó algunas medidas antideportivas para asegurarse que Italia lo ganara. Preveía bien el rédito político que esto traería: la exaltación del orgullo nacional y la validación de su proyecto fascista, que años más tarde, junto a Alemania, detonaría la segunda guerra mundial. En la copa de Argentina 1978 algo parecido ocurrió, el dictador Rafael Videla alienó a todo un el país, apeló a componendas y coaccionó instituciones y gobiernos vecinos para asegurarse que Argentina se coronase por primera vez campeón mundial. Mientras el mundo miraba extático como Kempes y los suyos daban la vuelta olímpica, miles de personas permanecían detenidas, eran torturadas y asesinadas. Algunas a pocas cuadras del estadio.
Y es que bien vista la simbología del fútbol no es nada santa. Los colores nacionales se transfiguran en uniformes y los juegos se ritualizan con himnos y banderas. Los futbolistas besan sus camisetas y escudos, enalteciéndolos y prometiendo lealtad; más todavía, algunos llevan impresos, pintados y hasta tatuados emblemas nacionales, como el suizo Shakiri que compartía en sus zapatos las banderas de Suiza y Kosovo, o el estadounidense Jones que impregnó su piel de estrellas y barras. Pero más explícitos son los gestos nacionalistas maliciosamente exhibidos, como los que cruzan serbios, albanos y kosovares entre sí cada vez que se encuentra en el verde, o el de extrema derecha del turco Demiral en la reciente copa europea, o el infame saludo nazi del griego Katidis, que le significó su expulsión definitiva de la selección de su país.
Pero como es fácil de desmadejar aquí hay más ruido que nueces. En la copa europea que acaba de concluir hubo más de 80 jugadores nacionalizados. Sin contar los nacidos en segunda generación, donde han destacado los prodigios españoles Yamal y Williams, de padres marroquíes y guineanos el primero y ghaneses el segundo, y el alemán Musiala, que también es inglés, aunque de padre senegalés y madre alemana. Y más allá de los individuos, durante el juego entre Holanda y Francia, la proporción de futbolistas de origen africano y antillano superaba por mucho a la de los europeos blancos; o más categóricamente aun, en el caso del equipo albanés, donde 19 de los 26 jugadores no nacieron en Albania. Tal vez la mejor demostración de la multiculturalidad en el fútbol es el equipo francés que ganó el mundial de 1998, apodado por su pueblo black, blanc, beur (negro, blanco y árabe) para celebrar la diversidad de sus campeones. Así pues, endilgarles un añadido nacionalismo a las escuadras de los países es ilusorio y autocomplaciente.
La colosal atención que el fútbol atrae, invoca inevitablemente dinero y poder. Y si ya lo que sabemos de lo primero es desfachatado, más valdría a los hinchas no permitirse que orgullos ficticios les desvíen de lo que no es más que un juego, competitivo y emocionante, pero no más que eso, un juego.
PD. Como hace un año, haré una pausa de verano de seis semanas: vacaciones familiares!
Por Daniel Callo-Concha
Suele decirse que las mujeres trabajan más que los hombres. Que el trabajo casero de las mujeres no es pagado. Que los hombres ganan más que las mujeres por el mismo trabajo. Que las mujeres deben escoger entre familia o carrera. En suma, que el mundo está hecho para los hombres y las mujeres para lograr éxito deben convertirse en versiones masculinas de ellas mismas.
Cada vez más, para la mayoría estas afirmaciones suenan a sentido común, y son resultado del sesgado desarrollo de las sociedades. Aunque a veces aparecen quienes las cuestionan en forma y hasta en fondo. Minimizando su representatividad y tildando de exageradas a las cifras, extremistas a los argumentos y politizadas a sus motivaciones. Pero lo que los primeros no siempre refieren y los otros prefieren ignorar, es que estas afirmaciones emanan de investigación sistemática y evidencia documental analizada meticulosamente por científicos sociales en el cada vez más popular dominio académico llamado estudios de género. En este grupo, Claudia Goldin es sin duda una de las voces más reconocidas.
Goldin nació en Nueva York en los Estados Unidos. Tras un breve conqueteo con la bacteriología, nacido de su interés en lo “oculto tras lo obvio”, se orientó a la economía, que ejerció bajo la misma premisa. Tal elección le llevó a interesarse por las razones que habían causado el status quo social de su país. De tal modo, las razones históricas de la desigualdad económica se convirtieron en su santo grial académico. Goldin ha estudiado como la diferencia racial, la educación, la tecnología y, sobre todo, el género, han determinado y todavía determinan las condiciones actuales de su sociedad, y por extensión de buena parte de la del mundo.
Gracias a Goldin sabemos que las mujeres no siempre trabajaron "menos" fuera del hogar. En sociedades agrícolas ellas solían mantener jornadas similares a las de los hombres, lo que cambió con la revolución industrial que requería de jornadas más demandantes y en las que la fuerza bruta masculina encajó mejor. Desde entonces (inicios del siglo XX) las mujeres han ido recuperando terreno en el mercado laboral, en la medida en que se les reconocía su derecho a decidir sobre el matrimonio, se facilitaba su acceso a la educación y se las proveía de tecnologías específicas que las apoyen. El ejemplo arquetípico aquí es el de la píldora anticonceptiva, a la que entre 1940 y 1960 accedieron más de una tercera parte de las mujeres norteamericanas.
Goldin llamó a la emancipación femenina de los 1960’s una "revolución silenciosa", por su enorme repercusión en las ambiciones profesionales, familiares y económicas de las mujeres, que desde entonces parecía mejorar sistemáticamente. Sin embargo, esta lectura optimista no es ni homogénea ni inevitable. Las diferencias laborales y económicas entre mujeres y hombres son obstinadamente persistentes, y con cada paso para adelante, las sociedades se las han arreglado para imponer nuevas vallas a las mujeres: ellas siguen siendo discriminadas para ciertos trabajos, el embarazo aun impone restricciones a sus carreras, y el tener hijos suele ampliar las diferencias de ingreso. En suma, el asunto de género sigue siendo un lastre político y cultural que debemos remover camino a una sociedad equitativa y justa. ¿Y hemos sido capaces de hacerlo? El más reciente capítulo de esta historia, lo ha escrito Goldin también, al identificar el surgimiento de los trabajos "codiciosos", que recompensan a quienes estén dispuestos a los horarios largos y exigencias variables, claro, a costas de la vida familiar. Que otra vez, pone a los hombres a la cabeza de la fila…
Interesantemente, en cuanto a la implementación de medidas para remediar la inequidad de género en el trabajo, Goldin no sugiere privilegios ni sesgos, sino mecanismos indirectos de equiparación sin renunciar a la meritocracia, como horarios flexibles y permisos de maternidad.
La paradoja se cuenta sola: en todas las sociedades del planeta las mujeres ganen menos que los hombres, y mientras cuatro de cada cinco hombres trabaja, solo la mitad de las mujeres lo hace. Nos lo recuerda una mujer de 78 años, que ha pasado de prospectiva ama de casa a premio Nobel de Economía.
