En esta columna quincenal, analizo un tema social vigente y ofrezco mi opinión en alrededor de 500 palabras (*)
* Se sabe que un(a) lector(a) promedio lee 250 palabras por minuto
En esta columna quincenal, analizo un tema social vigente y ofrezco mi opinión en alrededor de 500 palabras (*)
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In this biweekly column, I analyze a current societal issue, and render my opinion in about 500 words (*)
* It is known that an average person reads 250 words per minute
Por Daniel Callo-Concha
Newton publicó su obra cumbre Principios matemáticos de la Filosofía Natural en 1687, donde expuso las leyes del movimiento y la de gravitación universal. El uso de las palabras: principios, leyes y universal fue premeditado. Newton creía que sus descubrimientos eran precisamente eso, revelaciones de los secretos que la naturaleza escondía, y que una vez expuestos le permitirían al hombre no sólo explicar, sino beneficiarse de ella. ¡Y vaya que tuvo razón! El poder normativo de los Principios resultó total, el movimiento, tiempo o fuerza se hicieron variables a calcular y sus resultados predecibles. Lo que permitió la concepción y construcción de innumerables ingenios mecánicos que impulsaron nuestro desarrollo tecnológico. Aún ahora, no hay fenómeno ni acción física que no nos recuerde lo fundamental de los Principios.
Dicho esto, y aunque parezca contradictorio, hubo algo más importante que los Principios nos dejaron: la premisa de la causalidad. Que todo acontecimiento tendrá un efecto directo y medible sobre otro. Nada ocurre de por sí, algo lo causa. Si algo se mueve algo lo ha empujado, y esto vale tanto para una manzana como para la tierra; y esto era, por supuesto, medible. La influencia de aquella mecánica absoluta sobrepasó la física e infiltró otros dominios del conocimiento, en los que se comenzaron a buscar las causas de la naturaleza, de la vida, de la realidad… las causas de todo. Más aún, la ciencia, la educación y el sentido común se alinearon con tal determinismo y distraídamente llegamos a creer que la naturaleza, la vida, y la realidad funcionaban así: que una cosa es consecuencia de otra.
Por casi doscientos años el templo de Newton se mantuvo incólume, y aun cuando la emergencia del magnetismo, la electricidad y la termodinámica dejaron entrever fisuras en él, sólo el advenimiento de Einstein hizo que aquellas inamovibles cadenas de causas y efectos se subordinaran a una relatividad que reniega de lo absoluto y donde la predictibilidad ya no existe. Ni la masa, el espacio, ni el tiempo son absolutos, y sólo lo es la velocidad de la luz, que es un fantasma inalcanzable. Removida la pesada loza de la causalidad emergieron la vida, la naturaleza y la realidad en sus versiones auténticas: caóticas e impredecibles, autoorganizadas y flexibles, simplemente natural y simplemente humana.
¿Y cómo nos afecta esto a los mortales comunes y corrientes? Bastante, si me preguntan. A cien años de enterarnos de que la realidad física no es causal ni predecible, nuestras educadas mentes y sofisticadas sociedades siguen funcionando con base en premisas causales en prácticamente todo ámbito. Nuestras decisiones individuales, grandes o pequeñas, al igual que las de nuestras instituciones y nuestros gobiernos, operan buscando soluciones a cada problema, asumiendo que para todo problema hay una causa que guarda su solución…
La falacia de creer que una acción desata una reacción es omnipresente, y está tan impregnada en nuestra manera de pensar y de actuar que casi ni nos damos cuenta. Si no veamos: ¿qué hacemos para bajar de peso? ¿cómo evitamos los resfriados? ¿qué se hace para terminar con la pobreza? ¿para cambiar el país? ¿para ser más felices?
Tal vez algo en qué pensar durante la pausa de fin de año.
Pd. Como la mayoría, las fiestas de fin de año son para mí tiempo de familia y reposo. ¡Hasta enero!
Por Daniel Callo-Concha
Hace algunas semanas D. Runciman, un politólogo inglés, escribió una provocadora columna en The Guardian donde elucubraba sobre la posibilidad de dar el voto a los niños arriba de seis años (*). El solo hecho de que el tema no haya sido motivo de burla y causado alguna simpatía dice bastante de cuánto han cambiado nuestras posiciones sobre democracia, gobierno y derechos de los individuos.
En agosto de 2018 una niña sueca de 15 años decidió saltarse clases e ir a protestar al parlamento de su país por su inactividad para con el cambio climático. Tras algunas semanas en solitario otr@s niñ@s se le unieron; en algunos meses iniciativas similares se habían extendido a lo largo de Suecia, y para marzo de 2019 la primera huelga escolar se llevó a cabo en 125 países convocando a millones de escolares. Desde entonces Fridays for Future se ha convertido en un movimiento global liderado e integrado por niñ@s y adolescentes, quienes cuestionan la coherencia de las políticas climáticas y reclaman un espacio de decisión para sí.
Un poco antes, el Brexit ya había demostrado que Reino Unido estaba dividido por la edad de sus votantes, los de menos de 45 años son generalmente liberales que votaron por quedarse en Europa, y los de más de 45 son habitualmente conservadores y lo hicieron para salir. Fenómenos parecidos se observan en la mayoría de democracias occidentales. En nuestra región, las recientes convulsiones sociales en Chile, Colombia y el Perú, que terminaron en reformas políticas mayores, fueron masivamente concurridas por adolescentes y jóvenes casi sin organización centralizada, lo que dice de su capacidad compromiso y perseverancia si creen que la causa es justa.
Se llamó efecto Flynn a aquel que afirmaba que, a partir del inicio del siglo XX, cada generación aumentaba en tres puntos su cociente intelectual. Estudios subsecuentes demostraron que en verdad no nos hacíamos más inteligentes sino apenas mejores en absolver tests, y esto se debía a mejoras generales en educación, vivienda y nutrición. Hoy en día, a estas mejoras en los sistemas educativos y de calidad de vida, debe añadirse la revolución en las tecnologías de comunicación, a la que los jóvenes han transitado limpiamente. Y si bien es cierto que los jóvenes no son más listos que antes, ciertamente tienen una mayor apertura a ideas ‘nuevas’, o más bien trasegadas incesantemente en una sociedad globalizada, lo que les da una mayor capacidad crítica y autoestima individual y social. De ahí que movimientos por el cuidado del ambiente, los derechos de los animales, las minorías sexuales, me too, black lives matter, la liberalización de las drogas, la muerte digna, el veganismo, etc. sean abrumadora y militantemente abrazados por ell@s.
Y ahora, ¿cuánto y cuándo debemos confiarles el ahora a los jóvenes? ¿No será que nuestros prejuicios por sus formas sociales nos impiden desvelar su ilimitado potencial de auto instrucción y organización? Creo que continuar bloqueando de facto su inferencia directa en asuntos que les concierne (nada menos que su propio futuro) es más que cínico, y en los tiempos que vivimos, inmoral. La extraordinaria Greta Thunberg no es tal, es apenas la cabeza visible de una generación ella sí extraordinaria, además de por su lucidez por aquella maravillosa ingenuidad que la hace ajena a los intereses del corto plazo.
¿Es tan loco que voten los adolescentes? En Austria, parte de Alemania, parte de Reino Unido, Bosnia, Escocia, Eslovenia, Gales, Hungría, Malta y Serbia ya se vota con 16 años y hay un movimiento paneuropeo que lo promueve; y si eso parece lejos, ahí están Argentina, Brasil, Ecuador y Nicaragua, donde ya se hace por un buen rato. Entonces ¿16? ¿15? …
(*) Votes for children! Why we should lower the voting age to six. David Runciman. The Guardian 16 Noviembre 2021. https://www.theguardian.com/politics/2021/nov/16/reconstruction-after-covid-votes-for-children-age-six-david-runciman
Gracias a J.H. por compartir el artículo de Runciman.
Por Daniel Callo-Concha
Aunque se usa más y más en español, el anglicismo ‘cool’ sigue siendo difícil de traducir. Tal vez una combinación entre genial, bacán, chévere y buena onda, se le acercan. Cuando pensamos en gente cool se nos vienen a la cabeza artistas o deportistas y hasta algún político o líder, pero rara vez pensamos en un o una científica. La caricatura del tipo de lentes en guardapolvo blanco, distraído y asocial, se ha instalado en nuestro imaginario, no dejándonos ver lo cool que son algunos científicos y sus trabajos. Y si no me creen, lean hasta el final.
Jane Goodall nació en 1934 en una familia clase mediera británica. Hasta los 23 años había desempeñado trabajos de baja categoría y no tenía estudios universitarios, pero cultivaba una secreta pasión por los animales. Entonces emprendió un viaje a la hoy Tanzania donde conoció a L. Leakey, un paleontólogo que creía que estudiar a los simios era un medio para entender a los seres humanos primitivos. Goodall, sin ninguna formación académica, fue aceptada como asistente por Leakey y enviada de vuelta a Inglaterra a aprender sobre primates. Poco después regresó al parque nacional de Gombe a iniciar su trabajo.