Por Daniel Callo-Concha
En la última década, la palabra transformación se ha hecho enormemente popular. Abunda en diagnósticos, análisis y prescripciones de entidades académicas, políticas y económicas. Enarbolando las mejores intenciones, no dejan de clamar por transformaciones en la producción, el consumo o nuestro comportamiento. Pues dicen, que la trayectoria que seguimos nos lleva derechito a la fatalidad.
Mas también es verdad que vivimos tiempos de transformación constante y acelerada. Casi no hay aspectos en nuestra vida diaria a los que el calificativo no le venga bien. Sí alguien de 1924 aterrizara entre nosotros probablemente no podría entender cómo funcionan los sistemas de salud, alimentación, comunicación, transporte, ocio y hasta las relaciones sociales. Pues simplemente, todas se han transformado en 100 años hasta lo irreconocible.
Y si casi todo ya se ha transformado o está en camino a hacerlo ¿a qué se refieren quienes claman por la necesidad de transformación? La respuesta parece ser: a versiones de todo lo arriba mencionado más sostenibles, más justas socialmente y menos dañinas ambientalmente. Una transformación hacia lo constante, lo estable y lo inocuo.
Y he aquí la contradicción fundamental. Hay quienes arguyen -y creo que con razón- que las prioridades e implementación de tal transformación son contrarias a las de la sostenibilidad.
En oro, no hay gobierno, corporación, entidad multilateral o sector económico que procure un cambio a lo estable. Chris Bene, lo ilustra magníficamente con el caso de la carne roja: la ganadería ocupa 30% de la tierra del planeta, su producción es responsable por 20% de emisión de gases de efecto de invernadero y causa fundamental de la deforestación tropical, y la joya de la corona: su consumo (generalmente excesivo) es clave en el deterioro la salud pública. En suma, un asunto urgente de transformación. Pero, aun cuando la mencionan de vez en cuando entre las partes interesadas, una transformación de a de veras no se asoma. Los intentos son inefectivos y cosméticos como sugerir cambios de pastos y de animales. Por el contrario, la ganadería convencional sigue creciendo sostenidamente (c.a. 5% por año) entusiastamente apoyada por productores, gobiernos, corporaciones y hasta consumidores. Y lo mismo puede decirse de otras industrias como las del petróleo, agroquímicos, coches, bancos, energía, farmacia, etc. cuyos discursos de transformación son aplanados por la priorización del crecimiento y la ganancia económica.
¿Es este un descubrimiento? Trágicamente no. Desde hace un buen rato se sabe que el perpetuum mobile que alienta el crecimiento económico es infundado, y entretanto no hemos hecho más que inventarnos historias para mirar a otro lado, más todavía, hemos persuadido a medio mundo para hacer lo mismo.
Pero con todo y todo ¿es posible una transformación real? Yo quiero creer que sí. La organización social y el avance tecnológico pueden operar cambios estructurales. La transición a energías renovables, rediseño de las ciudades y la movilidad, y cambios en los hábitos de alimentación y estilo de vida, son ejemplos de transformación sostenible ocurriendo ahora mismo en muchos lugares, aunque a ojos vistas a una escala insuficiente.
Extender y masificar cambios transformacionales es solo posible a través de medidas políticas que impactarían al establishment económico, y de rebote, a nosotros – eso sí, no a todos por igual-. Razón por la que los gobiernos suelen evitarlos diligentemente. Son ejemplos decidores el de la carne en Brasil, los autos en Alemania, las armas en los Estados Unidos, y la minería y la extracción de gas y petróleo en todos lados.
Tiendo a creer que es esta la razón por la que se está descafeinando el concepto de transformación; al igual que pasó antes con desarrollo sostenible, energía renovable o conservación, que de tan manoseadas se deslizaron hasta convertirse en enunciados vacíos, en cascarones.
Por Daniel Callo-Concha
Las religiones, filosofías y lo que entendamos por sentido común, suelen estar de acuerdo en que mentir es una actitud indeseable y antisocial. Así nos lo han enseñado y así lo repetimos a nuestros niños y niñas. De Pinocho a Nixon, la moraleja es la misma: no mentir.
Pero los científicos sociales no están completamente de acuerdo. Y la razón principal, dicen, es que tomamos la mentira es su versión menos halagüeña: la mentira interesada, la egoísta, la que dice uno para beneficiarse a sí mismo. Pero, arguyen los especialistas, hay muchas otras razones para mentir, que hacendosamente han agrupado en seis: para protegerse de posibles daños, para agradar socialmente, para dar una imagen positiva, las inocuas (que no harán daño a nadie), las piadosas (dichas con buenas intenciones) y las antedichas mentiras egoístas.
En tal marco es fácil reconocernos como francos mentirosos y mentirosas. Es común y corriente mentir mesuradamente en situaciones de confrontación estando las contrapartes conscientes de ello, como suele ocurrir en la política y los negocios; lo mismo, mentimos para prevenir herir a los demás, aumentar la autoestima del interlocutor o mantener la armonía social. Es más, es lo que se espera de miembros de comunidades saludables.
La evidencia científica acompaña lo arriba dicho. Psicólogos han encontrado que comenzamos a mentir más o menos cuando comenzamos a caminar -lo que se toma como un indicio de desarrollo cognitivo adecuado-, y que con el tiempo solo nos hacemos mejores, al punto de un adulto miente entre una y dos veces al día. Pero claro, como todo lo que concierne al desarrollo humano, la dicotomía “se nace o se hace” también cuenta aquí. En cuanto a lo orgánico, la comparación de la actividad cerebral de personas promedio, personas encarceladas y personas consideradas patológicamente mentirosas, mostró una reducción de 36-42% en la relación gris/blanco prefrontal de los últimos en comparación con los dos primeros; otro estudio encontró que individuos psicopáticos mienten con poco remordimiento y ansiedad, lo que se expresa en una actividad reducida en el córtex cingulado anterior de sus cerebros. Y con respecto al contexto social, investigación experimental ha mostrado que la aversión a mentir crece cuando se trata de asuntos personales, pero aminora si se trata de negocios y suele ser más alta en personas altruistas; y que personas expuestas a una situación de beneficio personal, mienten solo en 1.5% de las veces si al hacerlo no obtienen ventaja, pero si la mentira les sirve para beneficiarse, el porcentaje crece hasta 65%. Lo que indica que, aunque puede haber una proclividad orgánica para mentir, la crianza y el entorno social juegan papeles clave también.
Así las cosas, no debería sorprender que la mentira este tan devaluada, sino que la verdad este tan sobrevaluada. Etiquetar a todos los políticos de mentirosos no tendría que ser agraviante, pues dadas las características de la función, es simplemente imposible evitar la mentira, y variantes de aquello deberían aplicarnos a todos en alguna medida.
Pero lo que me parece fascinante -y creo que no estoy solo en esto, pues el tema ya es género de culto-, son los casos extremos. El 1.5% capaz de elevar la mentira a su potencia enésima. Ejemplos desmedidos como el de aquel psicólogo social holandés devenido en celebridad científica, que después se supo falsificaba resultados al vertiginoso ritmo de publicar un artículo por semana; aquel periodista alemán, ganador de prestigiosos premios por sus reportajes en diferentes rincones del planeta, que finalmente había escrito en la soledad de su apartamento; o mi favorito, aquel brasileño cuya trayectoria internacional como futbolista profesional se ha demostrado numerosas veces por reportajes, podcasts y hasta una película, ser completa y absolutamente inventada. Pero, él sigue jurando que es verdadera.
Parece que una vez más se valida el dicho popular: todos mienten, pero no por las mismas razones. ¿O no?
Por Daniel Callo-Concha
En los últimos años las críticas al abuso de teléfonos móviles abundan. Todos conocemos personas que no se desprenden de ellos o que andan candorosamente distraídos por los mismos. Pero además de lo conspicuo, ya se sabe que su uso excesivo reduce la productividad, aumenta el estrés y perjudica las relaciones sociales.
Con todo, el asunto es más apremiante en los adolescentes y jóvenes. Los datos son abrumadores: alrededor del 2012 se comenzaron a producir teléfonos celulares con internet rápido y cámaras de alta resolución, a la vez que se lanzaban redes sociales como Instagram. Casi de inmediato los índices de aislamiento social, falta de concentración y atención, disminución de la actividad física, trastornos del sueño, y en general, ansiedad y la depresión se dispararon entre los adolescentes. Y desde entonces no han disminuido.
Esto no es accidental. Documentales como el Dilema Social y teóricos como Jaron Lanier, han popularizado hace tiempo cómo funciona este mecanismo. Por ellos sabemos que las compañías que operan las redes sociales utilizan algoritmos que procuran bucles de satisfacción inmediata en sus usuarios, los que gatillan constantemente para mantenerlos conectados el mayor tiempo posible, para a través de esto obtener información personal que usan con fines lucrativos. Peor todavía, la información que las redes sociales amplifican, favorece contenidos, información, posiciones y emociones negativas, provocando la polarización y el conflicto social. Y si esto suena a teoría de conspiración, no lo es más, denuncias de extrabajadores de Meta (propietaria de Facebook, Whatsapp e Instagram) han confirmado estos mecanismos y notificado que continúan.
¿Qué hacer? Legislaciones para imponer edades mínimas y consentimiento de los progenitores, asegurar la protección de datos e imponer bloqueos a contenidos perjudiciales, se discuten en varios países y en algunos ya se aplican. Pero ya sea por la habilidad de los usuarios para eludirlas o la naturaleza de las redes mismas -que han demostrado ser poderosos lobbies políticos también-, estas barreras terminan siendo permeables y lentas. Lo que aumenta la desconfianza en las entidades supervisoras y los gobiernos.
Más operativamente, los especialistas sugieren la instrucción de los jóvenes ciudadanía digital responsable, ej. concienciándoles en la seguridad en línea, protección de la privacidad o prevención del ciberacoso. Pero otros van más allá, como el psicólogo social Jeonathan Haidt, quien insta a los progenitores a asumir directamente la educación digital de sus hijos e hijas, a través de medidas como: establecer edades mínimas para poseer un teléfono y registrarse en redes sociales, definir límites de tiempo frente a la pantalla, acordar reglas sobre cuándo y cómo utilizar los teléfonos, y formar redes comunitarias de padres y madres para velar por el cumplimiento de todo aquello.
Algunos cínicos verán lo arriba enumerado con escepticismo, preguntándose: ¿es posible esto en el 2024?
Al caso, en el 2019, el gobierno chino -partido único, está de más comentar-, respondiendo a la emergencia en la salud mental de su jóvenes (80% de adolescentes se consideraban gamers y comenzaron a proliferar las clínicas para tratar ciberadictos), impuso registros obligatorios a los jugadores, límites de tiempo de juego, suspensión del servicio por las noches y exhortaciones para llevar a cabo actividades al aire libre. Medida también extraordinaria porque perjudicó directamente a compañías chinas como Tencent y NetEase, que co-lideraban la producción de juegos en línea a escala global. Algo así como que el gobierno norteamericano le sacara dinero del bolsillo a Apple…
Al parecer está claro lo que hay que hacer. Cargar contra las autoridades, entes rectores, escuelas, educadores y progenitores es a estas alturas, grosera e ineluctablemente, escupir al cielo.
Por Daniel Callo-Concha
El 12 de octubre de 2019, el atleta keniano Eliud Kipchoge fue el primer ser humano en correr una maratón (42.2 km) en menos de dos horas. 1:59:40 pare ser precisos. El récord anterior superaba este tiempo en alrededor de dos minutos. Tal hazaña ocurrió en un evento organizado a propósito en Viena, que procuró una confluencia de condiciones óptimas que incluían entre otras: temperatura y humedad ambientales ideales, altitud apenas sobre el nivel del mar, alimentación e hidratación cuidadosamente planificada y 7 pacers que corrían en formación para proteger a Kipchoege del viento.
Al final de la carrera todo aquello se pasó por alto, y los ojos de medio mundo se posaron en los aparatosos zapatos que calzaba el corredor: una versión personalizada del modelo Vaporfly 4% manufacturados por la compañía de implementos deportivos Nike, que, afirmaban sus fabricantes, gracias a una combinación de espuma super blanda y una placa de carbono, podía incrementar la eficiencia biomecánica en 4%. Más o menos el aumento que necesitó Kipchoege para bajar las dos horas. Investigación empírica ha validado esto, y más convincente todavía, desde entonces los récords de las maratones oficiales han ido bajando rápida y consistentemente por corredores que usaban zapatos con tecnología similar.
Algo parecido ocurrió hace algunos años con los trajes de baño utilizados por los nadadores profesionales. En los juegos olímpicos del 2008 en Beijing, 19 de cada 20 ganadores lucieron trajes de cuerpo entero hechos de una combinación de poliuretano y goma, y paneles ubicados en zonas estratégicas que aumentaban la flotabilidad y minimizaban la resistencia del agua, lo que reducía la fatiga del atleta y sobre todo, aumentaba su velocidad. Entre el 2008 y enero del 2010, se batieron 200 marcas mundiales de natación. Solo entonces, la Federación Internacional de Natación proscribió los “super trajes”, aunque dejó los récords sin tocar. Varios de los cuales son aún vigentes.
Esta intervención de la ciencia y tecnología en el deporte ocurre por doquier con mayor o menor relevancia en los vestidos, zapatos, guantes, cascos, raquetas o bates de un sinnúmero de disciplinas. En el montañismo se ve en casi toda actividad relacionada, y ni qué decir del ciclismo o el automovilismo.