Goodall no aplicó por ignorancia o adrede las convenciones que los primatólogos de la época defendían. En lugar de buscar un punto de observación alejado y seguro, se mudó a convivir con la comunidad de chimpancés que debía estudiar; en vez de numerarlos y distanciarse de ellos, les dio nombres y apellidos, y cultivó relaciones sociales con ellos. Provista de un cuaderno de notas y una formidable perseverancia, la joven Goodall necesitó dos años para ser aceptada por los chimpancés. Descubrió que éstos eran capaces de construir y utilizar herramientas, que tenían una organización social rica y dinámica, que eran capaces de comportamiento altruista y generoso, pero también podían ser violentos y hasta crueles. Llegó a presenciar una guerra tribal y asesinatos grupales, hasta que fue expulsada de la manada por un emergente macho alfa.
De regreso en Inglaterra, al presentar Goodall sus descubrimientos, parte de la comunidad académica intentó desacreditarla, señalando su desatención a los estándares metodológicos y su pobre formación científica, y hasta aludiendo a su juventud y sexo como limitantes. Pero nada de ello logró ensombrecer lo extraordinario de sus hallazgos: entre otros, los antropólogos que hasta entonces habían definido al hombre como el único animal que usaba herramientas, debieron desdecirse; y la etología (ciencia del comportamiento animal) tuvo que reescribir sus pautas y métodos de investigación.
Tras recibir un jugoso financiamiento, su mentor L. Leakey, registró a Goodall en la universidad de Cambridge para optar a un doctorado, que obtuvo sin tener un bachillerato antes. Tras ello, y aprovechando su ganada celebridad, Jane Goodall ha transitado gradualmente de la investigación al activismo ambiental, en el que continúa hasta hoy con sus 84 años.
Díganme si una cándida muchacha revelando el mundo común de los antropoides y de paso poniendo de cabeza a los sabios machistas no es cool. ¡Es súper cool!
Por Daniel Callo-Concha
Durante estos días tiene lugar en Glasgow, Escocia, la 26 Conferencia de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP 26), que reúne representantes de casi todos los países, con la intención de sancionar medidas para detener y revertir el calentamiento global. El foro está a punto de cumplir 30 años -se institucionalizó en 1992 -, y trágicamente es poco lo que ha logrado: las emisiones de gases de efecto de invernadero han seguido aumentando, y sus efectos en el sistema climático, que afectan cada vez a más gente y de modos más impredecibles, se han intensificado.
Los líderes políticos a cargo de procurar cambios estructurales, han fallado consistentemente. En sus decisiones ha pesado siempre más la economía. Posición que no ha variado entre los países independientemente de su nivel de ingreso. El argumento para ello ha sido también el mismo: el temor a la desaceleración del crecimiento económico. Para unos, tal crecimiento se traduce como un indeseado desequilibrio en intrincada economía global, de la que mercados, proyecciones y bolsas dependen; y para otros, se entiende como un corte a su posibilidad de crecer y desarrollar, pues no hay otra forma de hacerlo más que emitiendo más carbono, arguyen.
Casi todos los países asistentes son sig natarios del protocolo de Kioto y el acuerdo de París, por lo que buena parte de las discusiones son para comprometer metas y fechas de reducción de emisiones. Pero hay otras deliberaciones ocurriendo simultáneamente entre los países “anexo 1” (aquellos preocupados por el crecimiento per se, entre otros, los Estados Unidos y Europa) y los países “no anexo 1” (antes llamados subdesarrollados, al que pertenecen todos los estados latinoamericanos). Estas negociaciones versan sobre los mecanismos en la que los primeros apoyen a los segundos para lograr beneficios generales, que por lo general se traducen en cooperación tecnológica, inversiones a través de mecanismos de desarrollo limpio, bonos de carbono, etc.
En las últimas décadas el dedo acusador se ha dirigido a China e India quienes, debido a sus formidables crecimientos y expectativas de crecimiento, han saltado a estar entre las economías más contaminadoras del planeta. Se ha aludido también a otros estados, como Brasil o Indonesia, pero aplastados por el argumento de la deuda histórica de los países ricos, aquellas alusiones suelen terminar en invocaciones del tipo ‘haga Ud. lo que pueda’.
América Latina, en buena parte ya de ingresos medios, ha abrazado tal eclecticismo. Acomodada como región “no anexo 1” ya no sólo aspira sino comienza a crecer al modo del norte, descuidando cambios en su matriz energética, agricultura y deforestación. Ni qué decir del consumo: siendo la región más desigual del mundo, en ella se han “democratizado” los SUV, los viajes aéreos y la obesidad, lo que no habla bien de los valores de la sociedad civil.
No deja de repetirse que los efectos del cambio climático ya no serán, sino que son catastróficos, y que todos, sí todos, estamos llamados actuar. Sólo como viñeta: el Caribe, los Andes y la Amazonía se cuentan entre las regiones que serán más golpeadas. El ‘escaso’ 10% de las emisiones de las que nuestra región es responsable, no debiera significar que nos convirtamos en el pasajero del autobús a punto de desbarrancar, que prefiere seguir mirando su teléfono celular, confiando que el problema lo resolverán otros.
Por Daniel Callo-Concha
Hace algunas semanas la popular revista Wired publicó un artículo titulado “Esta pechuga de pollo impresa en 3D se cocinó con láseres” (*). En el artículo se detalla cómo en un laboratorio de ingeniería de la universidad de Columbia suministraban pasta de pollo a una impresora 3D para ‘imprimir’ —inyectando delgados fideos de pollo adosados uno a uno— bistecs medianos, que después se cocían utilizando láseres de diversas intensidades y frecuencias para variar las formas de cocción y dorado, por ejemplo, uniforme en la superficie y variable en la profundidad, imitando incluso las líneas de la parrilla y hasta cociendo el bistec sin sacarlo del empaque (¡?). Termina el artículo con una pregunta retórica: ¿quién no ha soñado llegar a casa y pulsar unos botones para obtener una comida caliente impresa en 3D?
Por muchos años, la ciencia de los alimentos mantuvo una alianza irrompible con la agricultura y ocupó sus mayores esfuerzos en la conservación y después en la transformación de la comida para hacerla más duradera, apetecible y nutritiva: de ahí que, para buena parte de nosotros, aludir a ella traiga a nuestra memoria mermeladas, conservas, la margarina y hasta a las bebidas gaseosas. Pero el último giro en esta disciplina es notable: en pocos años en los supermercados han aparecido numerosas opciones que tienen algo en común: se asemejan a los alimentos que provienen de animales, pero son producidos en biodigestores, utilizando insumos vegetales o de plano sintéticos; substitutos de leche, queso, mantequilla, carne, pescado, jamón, etc. están en la primera línea. De entrada, estos productos fueron bienvenidos por vegetarianos y veganos que extrañaban la ausencia de las versiones originales en sus recetas, pero ahora los requieren, y en gran medida, consumidores no vegetarianos también; por ejemplo, la escasez de ‘leche’ de avena es una constante en los mercados internacionales desde el año pasado debido a su demanda exponencial en cafés y por consumidores ‘conscientes’.
Hay abundante evidencia de que la disminución en nuestro consumo de alimentos de origen animal tendría varios efectos beneficiosos: i) en el cuidado del ambiente, pues la ganadería emite más gases de efecto de invernadero que el sector transporte; ii) en nuestra propia salud, ya que reduce la probabilidad de enfermar del corazón, estómago e intestinos, diabetes, etc.; y iii) en detener el sufrimiento animal.
Pero antes de correr por estos substitutos valdría analizar los compromisos a hacer. Me detendré en uno: por un lado, en nuestros países, buena parte de los alimentos, incluyendo carne y lácteos, los producen agricultores pequeños, como parte de sistemas de producción y económico locales, regulados por ciclos naturales y culturales. Por el otro, los productos que buscan substituirlos son iniciativas, en el mejor de los casos industriales y, en el más extremo, corporativas, cuya lógica es la de generar y colocar un producto comercial, lo que incluye mercadeo y especulación. Lo que explica la paradoja de que el precio de un litro de leche llegue a la mitad del de su equivalente sintético.
Se dice que tras los 40 uno empieza a dar signos de conservadurismo. Creo que el de la comida será uno de aquellos asuntos en los que costará ponerse de acuerdo con los nuevos jóvenes: mi respuesta a la hipotética pregunta del primer párrafo es definitiva: yo no; y al del dilema de los sustitutos lácteos: poco a poco.
¿Y las suyas?