Los puristas cuestionan la situación por ser esencialmente injusta, argumentando que quienes portan tales artilugios cuentan con una ventaja indebida. Y seguramente tienen razón, pero parcialmente, casi minúsculamente. En el mundo se celebran más o menos 800 maratones oficiales por año, 1.1. millones de personas las completan y el tiempo medio que necesitan para hacerlo es de 4 horas y 29 minutos. Lo que significa que los corredores de élite ya están descansando cuando abrumadora mayoría de corredores esté literalmente a medio camino. Pero ¡ah paradoja!, tanto los profesionales como los aficionados -una buena parte de ellos, al menos- lucirán no sólo zapatos de carbono, sino gafas, relojes, y demás parafernalia para “optimizar” su desempeño.
Los deportistas extraordinarios ya lo son de por sí, y la utilización de aditamentos tecnológicos si bien les sirve para aumentar su rendimiento, las mejoras que alcanzan, aunque significativas profesionalmente, son mínimas en proporción a sus talentos extraordinarios. Admirar sus logros y marcas, creo, se parece cada vez más a ver a astronautas haciendo caminatas espaciales. De ahí que los empeños en emularles de corredores de 10 km la hora, futbolistas de fin de semana o ciclistas de verano adquiriendo equipo de alto rendimiento me parece que es un logro extraordinario… pero de la mercadotecnia.
En estos tiempos de hedonismo y dispendio, es de admirar las estrategias de las compañías para amodorrar nuestro sentido común y persuadirnos para darles dinero.
¿Un dato? Nike facturó 22 billones de dólares en el 2023 y crece al 3-4% por año consistentemente desde hace 15. Este monto equivale al presupuesto anual de la NASA.
Por Daniel Callo-Concha
En 1972, año que espero mis padres recuerden con cariño, se publicó ‘Los límites del crecimiento’. El reporte de una investigación encargada por el Club de Roma a un grupo del Instituto de Tecnología de Massachussets, que intentó algo que no se había hecho hasta entonces: modelar el futuro del planeta.
Simplificando bastante, se identificaron cinco componentes representativos de los principales fenómenos que influenciaban al planeta: el crecimiento poblacional, la producción agrícola, el agotamiento de los recursos no renovables, la producción industrial y la contaminación. Enormes bases de datos se incorporaron en el modelo de computación World3, que era capaz de proyectar sus trayectorias y cómo estas se influenciaban entre sí, hasta el año 2100. La conclusión fue que si las tendencias continuaban era muy probable que la contaminación aumente y los recursos naturales, la producción de alimentos y la industria decaigan y, en consecuencia, la población se desplome.
En sus más de 50 años, "Los límites" se ha cuestionado numerosas veces, pero a la larga la realidad lo ha validado y ratificado su advertencia: si no cambiamos nuestro manejo de los recursos naturales vamos camino al colapso, y mas nos vale establecer límites al crecimiento.
La advertencia no es novedad. Los noticieros nos la recuerdan a diario y los científicos nos dan actualizaciones periódicas de cuánto nos acercamos a los límites, y alarmas cada vez traspasamos alguno. Entretanto, ¿Cómo hemos reaccionado? Haciendo lo diametralmente opuesto: el crecimiento ha aumentado y se ha acelerado, y recientemente develado una curiosa paradoja que es el motivo de esta columna: hace 50 años se temía que el uso de los recursos excediese su capacidad de regeneración, pero lo que comienza a verse ahora es que la oferta comienza a superar la capacidad de aprovechamiento. Es decir, vamos camino a superar el límite mismo del consumo.
El ejemplo aludido solía ser el duopolio de las compañías Boeing y Airbus, la primera norteamericana y la segunda europea, que producen aviones de tráfico transcontinental que, por su sofisticación tecnológica, alto costo y mercados cautivos no admitían más competidores. Y tal vez en la misma dirección evolucionen las compañías de tráfico y transporte espacial, donde destacan Space X y Blue Origin, aunque haya una pléyade de compañías más pequeñas pugnando por convertirse en proveedoras de las agencias espaciales.
Pero si estiramos esta lógica de copamiento a las compañías de redes sociales veremos el patrón repetirse: Facebook, Youtube, Whatsapp e Instagram, superan cada una los dos billones de usuarios. El buscador Google es utilizado por cinco billones de personas, sin contar los otros muchos servicios que el ecosistema de Google ofrece, como correo electrónico, música, almacenamiento de datos, etc.
En el mundo existen alrededor de dos millones de computadoras, que llevan instalados sistemas operativos en las proporciones siguientes: 73% Microsoft Windows, 16% macOS de Apple, cerca de 2% ChromeOS de Google, y casi 4% Linux. En los teléfonos celulares, Android (otra compañía perteneciente a Google) es el sistema operativo utilizado por casi 70% ¿Y el restante 30%? no está compartido por otras compañías, sino son iPhone que pertenecen a Apple, que tienen instalado por defecto el sistema operativo iO2.
Hace un par de años, la llamada guerra de los servicios de streaming enfrentó a Netflix, Disney+, Amazon, Apple TV, HBO Max y otras por el dominio del mercado norteamericano. Lo interesante es que esta no terminó con ganadores y perdedores, sino cuando las partes vislumbraron que pronto no habría más a quien venderle, pues simplemente, habían alcanzado el límite del consumo. Un fenómeno que probablemente se haga más y más común.
Recordemos, en el mundo ya hay más teléfonos celulares que personas.
Por Daniel Callo-Concha
Hace un par de semanas el gobierno del estado federado de Bavaria, al sur de Alemania, se opuso a la tendencia que promovía el uso del llamado lenguaje inclusivo. El argumento fue terminante: “el lenguaje debe ser claro y comprensible.” Otros estados ya habían oficializado el uso del lenguaje inclusivo (eso es posible porque Alemania es una federación), lo que ha creado una pequeña controversia.
En alemán, lenguaje inclusivo significa, por ejemplo, insertar asteriscos, espacios o letras mayúsculas entre las palabras para hacerlas ambivalentes en cuanto al género, como en Student*n para decir estudiantes. Polémicas similares se han dado en otros idiomas. Por ejemplo, en inglés, se ha hecho muy popular que interlocutores notifiquen su artículo preferido: he, she o they; en español, hay quienes modifican las partículas que definen el género, como en tod@s, todxs y todes; o en francés, donde se ha sugerido el uso iel para sustituir a elle (ella) e il (él).
El debate está en curso e infelizmente parece que deviene en otra batalla cultural más entre conservadores y liberales. El peso de la ideología aquí tiene sentido, porque aunque parezca reciente el lenguaje inclusivo fue propuesto hace medio siglo por feministas con intención fundamentalmente reivindicativa y su reverdecimiento se debe a demandas similares de la comunidad LGBTIQ+.
Pero al margen de las diferencias doctrinarias los especialistas parecen tener las cosas claras. En el 2012 la Real Academia Española revisó el “sexismo en el idioma” y rechazó tajantemente el lenguaje inclusivo por su incoherencia gramatical y atentar contra la economía del lenguaje. Esto que fue ratificado en un informe ad-hoc en el 2020, donde sutilmente se sugirió desacoplar la ideología y equidad de las reglas lingüísticas. En el francés la respuesta ha sido más categórica y menos diplomática. La academia francesa en el 2017 ha tildado de “aberración” a la escritura inclusiva y el ministerio de educación ha prohibido su uso en la educación básica en el 2021.
Interesantemente, lo contrario ocurre con el inglés. En su centro de difusión cultural actual, Los Estados Unidos, al no haber una entidad guardiana de la “corrección lingüística” son las organizaciones de gobierno y civiles, y las corporaciones comerciales las que han abrazado el lenguaje inclusivo como vehículo de integración y cierta motivación clientelar.
Se sabe que las lenguas no están esculpidas en piedra y mutan en el tiempo, en función o a pesar de que las personas nos acostumbremos y encumbremos palabras, formas y usos. Sin excepción, las lenguas están destinadas a cambiar, absorber, perder, integrarse y cada vez más a desaparecer. A los puristas no les queda sino resignarse a ello. Lo que podemos apreciar en tiempo real, en la inacabable extrañeza de los adultos mayores al comunicarse con adolescentes.
Pero, por otro lado, también sabemos que estos cambios son graduales y progresivos. La evolución en los lenguajes ocurre en periodos prolongados, ya sean cambios intencionales o espontáneos, estos necesitan de décadas y hasta generaciones para establecerse. Y una vez que esto ocurre, nada garantiza que los cambios trasciendan y se fijen, y puede que tan sutilmente como aparecieron, desaparezcan.
Así es que imponer cambios amparándose en el progresismo u oponerse a ellos por transgresores, están ambos predestinados al desacierto. Y como evidencia recordemos a las palabras “señorito” y “señorita”, fenecida la primera y moribunda la segunda.
Para terminar, vale recordar que en esta inevitable evolución de los idiomas solo dos tendencias aparecen claras: su número y su complejidad se reduce. Las que son consecuencia directa a su función ultima. Pues sobre todo el lenguaje debe ser claro y comprensible.
Pd. Gracias a AB, por la expiración.
Por Daniel Callo-Concha
Dejando de lado los circunloquios con los que la física, la historia o el arte lo han rodeado, es convención que el tiempo es una dimensión que mide la ocurrencia de eventos sucesivos. El pasado y el futuro son sus formas conocidas, y el presente, que es difícil de definir, es lo que queda cuando se excluyen los dos primeros. Así, cada latido, cada acción y la vida entera de cada persona discurre en una continua línea temporal, lo mismo que los eventos sociales e históricos, y los ciclos naturales y cósmicos. Es tan omnipresente el tiempo, que rara vez lo perdemos de vista y nos rodeamos de artilugios que nos lo recuerdan segundo a segundo.
Por eso es tan llamativo que, siendo tan conscientes del transcurrir del tiempo, seamos tan negligentes en cuanto a la demora.
La demora ocurre en la física, por ejemplo, al transmitirse el sonido o la luz como ondas a través de medios gaseosos, líquidos o incluso sólidos, “rompiendo" la resistencia que estos le ofrecen; en química, cuando las sustancias se convierten en otras, al dejar, atraer y emparejar electrones en sus moléculas; y en biología, donde impulsos eléctricos activan procesos bioquímicos que a su vez determinan cambios fisiológicos. Por eso la música que oímos, el sabor que paladeamos o el dolor que sentimos, en apariencia instantáneos, no lo son. Todos requieren de tiempo para producirse.
Igual, para aprender carpintería, adaptarnos a un clima diferente, o hacernos responsables, confiables y puntuales, todos necesitamos de tiempo para que la exposición y perseverancia nos permitan lograrlo. Y lo mismo ocurre con las comunidades y sociedades. Para aceptar una norma social, reconocer una nueva ley o admitir una nueva institucionalidad, se necesita confrontar resquemores y sortear intrincados esquemas preexistentes. Todo lo cual requiere de tiempo.
Ya se trate de procesos físicos y bioquímicos, sesgos cognitivos y culturales, o procedimientos sociales y políticos, la trasmisión de información, el eventual cambio y su aprehensión, están inexorablemente acompañadas por demoras proporcionales a su escala y complejidad. Y esto pasa porque estos fenómenos involucran varios componentes que mantienen entre sí diversas y laberínticas conexiones, que deben ser franqueadas para que el fenómeno tenga lugar. Por ello, estos fenómenos se llaman sistemas complejos.
Algunos se estarán preguntando: ¿no es esto Perogrullo? ¿es necesario que alguien describa lo obvio? ¿que las cosas son complicadas y toman tiempo? Y la respuesta es definitivamente sí. La demora es una de aquellas cosas que todo el mundo conoce, algunos admiten, y definitivamente pocos tienen en cuenta, lo que trae consecuencias nefastas.
Veamos. Sabemos que casi todas las políticas de bienestar público: salud, educación o medio ambiente son sensibles al largo plazo, lo que significa que las medidas deben concebirse temprano y sostenerse en el tiempo. Pero, en buena parte de los estados democráticos (nuestro continente es un buen ejemplo de ello), los programas de gobierno duran lo que un periodo electoral -de cuatro a seis años-... Y a nivel individual los ejemplos sobran: es sabido que para adquirir un hábito nuevo este debe repetirse sucesivamente una media de 66 veces, lo que incluye, por ejemplo, comer saludable o hacer ejercicio, que si hiciéramos consecuentemente, resolvería una buena parte de nuestros problemas de salud. En ambos casos, se arguye como razones para abandonar lo iniciado: su condición de inapropiado, la ineficiencia, falta de resultados, etc. es decir, una frontal negligencia en cuanto a la demora.
Para terminar, un memento: al comer, la sensación de saciedad ocurre con una demora de entre 10 y 30 minutos. Piénseselo.
Por Daniel Callo-Concha
En una columna anterior les había contado sobre cómo el crecimiento de la población y su desaceleración desigual, se habían convertido en una de las mayores preocupaciones de la humanidad. Tal vez la expresión más conspicua de esta paradoja demográfica es la migración, que de momento inquieta más a los habitantes del norte global que a los demógrafos…
Pero la migración tiene otra cara, tal vez más convencional pero no menos importante. La migración del campo a la ciudad, que en los últimos tiempos los especialistas han convenido en llamar urbanización. En 1800 solamente el 10% de las personas vivía en ciudades; en 1960 los campesinos duplicaban en número a los citadinos; en el 2007 fuimos brevemente mitad y mitad; y hoy, el 57% de la gente habita en ciudades.
Al igual que con la natalidad, las tendencias de urbanización son dispares. Mientras en Europa, Oceanía, Asia oriental y América la transición de una mayoría rural a una urbana ya ha ocurrido, en África, Asia central y Asia del sur está por ocurrir, pero inevitablemente ha de pasar en los próximos 25 años. Para 2050, solo un puñado de países: Níger, Chad, Sudán del Sur, Etiopía, Uganda, Tanzania, Afganistán, Tayikistán, Nepal, Myanmar, Camboya y Papúa Nueva Guinea, conservarán más del 30% de sus poblaciones rurales.