(*) El artículo aludido: https://www.wired.com/story/3d-printed-chicken-breast-cooked-with-lasers/
La fuente original: Blutinger, J.D., Tsai, A., Storvick, E. et al. Precision cooking for printed foods via multiwavelength lasers. npj Sci Food 5, 24 (2021). https://doi.org/10.1038/s41538-021-00107-1.
Por Daniel Callo-Concha
La historia contemporánea da cuenta de la revolución francesa y las americanas, la expansión de los imperios coloniales, las guerras mundiales, la guerra fría y la globalización, sin duda acontecimientos que han definido nuestro presente. En ella los historiadores han conceptualizado un fenómeno persistente, la llamada ‘misión civilizatoria’, que Jürgen Osterhammel, uno de sus estudiosos, define como: “(…) el derecho y deber autoproclamados para propagar e introducir activamente normas e instituciones en otras personas y sociedades basados en la convicción de su inherente superioridad”. (*)
Así, las competitivas escuelas-internado que abundan en India, Sri Lanka y Hong Kong; las omnipresentes panaderías que hornean baguette en Mali, Benín y Burkina Faso; y los templos en cada pueblo de México a Chile son remanentes de las misiones civilizatorias que los colonizadores ingleses, franceses y españoles emprendieron en Asia, África y América. Pero las misiones civilizatorias no terminaron con la colonia, los especialistas dicen que se multiplicaron en el siglo XX, y ofrecen como ejemplos, las invasiones de buena parte del mundo por potencias capitalistas, con los Estados Unidos a la cabeza, para imponer sus ideales de organización política y comercial; las intervenciones de las socialistas Rusia, China y Alemania oriental en Usbequistán, Vietnam y Cuba, constriñéndolos para adoptar principios ideológicos y modelos de organización social; y las campañas emprendidas por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, acicateadas por los países miembros del acuerdo de Bretton Woods, para modificar los lineamientos de manejo macro económico nacionales, ejecutadas en América Latina durante los 1980’s y 90’s.
Como puede notarse, la premisa de la misión civilizatoria tiende a entremezclarse con el occidentalismo y el neocolonialismo, y con la emergencia de la globalización se hace aún más confusa y difícil de rastrear, pero creo que para el punto que quiero hacer basta:
Desde que fue electo el Sr. López Obrador, presidente de México, reclama una disculpa a la monarquía española y la iglesia católica por sus acciones en América durante la colonia. Estos pedidos habían sido desdeñados hasta hace un par de semanas, cuando el Papa Francisco pidió perdón por los ‘pecados’ cometidos durante la evangelización. Tras esto algunas autoridades y polític@s español@s reaccionaron cuestionando tales disculpas, notable fue la de la Sra. Ayuso, presidenta de la comunidad de Madrid, quien dijo: "[nuestro legado] fue llevar el español y el catolicismo y, por tanto, la civilización y la libertad al continente americano".
Dicen que lo mejor que le puede pasar a un científico es observar que la realidad refleja la teoría que defiende. Si es así, la señora Ayuso debe haberle dado el día más feliz de sus vidas a muchos historiadores.
(*) Jürgen Osterhammel. Europe, the “West” and the Civilizing Mission. The 2005 annual lecture. German Historical Institute. London. www.ghil.ac.uk
Debo agradecer a AB por haberme introducido y explicado este término, y hacerme notar su triste pertinencia hoy en día.
Por Daniel Callo-Concha
A la fecha hay más de 15 países que han expresado su intención de aplicar una vacuna de refuerzo contra el Covid-19 a sus ciudadanos particularmente vulnerables o a toda su población. En esta lista, están buena parte de los 10 países que para inicios del 2021 habían acaparado la compra de vacunas, cuya oferta era entonces aún más limitada que ahora.
Hasta fines de septiembre se habían aplicado alrededor de 6 billones de vacunas. En los países de altos ingresos o llamados antes ‘desarrollados’, los vacunados superan el 60%; pero en los países de bajos ingresos, tal porcentaje llega apenas al 3%. La adquisición de vacunas ha sido un ejercicio de músculo financiero, a América Latina, de ingresos medios, no le va mal, y África, como se había previsto, es la región a la que le va peor: para sus 1.1 billones de habitantes apenas ha conseguido 177 millones de vacunas, de las que 108 fueron donadas por China y Rusia y apenas 69 millones por COVAX, un mecanismo internacional de donación de vacunas promovido por la OMS.
Científicamente las posiciones están encontradas: por un lado, hay estudios que han mostrado que con el tiempo hay un declive en la protección que las vacunas ofrecen, especialmente a individuos pertenecientes a grupos vulnerables, como inmunodeprimidos y personas mayores; por el otro, se apela al beneficio epidemiológico intrínseco de las vacunas: que alcanzan su máxima efectividad solamente cuando una considerable proporción de la población ha sido vacunada.
La OMS ha mantenido una posición consistente y acaba de llamar a una moratoria al uso de refuerzos. Todavía más, su director Tedros Adhanon Ghebreyesus (quien es etíope) ha tomado posición y expresado: “… no queremos ver vacunadas nuevamente a gente completamente vacunada, (…) no queremos más promesas, ¡sólo queremos las vacunas!”.
Pero, las intenciones arriba citadas ya dejan ver que no habrá ni acatamiento ni consenso a tal pedido, lo que le suma una derrota más a la OMS (recordemos los fallidos llamados hechos por el mismo Tedros para establecer medidas sanitarias en el 2020). Es de suponer entonces que las decisiones se van a dar por grupos y categorías de países, y en cuanto a las razones para implementarlas, cada país esgrimirá los argumentos que más provecho les generen ante la opinión pública. Por ejemplo, en América Latina, ya se sugiere revacunar al personal de salud, trabajadores más expuestos, ancianos, etc., lo que sospecho ampliará la lista de potenciales recipientes de refuerzos.
Argumentos más o menos, a medida que se van revelando las intenciones y estrategias para aplicar refuerzos, algunos países han dejado entrever razones tal vez más significativas, como Boris Johnson, primer ministro británico, quien cándidamente ha asociado el programa de refuerzos con la reactivación económica, como antes hizo con el ’día de la liberación’, el 19 de Julio pasado, cuando intentó levantar todas las restricciones relacionadas al Covid-19 y de paso poner los negocios a toda marcha.
Entre tanto decenas de millones en Congo, Chad, Niger, Burkina Faso, Togo, Benin, Mali, República Central Africana, Somalia, Etiopía y varios otros países africanos, permanecerán en un limbo sin vacunas ni fecha de vacunación, que algunos ya empiezan a llamar el Apartheid de las vacunas.
Por Daniel Callo-Concha
El 30 de enero del 2020, la OMS declaró al Covid-19 como epidemia, y el 11 de marzo del 2020 pandemia global. En febrero 2021, una encuesta a especialistas inmunólogos hecha por la revista Nature, encontró que el 89% creía que el Covid-19 se haría endémico; hace dos semanas, S. Swaminathan, lideresa científica de la OMS, afirmó que el Covid-19 en India estaría haciéndose endémico.
Se llama endemia a la condición que alcanza una enfermedad cuando su índice de transmisión se mantiene en uno, es decir, cuando en promedio una persona infectada contagia al menos a otra y, por tanto, el número de infectados es constante. Hay numerosos ejemplos de endemias en el mundo: el más conocido es la malaria, que de acuerdo al último reporte de la OMS se encuentra consistentemente en 87 países. Pero está lejos de ser la única, la fiebre amarilla, el dengue y la enfermedad de Chagas, entre varias otras, son enfermedades endémicas en países tropicales. Pero también lo son el HIV en África del oeste y la hepatitis B en África sub-Sahariana, Asia central y partes de América Latina.
Una endemia puede derivar de una epidemia (contagio masivo de una enfermedad en un área determinada), o de una pandemia (lo mismo, pero a nivel regional, continental o global), y una vez estabilizada, no necesariamente debe alcanzar niveles de infección superlativos. Por ejemplo, hasta 1995 la prevalencia de la varicela era de casi 100% -lo que significa que casi todas las personas la padecían-, la que se redujo a 10% cuando se desarrolló la vacuna contra ella, pero aun así continúa considerándose endémica.
Por otro lado, la prevalencia de una endemia no está relacionada a su morbilidad (la proporción de gente que enferma de ella) y su mortalidad. La influenza o gripe común aqueja a entre 400 y 1200 millones de personas anualmente, de tres a cinco millones enferman seriamente, y más de medio millón mueren por ella. Su tratamiento es difícil porque muta constantemente, y por ello su vacuna debe actualizarse cada año para mantener su efectividad.
Así pues, coexistimos con enfermedades endémicas de mayor o menor prevalencia, más o menos infecciosas y letales, y para las que hay más, menos o ninguna medida de control; y todo indica que somos capaces de vivir con ellas y seguiremos haciéndolo.