La urbanización está asociada al crecimiento de las ciudades. El ranking de megaciudades (aquellas de más de 10 millones de habitantes) ha ido cambiando en el tiempo. En los 1950s había apenas dos Nueva York y Tokio; en los 1980s cinco, con la añadidura de Ciudad de México, Sao Paulo y Osaka; en los 2010 más de 20, y ahora vamos por las 44 megaciudades esparcidas en cuatro continentes, pero más en el sur global. Probablemente por ello el hacinamiento se ha asociado a las megaciudades, pues la velocidad de la urbanización no se condice con la del saneamiento. Los arrabales, favelas, tugurios, pueblos jóvenes, chabolas o como se les llame, son ubicuos en las ellas. En Lagos, la ciudad más grande africana (15 mill.) más de la mitad de sus habitantes viven en barrios marginales; en las asiáticas Delhi (34 mill.) y Dhaka (24 mill.) una tercera parte de sus pobladores habitan en viviendas sin servicios. Y la proporción es la misma en la ciudad de México (22 mill.) y Sao Paulo (22 mill.), emblemas de la prosperidad latinoamericana.
La pregunta se cae de madura ¿por qué mudarse a las ciudades si el riesgo de vivir en hacinamiento es tan alto? Y la respuesta es antitética y categórica: la evidencia demuestra que independientemente del lugar del que se trate, los servicios y las oportunidades de empleo, educación, salud y en general bienestar y progreso son más abundantes en las ciudades. Es decir, hechas las sumas y las restas -que incluye contaminación, tiempo de transporte, criminalidad, etc.- la vida es “mejor” en las ciudades grandes.
Para terminar esta breve revisión citaré un par de datos reveladores. El primero. Descontando que nuestro planeta está en más de tres cuartas partes cubierto por agua, algo menos del 3% de su superficie terrestre está construida o mantiene algún tipo de infraestructura, entre las que predominan las ciudades y las vías que las conectan. Y el segundo. Hace poco se calculó que más del 80% de las personas en el planeta viven a distancias equivalentes a 1 hora de una ciudad de al menos 20 000 habitantes, y solamente el 1% de las personas vive en lugares situados a más de tres horas de tales ciudades.
Esto significa que, imperceptible y sistemáticamente, casi todos quienes habitamos este planeta estamos camino a convertirnos en urbanitas, y permítanme lo grandilocuente, por primera vez en 200 000 años el hábitat natural del hombre es mayoritariamente urbano y el planeta va camino de convertirse en una inmensa y deshilachada giga-ciudad.
Por Daniel Callo-Concha
(Esta no es una columna usual, no hay ciencia ni elucubración. El contexto me ha obligado a esbozar un par de ideas que espero valgan los dos minutos, y si cabe, una reflexión).
Entre las enfermedades de la vista más difundidas están la miopía, la hipermetropía y la ambliopía, que se refieren a las dificultades para ver de lejos, ver de cerca y ver con nitidez. La demiopía, que significaría mirar la mitad o mirar parcialmente es una afección que no existe. No clínicamente, pero infeliz y a veces trágicamente sí, en nuestras percepciones y opiniones.
Si los incidentes sanitarios, políticos y ambientales de los últimos años ya nos habían puesto en orillas opuestas, la guerra israelí-palestina está agotando la poca empatía que nos queda. Las posiciones que trasiegan en la prensa, la política y entre la gente común y corriente suelen ser unilaterales y parciales. Cuando alguien se refiere al tema es, 99 de 100 veces, para condenar las intenciones y acciones de un lado y tácitamente condonar las del otro.
Los argumentos son incontestables para unos en cuanto incomprensibles para otros. Dicen unos que los ataques a los Kibutz no ocurrieron en una burbuja, pues dados los asentamientos forzados y francotiradores sionistas, era cuestión de tiempo que ocurrieran. Dicen otros que los terroristas de Hamás se escudan tras niños y civiles debajo de hospitales, y que no hay alternativa sino acorralarlos y bombardearlos.
Todo destila polaridad. Son los buenos contra los malos. Y claro, el nuestro es el lado de los buenos, con la axiomática consecuencia de que los malos son los otros. Al exponernos a argumentos en contra ¿cómo reaccionamos? Poniéndolos en duda, impugnando su evidencia o de plano desoyéndolos. Y si eso no alcanza, cuestionamos al mensajero, o peor, lo censuramos, lo cancelamos.
Tal polaridad ha ascendido a la política. Hay estados que han convertido su razón de ser la destrucción de otro. Varios proscriben expresiones que favorezcan a los otros como atentados a su patriotismo. Gobiernos, instituciones multilaterales y entidades arbitrales que asumen posiciones adversas son acusadas de parcialidad y de complicidad. Y poco a poco, a medida que los muertos han ido aumentando, hemos desenterrado palabras que preferiríamos olvidar, como apartheid, genocidio y hasta holocausto.
Si bien lo resumido arriba ya es bastante malo. Algo que resulta especialmente doloroso es que algunos atribuyan a sus posiciones un valor ético y juzguen a quienes favorezcan al lado opuesto de ‘confusión moral’. Apelar a nuestros valores sobre el bien y el mal y condicionarlos a cierta posición es algo infeliz, venga de un líder religioso, un filósofo locuaz o un político interesado.
¿Tiene color el dolor? ¿No es igualmente trágico que una madre pierda un hijo sea del lado que sea? ¿No es tan condenable matar con rifles que con misiles? ¿No es tan injusto desoír a quienes reclaman por familiares, como a los que piden comida y agua?
Una verdadera confusión moral ocurrirá cuando dejemos que el fin amodorre nuestros sentimientos y empatía, cuando creamos que es favorable poner en la balanza 30000 muertos contra 2000 años, sea del lado que sea. Cuando veamos una mitad y no más.
Por Daniel Callo-Concha
Tiempo atrás, un viejo amigo que estudiaba para ser maestro de escuela me contaba sobre su especialidad: la filosofía práctica. De entrada, mi ignorancia hizo que el tema sonara a oxímoron ¿Qué de práctico puede haber en la filosofía?, me pregunté. Aunque mi viejo amigo me desasnó pronto, no supe cuán equivocado estaba hasta enterarme por Peter Singer de cuan terriblemente útil es la filosofía práctica.
Peter Singer nació hace 77 años en Australia de padres judíos que abandonaron Europa huyendo de la persecución nazi. Tras graduarse en humanidades y filosofía, fue becado a Oxford donde rápidamente se orientó al estudio de la moral y la ética desde la perspectiva utilitarista, que busca maximizar el bienestar de la mayoría. Distinguiéndose del establishment académico, lo hizo allanando la disciplina a situaciones ordinarias de personas comunes y corrientes. Singer recuerda incidentes como ir a comer con otro estudiante, que resultó ser vegetariano y le contó cómo operaba la ganadería comercial; y saber que otro balanceaba cuánto dinero podría ganar y cuánto donar para beneficiar a más personas, como momentos clave en su pensamiento. Plasmadas primero en documentos académicos y luego en literatura popular, las contribuciones de Singer han sido enormemente influyentes, como veremos a continuación.