¿Qué extraemos de todo esto? Aquel runrún de que el Covid-19 vino para quedarse parece que será cierto. La aparición regular de nuevas variantes y las diferencias en su tratamiento en el mundo (recordemos la infeliz estadística de que el 75% de las vacunas están acaparadas por apenas 10 países), apuntan a ello. Luego, ¿su endemismo será uniforme o focalizado? Los especialistas creen que ocurrirá lo último: las infecciones se mantendrán constante en ciertos lugares y menguarán en otros. Estos consensos sugieren que probablemente vale la pena familiarizarse con la vida en endemia, por ejemplo, releyendo los primeros párrafos de esta columna.
Por Daniel Callo-Concha
Al igual que muchos he observado como parte de la comunidad internacional (del llamado ‘occidente’) ha lamentado la inminente instauración de un emirato islámico en Afganistán. El grupo talibán ha anunciado en adelante que la sociedad afgana se regirá por los libros canónicos del Islam: Sharía y Corán, que expeditivamente resolverán cuestiones religiosas, judiciales y del día a día.
Las versiones originales de estos libros datan del siglo VII, coincidentes con la vida y obra de Mahoma, el profeta fundador del Islam, quien los escribió, se dice, dictado por Alá. Por ello, a diferencia de lo ocurrido con los textos fundacionales de otras religiones, los libros sagrados musulmanes no han cambiado substancialmente, y sus creyentes más ortodoxos (como los talibanes) los toman al pie de la letra. Ello explica, en parte, porque miles de afgan@s intentan dejar su país apiñándose en aeropuertos y fronteras, previendo la supresión de los derechos de las mujeres, proscripción de expresiones culturales no religiosas, castigos que llegan a incluir mutilación y muerte, y en general, una reivindicación teocrática en prácticamente todos los ámbitos de la vida.
Aunque esto ya es suficiente para preocuparse, no puedo dejar de preguntarme, cómo una sociedad que funcione bajos códigos de hace 1300 años puede encajar en el mundo interconectado y cambiante del siglo XXI, y cuáles serían sus esperanzas de progreso tecnológico y científico.
Hay varias sociedades que se desarrollan con algún nivel de aislamiento cultural y tecnológico, lo que se debe tanto a su religión como a su historia y geografía. Por ejemplo, la comunidad protestante Amish, cuyos integrantes viven a la usanza del siglo XVII, llegan a 300 mil desperdigados en colonias agrícolas en Norteamérica; o el pequeño reino budista de Bután enclavado en el Himalaya, que sólo a partir de 1999 permitió el uso de la televisión. Los admiradores de estas sociedades afirman que su retraimiento tecnológico ha contribuido a su armonía y estabilidad, y puede que sea así por los altos estándares de bienestar social que exhiben; pero algo les distingue esencialmente de los regímenes fundamentalistas como el talibán: la coerción violenta.
Cuenta Neil de Grass Tyson, el popular comunicador científico norteamericano, que durante la llamada era dorada del Islam (siglos VIII-XI), sabios y recintos musulmanes capitanearon el desarrollo en matemática, astronomía y medicina entre otros; y da un ejemplo apabullante: ¡dos terceras partes de las estrellas tienen nombres árabes! Pero esto cambió en 1100 cuando teólogos fundamentalistas persuadieron a los líderes para proscribir la indagación, por cuestionar lo inmarcesible de la naturaleza, claro, por mandato coránico. Lo que sigue es conocido: su imposición forzada y un eclipse en el conocimiento en Medio Oriente y alrededores del que hasta ahora no nos hemos recobrado.
La tragedia de Afganistán es un recordatorio también, del inacabado conflicto entre oscurantismo y conocimiento, y evidencia de que su no resolución sólo traerá reediciones… incluso en el siglo XXI.
Ojalá que la luz en Kabul no se apague, y si por malhadada suerte eso ocurre, que se vuelva a encender pronto.
Por Daniel Callo-Concha
Como padre he aprendido un par de cosas. Por ejemplo, que las radiaciones que emiten las pantallas de aparatos electrónicos, llamadas popularmente ‘luz azul’, suprimen la producción de melatonina, lo que altera los ciclos de sueño especialmente en niñ@s. Entonces, la regla es: hasta 30 minutos en frente al computador, tableta o teléfono, y cero antes de dormir.
Seguramente, tod@s recordamos reglas parecidas: no llegar a casa después de las diez, no jugar con cuchillos y no beber alcohol hasta los 18, son casi universales. Las reglas han evolucionado con los tiempos. En la ciudad andina donde nací, una nueva es ponerse bloqueador de sol para salir, porque la incidencia de rayos ultravioleta (tras el adelgazamiento de la capa de ozono) se ha hecho cancerígena. Otra reciente es llevar una máscara quirúrgica en lugares públicos para prevenir infecciones respiratorias, a la que trágicamente tod@s hemos debido allanarnos.
Hasta hace diez años había pocos dominios científicos etiquetados como ‘disciplinas de crisis’. El cambio climático o la pérdida de la biodiversidad estaban entre ellas. Una disciplina de crisis se ocupa de cuestiones que afectan seriamente a la sociedad en todos los niveles y requiere un tratamiento pronto y coordinado. En relación a esto, hace unas semanas una veintena de científicos de diversos perfiles publicaron en la revista científica PNAS (*) un artículo con el provocativo título ‘Gestión del comportamiento colectivo global’. La tesis general es que las tecnologías de comunicación y los medios por los que operan (plataformas de redes sociales), se han convertido en una amenaza para la salud mental, coexistencia social, estabilidad política y hasta avance científico a escala global. Nada menos.
Antes ya había un sinnúmero de reportes, libros y documentales sobre los efectos nocivos de las redes sociales. Entre los más populares, el superventas Diez razones para borrar tus cuentas en redes sociales de Jaron Lanier y el documental El dilema social, que además de desenmarañar los modelos de negocio y mecanismos de manipulación de las plataformas digitales, enumeran sus efectos en las personas a nivel individual y social. Pero exponer a las redes sociales como amenaza global, parece excesivo.
¿Pero es así en realidad? Todos conocemos historias de adolescentes que no se despegan de sus teléfonos, jóvenes que han condicionado su autoestima a sus imágenes públicas, o la de aquel muchacho que se hacía selfies colgando de rascacielos y murió en el último que se hizo. Pero ciertamente la cosa va más allá, y tal vez ojear la lista que sigue nos haga repensar eso: fake news, ivermectina, elecciones fraguadas, desinformación, negacionismo, seudociencia, antivacunación, teorías de conspiración, etc.
Y volviendo a lo de las reglas. Tal vez saber lo que las plataformas sociales son capaces nos debería hacer pensar en algunas reglas para con nosotros mismos.
(*) Stewardship of global collective behavior. Joseph B. Bak-Coleman, Mark Alfano, Wolfram Barfuss, Carl T. Bergstrom, Miguel A. Centeno, Iain D. Couzin, Jonathan F. Donges, Mirta Galesic, Andrew S. Gersick, Jennifer Jacquet, Albert B. Kao, Rachel E. Moran, Pawel Romanczuk, Daniel I. Rubenstein, Kaia J. Tombak, Jay J. Van Bavel, Elke U. Weber. Proceedings of the National Academy of Sciences Jul 2021, 118 (27) e2025764118; DOI: 10.1073/pnas.2025764118
Por Daniel Callo-Concha
En Contacto, su único libro de ciencia ficción, Carl Sagan cuenta como la humanidad establece comunicación con una civilización extraterrestre y las peripecias de los científicos deben sortear para encontrarlos. Como científico Sagan era exobiólogo, que son quienes buscan rastros de vida fuera de la Tierra, y el mayor promotor de SETI, un consorcio internacional ocupado en la búsqueda de inteligencia extraterrestre. Así que Contacto no era completamente ficcional, sino que respondía a la pregunta: ¿cómo sería si SETI tuviera éxito?
En la novela hay algunos personajes peculiares, como S.R. Hadden, un anciano billonario y enfermo que se ha instalado en una colonia espacial que orbita el planeta, pues esto reduce su envejecimiento, y la gravedad cero le permite ciertos placeres ya imposibles en su vida en la tierra.
Hace unas semanas el billonario Richard Branson logró en un avión a reacción, propiedad de su compañía ‘Virgin Galactica’, alcanzar los 85 Km de altura. Nueve días después, otro billonario, Jeff Bezos, a bordo de un cohete de su compañía ‘Blue Origin’, alcanzó una altura de 105 Km. Tanto Branson como Bezos estuvieron acompañados de varias personas, que incluían un joven de 18 años y una anciana de 82. En ambos casos se buscaba alcanzar el ‘espacio exterior’, de modo que los viajeros se convirtieran en ‘astronautas’. Dado que los especialistas difieren en donde precisamente está aquel límite, ambos proyectos optaron por un indicador más pragmático: alcanzar micro gravedad, donde la tierra deja de ejercer su atracción y los cuerpos flotan libremente.
Los señores Bezos, Musk y Branson, son apenas las caras más visibles de una pléyade de emprendedores que apuntan a nuevos nichos en comercio, comunicaciones, industria y hasta descontaminación y limpieza. La NASA ya les ha cedido parte de su agenda y está por verse como actuarán las agencias espaciales europea, china y rusa. Pero queda claro que estas expediciones son la punta de lanza de una emergente era tecnológica y económica, que algunos ya etiquetan de ‘nueva revolución industrial’. Una muestra de ello: en los últimos 5 años, desde que el sector privado tiene acceso al espacio, el número de satélites ha subido de 500 a 5000, y se calcula que en los próximos 5 años llegará a 25 000.
Entre tanto, el ‘turismo espacial’ ya se ha iniciado y en los próximos meses y años veremos a más personas, que por un cuarto de millón de US$, se montarán en cohetes suborbitales para alcanzar a ver la curvatura de la tierra, flotar en micro gravedad, y claro, hacerse selfies y mandar tweets. Todo en una hora y pico.
No hay duda que Sagan le dio vueltas al tema y ya supo que de entre los muchos rasgos del alma humana, el hedonismo no estaría ausente en la exploración extraterrestre.
Por Daniel Callo-Concha
Hasta antes de la epidemia de Covid-19 (datos del 2018), la media global de quienes se oponían a las vacunas -cualquiera- era de 16%. La cifra máxima llegaba al 28% en Asia del este, y la mínima a 7% en África del este. En América del sur y del norte, alcanzaba 13% y 12%, respectivamente. Cuando se lanzaron las primeras vacunas a fines del 2020, la media de los estadounidenses opuestos a la vacunación se había duplicado y llegado al 27%, pero el valor subía hasta 42% si se trataba de un votante republicano y caía al 12% si era demócrata.
Pero las dudas sobre la vacuna no ha sido exclusivas de los estadounidenses, a fines del 2020 diversas encuestas mostraron que los europeos dudaban ampliamente de las vacunas. Los resultados variaban, por ejemplo, entre un tercio de la población en Inglaterra, Alemania y Francia, a más de la mitad en Rusia y Polonia. A diferencia del caso norteamericano este escepticismo no se hizo partidista, sino se basaba en un amplio abanico de argumentos, que variaba desde la desconfianza por fallidas campañas de inmunización precedentes, recelo por las nuevas tecnologías, o reticencia a la supuesta imposición de la vacunación. Claro, estaban además las estrafalarias teorías de conspiración, que no vale la pena repetir. Como sea, estando alrededor un tercio de la población europea vacunada el recelo aún persiste en algun@s. Pero ya sea por la evidente caída en el número de muertes y casos graves, la inercia social de ver a much@s vacunándose, y las restricciones para los no vacunados (se hace común solicitar certificados de vacunación para asistir a lugares y eventos públicos), se prevé que los europeos alcancen el umbral de rebaño antes de fin de año.
En América Latina, al igual que en el resto del sur global, el escepticismo antivacuna es considerablemente menor, especialmente en cuanto se refiere a la creencia en teorías conspirativas. Los especialistas piensan que se debe a la menor exposición a tales ideas, y posiblemente a la escasez relativa de vacunas. Aun así, conozco anécdotas de quienes se negaron a las vacunas rusas o chinas por razones ideológicas…
Para terminar esta breve comparación, quiero hacer notar algo: tal vez la relativa escasez, desconexión e incertidumbre en nuestra región haya favorecido a la propensión de la gente para dejarse vacunar, pero debe reconocerse, y felicitarse también, que las autoridades sanitarias hayan gestionado y aún gestionen la situación adecuadamente. Puede que en el corto plazo esta sensatez recompense a América Latina, en cuanto a la prevención de fatalidades postreras y evitables, y la velocidad de recuperación comunitaria.
Pero cuando las tres cuartas partes de las vacunas existentes han sido acaparadas por apenas 10 países y en varios de estos el escepticismo bulle, uno comienza a preguntarse si las vacunas están donde deberían.
Por Daniel Callo-Concha
Como a muchos, ojalá, los recientes eventos acaecidos en el Perú me han puesto revisar los antecedentes, mecanismos y desenlaces de los fraudes electorales contemporáneos.
En Wikipedia, he aprendido que hay fraude por manipulación del electorado: añadiendo votantes o quitándoles el voto según convenga, y más comúnmente, dividiendo, desinformando, intimidando, y claro, comprando el voto de los electores. Otro tipo de fraude se refiere a la alteración del mecanismo (físico o virtual) que incorpora las balotas al conteo; y un tercero, aparentemente el más extremo, es la coerción de los antagonistas electorales, generalmente usando para ello los poderes del estado. Para absolver los fraudes electorales, existen los siguientes mecanismos: asegurar el secreto del voto y la transparencia del procedimiento; cuando la votación ya ha ocurrido: facilitar la auditoría de los votos, la evaluación del procesamiento y el análisis estadístico de los resultados. Y cuando el asunto ya se ha aclarado, castigar severamente a quienes lo hayan intentado para prevenir reincidencias.
En el caso peruano el reclamo del supuesto fraude se refiere a la segunda modalidad arriba señalada: el tráfico de las balotas de uno a otro candidato. Hasta donde sabemos, los mecanismos para resolverlo se han puesto en práctica: el conteo de los votos se ha auditado y los resultados actualizados, vuelto a analizar. Lo que ha llevado a la ratificación de los primeros resultados ¿Qué vino después? Una seguidilla de insistencias que no han añadido pruebas, sino apilado cuestionamientos al mecanismo y las instituciones electorales. Tanto así, que la discusión ya no es técnica, sino jurídica.
Como casi siempre, y esto es lo que más me descorazona, en este proceso las voces de los especialistas han estado ausentes de la discusión pública y mediática. No he dejado de preguntarme ¿cuándo hablan los estadísticos?, ¿dónde están los frikis de los datos?, ¿a qué hora aparecen los histogramas, boxplots, gráficos de dispersión, de probabilidades … que finalmente aclaren con datos y argumentos duros el bendito reclamo? Pero estos no han aparecido, y si lo hicieron ha sido tarde y referencialmente, como lo hizo el Sr. Pablo Lavado, comparando el caso peruano con patrones de datos de fraudes confirmados.
Los medios de comunicación han hecho muy poco o nada para descubrir y exponer este tipo de pruebas. Muy al contrario, han dejado a sus audiencias a merced de argumentadores profesionales, que han utilizado la retórica para convertir un llano contraste de evidencias, en arbitrajes sobre modelos económicos y sistemas políticos, que han sustentado utilizando políticas identitarias. Predeciblemente, esto ha polarizado las posiciones aún más, llevándola a un diálogo de besugos.
Independientemente de quién gane y pierda esta elección, hay una batalla que se ha vuelto a perder, la de los científicos en el debate público. Dejar de lado a los especialistas, cuando su intervención puede hacer la diferencia entre la especulación y la verdad diáfana ha de tener costos, el primero: mantenernos en la bruma y sujetos a manipulaciones al caso.
Por Daniel Callo-Concha
Los psicólogos sociales afirman que la empatía tiene un papel clave en el desarrollo de las sociedades. En resumen, dicen que las personas que se sienten reflejadas y aceptadas en su entorno tienden a conducirse mejor. Es fácil imaginar esto: una reunión social entre colegas, un bar cuando juega el equipo local o una ciudad durante una celebración local. Hay una sensación de identidad compartida, un reconocimiento de los códigos sociales, y en los extraños, una aceptación cortés de las reglas.
La empatía no es exclusiva de los humanos; existe en muchos otros animales, desde primates hasta hormigas, pasando por perros, elefantes y delfines. Como a nosotros, la empatía les ha servido para sobrevivir y evolucionar en ambientes hostiles, echándose la mano (o la pata) unos a otros. De ello es que se sabe que ser empático está en parte escrito en nuestros genes. Sin embargo, puede variar entre personas: es conocido que las mujeres son más empáticas que los varones, y hay condiciones neurológicas, como el autismo y narcisismo, que, en diversos grados, les impiden a quienes las padecen empatizar con los demás.
Afortunadamente, la empatía está también determinada por el entorno y cultura: ambientes y conductas afectuosas y amables, sobre todo por parte de los progenitores, hacen que sus hijos sean más empáticos.
Dicho todo esto, queda claro que la empatía debería ser una cualidad social muy apreciada, y su opuesto, la apatía, desinterés por las emociones y sentimientos de los demás, algo indeseable y penoso. De ahí que, en los recientes conflictos en nuestra región, llama la atención la incapacidad o manifiesto desinterés de ‘unos’ ya no siquiera para ponerse en el lugar de los ‘otros’, sino para escucharlos. Las discusiones políticas han renunciado al intercambio de argumentos y en su lugar se ha optado por la descalificación y, aquí lo más triste, apelado al etiquetado de los oponentes: no puedo discutir contigo por tu situación financiera, tu apariencia, tu acento, tu origen, tu educación, tu trabajo y lo más funesto, tu manera de pensar.