De modo pionero, Singer publicó Liberación Animal en 1975, donde extendía la premisa utilitarista a los animales, argumentando que no hay razón ética para excluirles de lo que se considera bueno para las personas, y entre ello lo fundamental: prevenir el dolor y el derecho a vivir. Sus críticas mayores se dirigieron a la crianza industrial de animales y su utilización en experimentación. Mas aún, Singer elaboró a en contra del especismo, la distinción entre animales y humanos, por ser moralmente detrimental. El tiempo solo ha cimentado la validez social y científica de las ideas de Singer. Los vegetarianos, veganos, animalistas, etc. constituyen un movimiento global que está catalizando cambios dramáticos en la convivencia social y las leyes que la regulan.
En 1972 Singer escribió Famine, Affluence, and Morality (Hambre, Abundancia y Moralidad), que resulto el germen del concepto de altruismo efectivo, que aplica la proposición utilitarista a la distribución de la riqueza y el bienestar. Basado en la premisa de que es imposible escindir los seres humanos entre sí, Singer afirma que es moralmente imperativo disminuir la inequidad entre personas de países “ricos” y “pobres”. Famosamente, ilustró la postura moral actual equiparándola a la de un paseante rico que ignora a un niño ahogándose en una poza porque teme echar a perder su traje. Alternativamente, el altruismo efectivo propone que las personas en posición de hacerlo, deberían donar más (al menos el 10% de sus ingresos) y mejor (de forma que la contribución sea más útil). El altruismo efectivo ha ganado numerosos adeptos especialmente entre la generación del milenio y no pocos millonarios y billonarios, que para bien o para mal le han dado visibilidad e impacto global.
Pero si estos ejemplos sugieren a un humanista sentimental lo cierto es que Singer no lo es. Sus propuestas resultan de análisis objetivos, meticulosos y esencialmente justos en búsqueda del bien mayor. Cánones que ha aplicado a otros temas, como los derechos de los no-nacidos y los recién nacidos con discapacidades severas, que han sido motivo de controversia y hasta de llamados a censura.
Peter Singer es probablemente el filósofo más influyente del siglo XXI, y lo es no sólo por los tópicos que ha elaborado y sus audaces posiciones, sino sobre todo, por su habilidad para llevarlos a las grandes audiencias. Lo que es prueba de lo cierto de aquel refrán que dice que no hay nada más practico que una buena teoría, o al caso, una buena filosofía práctica.
Casi lo olvido, Singer es vegetariano y dona una tercera parte de sus ingresos. Cool ¿no?
Por Daniel Callo-Concha
Hace 21 años, escribí un impaciente artículo sobre el aumento en el número de automóviles, seguramente aguijoneado por el entorno: vivía entonces en alrededores de la ciudad de México, que ya era una de las más pobladas y transitadas del mundo. Lo que más me impresionó en aquel tiempo, a despecho de los efectos en la salud y el bienestar de las personas, era la impasible aquiescencia de los automovilistas y peatones, y el entusiasmo de las autoridades promoviendo aquel espiral, nunca mejor dicho, auto-destructivo.
En el 2024, con récords en emisiones de gases de efecto de invernadero y extremos climáticos a cuestas, el asunto de los automóviles solo se ha agravado. Los números son apabullantes. En el 2022 se vendieron 67 millones de coches a pesar del frenazo económico debido a la pandemia de COVID 19 y la guerra ruso-ucraniana, y los “optimistas” estiman que en los años venideros las ventas enfilen hacia los 80 millones de unidades por año. Entre estos optimistas, están los ejecutivos de Volkswagen, la compañía más grande del mundo del rubro, que entre 2006 y 2022 ha triplicado sus ganancias, rozando en el último balance los 280 billones de euros. Evidentemente, en estas cuentas el ambiente no cuenta, pues los autos continúan siendo responsables de aproximadamente el 10% del CO2 generado. Nótese que este valor no considera al transporte en general, que incluye aviones, trenes, barcos o camiones, pues los coches los superan a todos en una proporción de 2 a 1.
¿Cómo es que los automóviles siguen siendo tan prominentes en nuestras vidas? ¿Cuando es por todos sabido que son dañinos con el ambiente, son social e individualmente ineficientes y causan problemas de salud a quienes están dentro y fuera de ellos? La respuesta, al parecer, siendo la misma que hace 21 años: nuestra irremediable vanidad.
Se pensaba que los automovilistas compraban sus coches persiguiendo los valores y cualidades que los fabricantes les endilgaban a sus modelos: libertad, independencia, eficiencia, seguridad, atractivo, elegancia, belleza, ahorro, estilo, etc. Pero el último giro en la industria ha refutado esto sin atenuantes. Los automóviles todoterreno o SUV (Sport Utility Vehicle, en inglés) han pasado a dominar el mercado de coches en el último lustro. Ahora mismo, más del 40% de los carros vendidos en el planeta son todoterrenos, los que no solo son comprados por exploradores y amantes de la naturaleza, sino por oficinistas, amas de casa y yuppies por igual. Y esto ocurre con leves variantes en la dispendiosa Norteamérica, la conservadora Europa, la pujante Asia y la ostentosa América Latina. Y aquí lo trágico: en promedio los SUV son de 20 a 40% más voluminosos que los carros convencionales y proporcionalmente más pesados y menos aerodinámicos, por lo que consumen más combustible y son groseramente más contaminantes. Al punto que se dice que los SUV han echado por tierra las ganancias en reducción de emisiones de la industria automovilística.
Es penoso ver tras que tras una generación -la mía-, el asunto de los coches sólo ha empeorado, y que el horizonte se avizore más gris todavía. Las alternativas ofrecidas por la transición energética pasan por la adopción de automóviles eléctricos, alimentados por biocombustibles o propulsados por hidrógeno. Opciones que por cierto son propugnadas por mismos fabricantes de coches y no han resultado ni competitivas ni escalables, pues se han topado con inconvenientes: mercantiles, los mismos fabricantes los han limitado su producción para favorecer la venta de SUV; ambientales, la producción de baterías resulta igualmente contaminante y socialmente conflictiva; y sociales y económicos, pues los autos “ecológicos” han resultado caros y elitistas, y la prueba de ello son los presuntuosos Tesla.
Y por si a alguien le interesa, sigo, mejor, seguimos leales a la bicicleta… y al transporte público.
Historia, historieta
Durante el primer tercio del siglo pasado, cuando la distribución de poder se parecía más a una feria dominical que a un WalMart y las distancias eran esencialmente físicas, cierto gobernante europeo concibió la idea de democratizar un sueño hasta entonces restringido a los estratos ricos: dotar de independencia, autonomía y movilidad a todos sus ciudadanos. El plan consistió básicamente en: 1. Construir una ambiciosa red de autopistas y 2. Que cada familia tuviera coche. Tras una vigorosa campaña publicitaria el primer paso se fue concretizando gradualmente, con el soporte de un curioso sistema de adquisición de bonos-estampilla que en determinado número se cambiarían por carros, y para el segundo se encargó a un prestigiado ingeniero francés el diseño de un modelo -tarea imposible?!- barato, eficiente y cómodo.