¿Qué hacer? Infelizmente este no es un fenómeno aislado. Al parecer, el inédito aumento de fuentes de información y posibilidades de comunicación, ha incrementado la fragmentación social y disminuido la interacción entre grupos. En diciembre de 2006 el entonces senador Barack Obama alertó sobre el déficit de empatía en los Estados Unidos: de la capacidad de ver el mundo a través de los ojos del niño que tiene hambre, el obrero despedido, la mujer inmigrante que limpia tu casa. La reciente crisis política de ese país ha mostrado a lo que se puede llegar si no se atiende a tal déficit.
Seguramente a algunos me tildarán de ingenuo por escribir en estos días tumultuosos sobre las bases psico-biológicas de la sociabilización. Para ellos estas líneas: Jamil Zaki, especialista en el tema, aconseja para ejercitar la empatía, (i) estar consciente de nuestros propios sesgos y (ii) detectar lo que tenemos en común con los ‘otros’. En mi grupo de WhatsApp de la secundaria somos como 30, que creo configura una buena muestra de nuestra sociedad fracturada. Aunque varios de nosotros no nos hemos visto en muchos años, nuestro contacto es constante, por lo que sé bien que nuestras posiciones divergen ampliamente en cuestiones políticas, sociales, religiosas y demás. Y aquí el meollo: con independencia de lo agitado que haya estado el debate de los últimos meses y años, todos ellos han sido amables y comunicado sus posiciones con respeto y aceptado las posiciones opuestas.
Yo quiero creer que esas 30 personas, por más opuestas y ardientes que sus diferencias pudieran ser, han decidido tratarlas entre sí con respeto y cariño por un valor común y la memoria que comparten de una adolescencia hace rato ida. Simple empatía.
Por Daniel Callo-Concha
En 1992, en Rio de Janeiro, Brasil, tuvo lugar un evento poco común: la Cumbre de la tierra. Los gobiernos de prácticamente todos los países del mundo enviaron a sus más altos representantes para suscribir “la Agenda 21”, un pacto para confrontar la crisis ambiental y tomar medidas para promover el desarrollo sostenible. Los acuerdos más importantes consideraron la pérdida de la biodiversidad, el cambio climático y el avance de la desertificación.
A la Cumbre le siguió una frenética actividad organizativa, que incluyó el establecimiento de una red institucional global, la producción regular de diagnósticos y monitoreos científicos, y la creación de foros internacionales para operacionalizar los acuerdos. Son ya numerosos los protocolos, planes, estrategias, acuerdos, principios, acciones, etc. negociados y promulgados en las ya famosas conferencias de las partes (COP), reuniones globales y periódicas.
Infelizmente, estos bienintencionados esfuerzos diplomáticos, políticos y científicos no han sido efectivos, o han sido insuficientes en el mejor de los casos. Los indicadores de la pérdida de biodiversidad, cambio climático y desertificación siguen aumentando y hasta acelerándose. Y si uno cree en las tendencias, no habría que esperar a que esto cambie. Lo que es, ciertamente descorazonador para las personas (al menos las informadas), y trágico para las sociedades.
Pero algo acaba de suceder que me hace repensar todo esto: Shell, Exxon y Chevron son tres de las más grandes compañías petroleras, cuyos activos suman 600 billones de dólares, lo que es superior al PBI de 170 países de una lista de 190. La semana pasada, Shell perdió un juicio legal ante un consorcio de organizaciones ambientalistas y civiles, para reducir sus emisiones a la mitad para 2030; en una reunión de la junta de accionistas de Exxon, tramados por grupos disidentes, dos asientos de la junta pasaron a poder de proponentes de energías renovables; y el mismo día, en una reunión similar en Chevron, el voto mayoritario de accionistas eligió un cambio de rumbo y optó por cortes en inversiones extractivas a favor de opciones más limpias.
Me gustaría creer que estos casos fueron consecuencia de la presión social, y sistemas políticos y judiciales progresistas, pero los gestos políticos del ultimo medio año develan sus razones: el Sr. Biden, presidente de los Estados Unidos, ha anunciado un plan climático, que invertirá dos trillones dólares para la reactivación económica de su país; y la Sra. von der Lyen, presidenta de la Comisión Europea, ha logrado el consenso para lograr neutralidad climática (emisiones cero) para el 2050, y para ello comprometido un trillón de euros. Si bien estas son decisiones políticas, su operacionalización es meramente financiera, apoyándose en una montaña de dinero para formatear el sistema económico hacia una versión verde de sí mismo: industrias verdes, inversiones verdes, empleos verdes, etc.
¿Y cuánto de esto nos importa? En América Latina, nuestro continente exportador crónico de materias primas y consumidor ávido de las mismas, solamente dos países tienen estrategias de transición energética: Chile y México. A los demás, si llueve, y creo que va a llover, la lluvia nos va a encontrar en descampado.
Por Daniel Callo-Concha
Hace dos semanas, el 6 de mayo, murió Humberto Maturana. Probablemente a la mayoría el nombre no le diga nada, pero su deceso ha ocasionado en el mundo académico gestos de duelo y reconocimientos poco frecuentes. Y me apresuraré a aclarar por qué: Maturana fue uno de los pensadores más lúcidos y amplios de nuestro tiempo.
La trayectoria académica de Maturana transcurrió por casas notables como el University College London, Harvard y el MIT; y mantuvo colaboraciones con científicos del calibre de H. von Foerster, W. McCulloch y R. Ashby; pero el grueso de su trabajo lo realizó en su alma mater, la Universidad de Chile, donde se afincó desde inicios de los 70’s, y donde concibió y emprendió el Quijotesco proyecto de establecer una ‘Facultad de Ciencias’ de calibre mundial. Fue a este proyecto al que Maturana entregó sus mejores años, y lo capitaneó confrontando desafíos pequeños y grandes: pequeños como la falta de presupuesto y logística; y grandes como un capear un régimen dictatorial.
En la larga vida académica de Maturana (1928-2021), se reconocen rasgos de las carreras geniales. De innovador temprano en disciplinas duras como la medicina y la biología, su pensamiento abrazó después enfoques integradores, como la teoría de sistemas y la cibernética, principios sobre los que luego formularía (junto a Francisco Varela) su contribución mayor: la teoría biológica del conocimiento, de la que la teoría de ‘autopoiesis’, que explica como los organismos vivos se preservan a sí mismos, se ha comparado en importancia a la de la evolución. A la par, Maturana se dedicó a unificar sus ideas en forma elucubraciones filosóficas y humanistas, y a medida que su obra avanzaba, su atención se encauzó a la cotidianeidad: la ética y el bienestar social. Así, sus últimos trabajos se enfocaron en el ambiente, la comunicación, la educación y, ya al final, el amor.
El pensamiento de Maturana tendió puentes hasta entonces inexistentes. La profundidad de sus cavilaciones en biología teórica encontró sus fundamentos en lo espiritual, lo que lo adentró en el budismo, mas no como creencia llana, sino como un código de combinación de nuestras esencias física, biológica y conductual.
En una anécdota ya muy popular, el Dalai Lama le confesó a Maturana que al leerlo había aprendido la noción de que uno al deshacerse de las ideas sobre el interlocutor le permite a este ‘aparecer’. Lo que es esencial para dejarle ser y finalmente amarle. Terminó el santo con una carcajada y una frase: “yo llamo a eso un gurú!”.
Por Daniel Callo-Concha
Esther Duflo, Nobel de economía de 2019, dice que los economistas son los científicos menos apreciados por la gente común y corriente. Las razones, afirma, son su proclividad a predecir el futuro – y no acertar–, y tender a alinearse con el status quo, donde los poderosos suelen estar instalados.
Hace algunas semanas, doce de los equipos de fútbol europeos más ricos y ganadores crearon la Superliga, como alternativa a la Liga de Campeones, regentada por la UEFA. Las razones que arguyeron sus dueños fueron, que el interés global estaba disminuyendo, y claro, las ganancias a la par. Tras 48 frenéticas horas, donde los proponentes de la Superliga se enfrentaron a la UEFA y FIFA, entrenadores, personajes públicos, políticos y sobre todo hinchas los fustigaron y acusaron de avaricia: pues los réditos de la Superliga se habían estimado en 4 billones de euros, mientras que los de la Liga de campeones apenas llegaban a dos. Al final, nueve de los doce equipos se retiraron y la idea se abortó.
Henry Curr, editor de The Economist, comparó las lógicas económicas de los dos modelos: la abierta, de la Liga de campeones, se basa en la competencia ardua e inversiones altas para aumentar las chances de clasificación y prevenir la pérdida de la categoría; mientras que la cerrada de la Superliga, en ausencia de baja, los clubes cooperan entre sí, repartiéndose beneficios y previniendo malos ratos y, claro, ofreciendo un espectáculo constante pero inocuo. Y dijo más el señor Curr: desde el punto de vista de los dueños de los clubes, el incentivo para establecer una liga cerrada no va a desaparecer, es un modelo económico dominante que se ha detenido de momento por la reacción de los mercados locales.