Para no hacerla larga, sólo diré que el proyecto obtuvo resultados dispares, no muchas familias cambiaron las estampas por el coche, pero el modelito logró gran éxito, tanto que es el más vendido en la historia, todavía se fabrica sin grandes cambios en el diseño primigenio y conserva su nombre original "automóvil del pueblo" (Volkswagen); además, sus hijastros son los autos deportivos de mayor demanda en el mundo y se ocuparon de inmortalizar el nombre del ingeniero: Ferdinand Porsche. Por otro lado, el mentor del proyecto no fue menos célebre, aunque algo más tristemente, Adolf Hitler.
Al otro lado del charco una historia parecida, el talentoso empresario Henry Ford, alcanzó a ser el hombre más rico del globo aplicando y masificando los conceptos de producción en cadena y turnos, creando y copando el mercado de automóviles de modo vertiginoso; entre 1913 y 1923 el número de coches en los Estados Unidos se incrementó de uno a diez millones, para 1927 fueron 26 millones, eso era un carro por cada cinco personas. Aun cuando mereció la parodia de Chaplin y crítica de Huxley, Ford abrió las puertas del consumo industrial masivo al ciudadano corriente y añadió la idea de independencia al sueño americano.
El aparato formal no fue ajeno al proyecto, en 1956 el gobierno norteamericano batió todas las marcas de gasto federal en un proyecto público: el Interstate Highway System, una red de supercarreteras que vincularía todos los centros urbano-industriales del país, el argumento esgrimido sonaría jocoso, si no se hubiera empleado tanto y tan exitosamente: seguridad nacional. Entre 1945 y 1980, el 75% del gasto estadounidense correspondiente a transporte se enfocó a la construcción, ampliación y mantenimiento de autopistas y solo el 1% en autobuses, trenes y subterráneo.
En Europa las cifras son similares, la inversión en transporte público llega a la cuarta parte de la global, en México a la quinta, irónicamente sólo el diez por ciento de la población del Distrito Federal tiene coche, sin embargo el gobernador ha anunciado que por clamor popular construirá un segundo piso a la pista de alta velocidad que rodea la ciudad.
El hombre sobre ruedas
Las ciudades se diseñan para los carros, los lugares públicos se automovilizan, las funciones orgánicas, dónde descansar, dónde comer, dónde divertirse, donde lo que sea, se piensan en función ya no a las personas sino al coche, dónde estar es sinónimo de donde estacionar.
Cada año mueren más estadounidenses por accidentes de transito que los muertos en Vietnam; En México D.F. entre las cinco primeras causas de fallecimiento están los accidentes, buena parte de ellos automovilísticos; el 21% de las emisiones de gases contaminantes, a escala nacional, se deben al transporte; durante más de 300 días por año la concentración de monóxido y dióxido de carbono está al borde de lo humanamente permisible; un sistema de stickers de colores limita, vía suspensión rotativa, la circulación de vehículos; se obliga a los automovilistas a instalar convertidores catalíticos para aminorar las emanaciones de gases tóxicos; existen purificadores de aire en las esquinas más populosas, y quienes pueden los instalan dentro de sus casas, que deben cerrar herméticamente para mantenerlas ventiladas?!.
La lógica irrefutable en éste cielo de estrellas (y barras), es que mejor vida es vivir enlatado; que así somos más atractiv@s, distinguid@s, poderos@s, o lo que nos haga falta; que libertad es permanecer cuatro horas por día dentro de un artefacto detenido que se supone debe llevarnos más rápido de un sitio a otro. Más aún, el protocolo social evoluciona con tal idea, al considerar solamente a los automovilizados como ciudadanos, pues su documento de identidad -y a veces su identidad misma- se funda en la posesión de una licencia de conducir y estar al frente de un volante. Extraña paradoja que hace dependiente de una capacidad mecánica a la identidad humana.
Que coche lleva?
Tengo una amiga que odiaba vivir con su familia, pero soportaba estoicamente la fatalidad, porque destinaba la mayor parte de sus ingresos para pagar su nave del año; otra, armada de espíritu guerrillero se metía en peligrosísimos deshuesaderos (sitios donde desarman autos robados) a cambio de conseguirle una refacción cromadita para su Ford azul; he sabido de un modo rapidísimo de escanear la situación sicioeconómica de alguien, es formular con inocencia estudiada la pregunta: Qué coche lleva?
Las ventas de automóviles durante éste año se han incrementado en 8,7% para Latinoamérica y 11% para México, increíble tomando en cuenta que es un periodo de crisis financiera planetaria, ya crónica en América Latina y de inesperada recesión en México; la razones, dicen, es que las empresas de coches hacen bien su trabajo y la proporcional estupidez de quienes priman el coche nuevo sobre otras necesidades.
Hace poquito supe de la nueva corriente de venta de autos no-nuevos, es decir usados pero no tanto, o medio nuevos pero no nuevecitos. Algunos aprovechadores de la petulancia humana (que por cierto no escasea) creyeron buen negocio lucrar de ella, comprándole y vendiéndole el carro a aquellos que quieren siempre uno del año y pueden pagarlo y a quienes no. Hasta abrieron una página en la red.
Tras todo
Dicen que el 40% de los requerimientos planetarios de energía los satisface el petróleo, que los automóviles insumen más de la mitad de éste y que las reservas alcanzarán apenas para dos generaciones. Irónicas conclusiones tras un siglo de guerras energéticas, incluida la última en Afganistán y la próxima en Irak.
Personalmente, desde mi mezquino y nada democrático punto de vista, este enruedamiento de la gente sólo admite dos posibles explicaciones: 1. Que así el ciudadano se hace más ciudadano y consume más, ó 2. Que el ciudadano consume más y se hace más ciudadano. Lo que finalmente no importa, porque el desenlace es el mismo.
Colofón
En nuestras disquisiciones sobre el asunto, mi buen amigo Takuo comenta que en su país ya hacen pruebas con carros propulsados por hidrógeno que solo desechan agua; Indhu, que al conducir en el suyo debe esquivar además de a los demás coches, vacas, búfalos y elefantes; alguien a quien no citaré, que el periférico esta a vuelta de rueda, pero que aquel Pontiac está de poca madre!; y yo no termino de quejarme de las miradas misericordiosas y maltrato ubicuo a los ciclistas por parte de los automovilizad@s. Se nota que las perspectivas difieren en función a los intereses y afectaciones.
No obstante como la mayoría de los problemas globales, nos guste o no, éste también nos incumbe a tod@s y la disyuntiva está implícita en cada una de nuestras decisiones de consumo; por mi parte sigo sin saber conducir y leal a mi bicicleta.
Daniel Callo-Concha
Chapingo, México
Diciembre 20, del 2002