La economía que estudié en la escuela distinguía las actividades económicas del deporte, en que a este último lo guiaban las ganas y no el beneficio. Sobra decir que el deporte profesional se basa en un razonamiento opuesto. Pero abandonar la idea de que la competencia deportiva no sea meritocrática es algo que me cuesta asimilar. Un modelo en que los futbolistas profesionales se conviertan en equivalentes de gladiadores y estrellas de cine a la vez; y l@s adolescentes que juegan en sus pueblos ya no sueñen más con ‘subir’, se me hace poco inspirador.
Sospecho que este affaire en algo contribuirá a aumentar la ‘mala’ reputación de los economistas, y a la larga espero que la Sra. Duflo tenga razón, y las predicciones del Sr. Curr sean erradas.
Por Daniel Callo-Concha
De tres millones que recibieron la vacuna de Oxford-Astrazeneca en Alemania, 31 personas presentaron coágulos cerebrales y nueve murieron; en Inglaterra, de 18 millones de vacunados, 30 presentaron los coágulos y siete murieron; en Holanda, 4 personas tuvieron los trombos y una murió. A todo esto, la Agencia Europea de Medicamentos (EMA), ha dictaminado que ‘puede que haya un efecto causal’ entre la vacuna y la trombosis. Así, los gobiernos de Alemania, Holanda, Francia, Canadá, Finlandia, Lituania España, Suecia, Bulgaria, Chipre, Georgia, Islandia, Irlanda, Letonia y Macedonia del norte, han restringido la aplicación de tal vacuna a personas en grupos de edad de mayor riesgo, mientras que Rumania, Austria, Dinamarca y Noruega, la han prohibido del todo. Una historia parecida empieza a desenvolverse con la vacuna de Johnson & Johnson: de siete millones de vacunados en los Estados Unidos, seis personas murieron por los referidos coágulos cerebrales.
Ante la situación europea, los países del sur han reaccionado de modo similar: Indonesia, Corea del Sur y Tailandia, tras dudas iniciales, impusieron algún tipo de restricción al uso de la vacuna de Oxford-Astrazeneca, más continúan aplicándola en determinados grupos. Pero Camerún la ha proscrito.
Entre tanto, se ha calculado el número de europeos muertos por Covid-19 en un millón, y los de los Estados Unidos en casi 600 000. El índice de fallecimientos a consecuencia de la aplicación de la vacuna de Oxford-Astrazeneca es de 6 por cada millón de personas, mientras que el índice de fallecimientos por Covid-19 es de algo más de 2200 por cada millón de personas.
A primera vista el asunto recuerda el ejemplo de comparar (estadísticamente) los riesgos de viajar en avión y en coche. Es bien sabido que la probabilidad de tener un accidente automovilístico es mucho menor que la de tener uno de aviación: específicamente 1/114 contra 1/9821. Es decir, que ir en carro es 86 veces más riesgoso que volar. En el mismo tono, algunos se han apurado a usar estadísticas para persuadir a la gente de que se deje vacunar: una mujer que tome la píldora tiene mil veces más chances de tener trombos que una persona que se vacune; o tener coágulos es equivalente a que mueras porque se caiga un avión sobre tu casa. Por otro lado, si te infectas de Covid-19, la chance de que desarrolles coágulos es de 1 en 9, y si llegas a una unidad de cuidados intensivos de 1 en 4.
Para algunos estas metáforas son abrumadoramente persuasivas, pero para algunos no, y lo entiendo bien: la probabilidad de que un(a) niñ@ sea secuestrado es de 1 en 300 000. Pero nadie en su sano juicio utilizará tal estadística para calmar a una madre porque su pequeñ@ se ha demorado en el parque.
Superar el miedo que algunos tienen a vacunarse no tiene que ver con creer en la ciencia o las estadísticas, sino con el ejemplo y la comunicación. Hay en esto otro umbral de rebaño que debemos alcanzar.
Por Daniel Callo-Concha
A mediados del año pasado había alrededor de 180 laboratorios en el mundo diseñando vacunas contra el Covid 19. A fines de marzo, la Organización Mundial de la Salud había aprobado dos; la Agencia de Drogas y Alimentos de los Estados Unidos tres; y la Agencia Europea de Medicinas cuatro. Estas incluyen: BionTech/Pfizer, Oxford/Astrazeneca, Jansen/Johnson & Johnson, Moderna y Novamax. Hay varias otras vacunas de alguna manera aprobadas también, como Sinopharm, Sputnik V, Sinovac, Covaxin, Covivac, Convidecia, EpiVac, etc. Sólo como comentario: están en camino más de 300 vacunas más, por lo que las distinciones por laboratorio, origen u otro, desaparecerán en los próximos meses.
La aprobación de las vacunas se da tras ensayos clínicos en seres humanos, en las que gradualmente se incrementa el número de personas que las reciben. Su eficacia resulta de tales evaluaciones y se mide en porcentaje. Sorprendentemente, pues habían dicho que sería aceptable 50%, las eficacias de las vacunas arriba citadas rondan el 80%. Es interesante, que las vacunas fueron producidas con diferentes tecnologías, las que no se correlacionan con sus eficacias. Lo que sí, la popularidad de las vacunas parece función de su ‘cobertura de mercado’, de la que se encargan las compañías biotecnológicas que las producen y distribuyen.
Ahora: la vacuna rusa Sputnik V, fue criticada persistentemente en Europa central por su falta de transparencia y acelerada administración en la población. La vacuna china Sinopharm, se ha asociado a escándalos de nepotismo durante su aplicación en varios países de América Latina. Las vacunas Biotech/Pfizer y Sinovac, se convirtieron caballos de batalla en la disputa entre del presidente de Brasil y alcalde de Sao Paulo. En estos casos, no fueron ni la ciencia, ni la eficacia, ni la utilidad de las vacunas, las razones de sus cuestionamientos, sino las situaciones políticas que enmarcan su aplicación, o peor aún, pugnas de poder entre grupos o bloques de interés.
Poco después del inicio de la pandemia, surgió la llamada mask diplomacy = diplomacia de la máscara, atribuida a China, que empezó a lubricar sus relaciones internacionales con donaciones de máscaras para prevenir el contagio de Covid 19. Tras lo visto, está claro que algo parecido está sucediendo con las vacunas: su politización, y a veces peor, su uso como arma política. Lo trágico, es que quienes han de padecer estos conflictos, como en casi todo juego político, son quienes no los quisieron, no los provocaron, ni los promovieron.
Por Daniel Callo-Concha
Estando de paso por Lima y tras mucho pedírselo a mi hermana -una limeña adoptada-, una noche de hace varios años me llevó al parque Kennedy a conocer a Mario Poggi. Me sabía su historia por reportajes periodísticos y entrevistas en Youtube: de cómo se había convertido de psicólogo en criminal, y sucesivamente haber hecho de polímata, artista, humorista, y al final de su vida, vuelto a psicoanalizar paseantes a cambio de algún óbolo.
Pero también sabía que el Mario Poggi, ya graduado, había vivido en Europa y visitado varias universidades. Contaba que había estudiado criminología en Lovaina, y que era familiar a los claustros franceses y alemanes, aludía a académicos famosos de entonces, y se adscribía a escuelas de pensamiento de la época. Además de presumir de sus conocidos, que luego devendrían en personajes públicos. En suma, un expatriado académico, y si uno le creía, de algún éxito.
En las universidades del hemisferio norte, el número de estudiantes latinoamerican@s suele ser distribuirse así: l@s más son mexican@s, les siguen l@s brasileñ@s, y más abajo están chilen@s, argentin@s y colombian@s. Claro, también los hay de las demás nacionalidades latinoamericanas en menor número, pero lo que es notable es que buena parte de los anteriores suelen estar becados por propios gobiernos, y por lo general, sus becas incluyen contratos que les conminan a retornar a sus países de origen.
La fuga de cerebros, dicen, ocurre por falta de oportunidades y condiciones de desarrollo en los países de origen de l@s talent@s. Puede que sea anecdótico, pero me he fijado que l@s científic@s que provienen de países con programas de becas débiles o inexistentes, suelen ser los más dispuest@s a buscárselas por otro lado. Con el tiempo, la idea de ‘volver a casa’ se hace más insustancial y de a pocos crece la sensación de sentirse ajeno. Pero lo determinante pervive: la dolorosa certeza de que uno no lo lograría en casa.
Cuando le pregunté a Poggi sobre su periplo académico, me respondió con frases en alemán y francés, experiencias rocambolescas, algunos chismes con gente conocida y pachotadas que solían ganarle simpatías. Pero creo que en algún momento notó que me interesaba más por aquella otra vida. Entonces dejo de hacer de Poggi, sólo para comentarme que hacía lo que hacía porque era de lo que vivía, y no dijo más. Le pedí que nos hiciéramos una fotografía y aceptó a cambio de un billete, y sin más nos despedimos dándonos la mano.
Por Daniel Callo-Concha
Está de moda coleccionar ejemplos de los efectos negativos de la globalización. Comenzando por una pandemia, que en otro tiempo habría necesitado décadas para expandirse por el planeta, lo hizo esta vez en un par de meses; o las finanzas, que por lo interconectados que están los flujos de capital y mercancías, hacen que las crisis regionales se tornen globales y afecten a quienes no la deben.
Pero es innegable que la globalización trajo también consecuencias positivas, como la comunicación y el acceso a la información. L@s científic@s han aprovechado éstas de modo notable. Las redes de interacción, intercambio y cooperación se han hecho herramientas de trabajo, el internacionalismo es indicador de respeto, y el cosmopolitismo sello de calidad. A su vez, el acceso a información ha convertido finalmente al conocimiento en un bien libre -al menos en cuanto lo permiten editoriales que publican las revistas científicas-. Así, el trabajo de un(a) científic@ es público, y su utilidad potencial para la sociedad también. Y bien que así sea.
Pero lo que no termina de encajar en esto, es la relativa ausencia de l@s científic@s en la vida pública de nuestros países. No deja de sorprenderme cómo es que cuando se debate el cambio climático, no hablan los climatólog@s y modeladores, ni los ecólog@s y urbanistas; o cuando se discute la mentada ‘ideología de género’ no se consulta a los endocrinólog@s y genetistas, ni a los estadístic@s y antropólog@s; o cuando se dilucida sobre el tratamiento de personas con adicciones, psiquiatras, sociólog@s o educador@s están ruidosamente ausentes. En cambio, son líderes políticos, autoridades religiosas, emprendedores entusiastas y activistas militantes, quienes debaten estas cuestiones, nos las explican y hasta nos persuaden. Lo que a la larga suele traer una larga sombra de parcialidades.
El pasado noviembre, la Sra. Angela Merkel, aludiendo a quienes descreen de la ciencia para cuestionar las medidas de su gobierno contra la pandemia, dijo que en la (fenecida) República Democrática Alemana los hechos podían ser ‘controlados’ por el gobierno, por lo que ella decidió estudiar física, pues (…) aunque hay muchas cosas que se pueden anular, la gravedad no es una de ellas, como tampoco lo es la velocidad de la luz (…) y seguirá siendo así".
Por Daniel Callo-Concha
En los 90s el señor Fujimori liberalizó varias áreas de la administración pública, la educación entre ellas. Al inició de aquel proceso había en el Perú alrededor de 40 universidades. En el 2014, cuando se instaló la SUNEDU con el mandato de regularizar la calidad de la educación universitaria, el número de universidades se había multiplicado por cuatro. Hay innumerables reportajes sobre estas universidades post-Fujimori, sus orígenes dudosos, sus propósitos no académicos, o sus calidades insuficientes, cuya moraleja es que son bastante inferiores a las que ya existían. Pero hay una faceta en la que no parece haber diferencias entre unas y otras: la investigación.
En el ranking del The Times Higher Education para las universidades latinoamericanas, las 20 primeras de 100 posiciones las ocupan universidades de Brasil, México, Chile, Colombia, Argentina y una única peruana: la Universidad Católica. Cuando solamente se evalúa la investigación, la Universidad Católica desciende 14 posiciones y la Universidad Cayetano Heredia asciende a la posición 25. En las restantes 80 posiciones no hay más registros de universidades peruanas. Nótese que la universidad latinoamericana en la posición más alta: la Universidad de Sao Paulo, en el ranking global ocupa la posición 135, y la segunda mejor, la Universidad de Campinas, es la 277 en la lista general.
Según el ranking de la SUNEDU, las universidades peruanas de mayor producción científica son la Católica, Cayetano Heredia, San Marcos, La Molina y la de Ingeniería. El parámetro clave es el número de publicaciones en Web of Science, un motor de búsqueda especializado en ciencia. Interesante es que el cálculo asigna a la universidad de mayor producción un valor máximo (100), y relativiza a este los desempeños de las demás. Así, la universidad en posición 10 alcanza 23.8, en la posición 20 es 8.6 y en la 30 sólo 4.6. Notable y crítico es que sólo las cinco primeras universidades generan casi la mitad de la producción científica nacional, y las últimas 25 apenas una séptima parte. Más crítico aún es que la universidad en la posición 45 alcanza un valor de 0.12, de lo que se deduce que las restantes -más de cien universidades- no produjeron algo publicable a nivel internacional. Y entre estas están tanto universidades pre- y post-Fujimori.
Cuando terminé mis estudios, hace 25 años, en una vieja universidad de provincia, los docentes o no hacían investigación o la que hacían no era original. Su tarea principal era dar clase. Hace algunos años intenté facilitar un acuerdo de colaboración entre mi sede de entonces (una vieja universidad europea) y mi Alma mater (aquella universidad estatal provinciana). Hablé con el vicerrector en funciones y las promesas fueron hechas, mas estas nunca se concretizaron. Tiempo después, necesitando socios para un proyecto de investigación, ingenuamente volví a tocar las puertas de aquella universidad. Otra vez, la iniciativa murió de inanición. Esta anécdota no es original, la he escuchado muchas, demasiadas veces.
Es cierto, la investigación en el Perú adolece de múltiples males: financieros, de capacidades, originalidad, etc. Pero creo que ‘sistémico’ tiene aquí una desafortunada pertinencia.
Por Daniel Callo-Concha
Desde la erupción de la pandemia del coronavirus se han llevado a cabo alrededor 75 elecciones presidenciales, parlamentarias y referendos en el mundo, 9 en América Latina.
El señor John Magufuli, presidente de Tanzania (*), en mayo del 2020 mandó importar de Madagascar el extracto de Artemisa ‘Covid-Organics’, que se promovía como medicina contra el coronavirus; poco tiempo después declaró que el Covid 19 había sido erradicado en su país, gracias a, además del extracto, las plegarias y ayunos des sus connacionales. El señor Jair Bolsonaro, presidente de Brasil, ha negado y activamente prevenido las medidas para impedir la propagación del coronavirus. A la fecha tiene más de 70 demandas judiciales relacionadas que, entre otras, le reclaman haber deliberadamente promovido los contagios buscando alcanzar la inmunidad de rebaño para reactivar la economía brasileña. El señor Donald Trump, expresidente de los Estados Unidos, hizo más de 2500 afirmaciones falsas o engañosas relacionadas al coronavirus, que incluían desde la negación de su existencia, la minimización del riesgo, hasta la ocultación de su gravedad. Los señores Magufuli, Bolsonaro y Trump, fueron masivamente apoyados durante las elecciones que los llevaron al poder. Cada quien recibió 9 millones (58%), 50 millones (46%) y 63 millones (46%) de votos, respectivamente, y aún ahora su apoyo popular es notable.
La pandemia del coronavirus es la emergencia sanitaria más grave que ha enfrentado nuestro planeta en los últimos cien años. Pero con gran diferencia el siglo XX ha sido extraordinario en adelantos en ciencias de la vida: antibióticos, la estructura del ADN, vacunas, cirugía moderna y los antidepresivos son contados ejemplos de ello. Así que cuando el coronavirus llegó, la ciencia estaba guarnecida. Un mes después de que el gobierno chino anunciara el brote de un nuevo virus, su genoma ya se había mapeado; durante el primer trimestre del 2020 se identificó sus modos de contagio, y luego, aunque con idas y venidas, se determinaron las conductas de riesgo. Entretanto se han ensayado miles de drogas pre-existentes y se han probado cientos de tratamientos preventivos, y algunos se han consolidado y hasta recomendado. A mediados del 2020 había más de 200 laboratorios desarrollando vacunas potenciales, hoy 60 están en la penúltima fase de evaluación, una decena ya se han liberado.
Es por eso que el caso de los políticos citados arriba es tan dramático. Tanzania, Brasil y los Estados Unidos, que ya son bastantes distintos entre sí, proveen espejos en los que casi cualquier estado podría reflejarse. De ahí que la lejanía que han mantenido en sus decisiones con las instancias científicas es ciertamente escalofriante.
En el 2021 hay elecciones presidenciales en Chile, Ecuador, Haití, Honduras, Nicaragua y el Perú. Esta vez, a las crónicas crisis social y económica, se añade la sanitaria. Da qué pensar como los candidatos habrán de afrontar esta última, cuando a las dos primeras tienden a hacerlo con populismo y políticas identitarias.
(*) Cruel ironía, el Sr Magufuli falleció recientemente de Covid 19